La historia del «roba bragas»

Gustavo Colorado (BBC Mundo).- Hasta el lunes 30 de abril, Diana, habitante de Dosquebradas, suburbio industrial de la ciudad de Pereira (centro del Colombia) creía que el dicho «manos arriba, calzones abajo» era apenas una frase en los juegos de los niños.

Incluso cuando el hombre que le arrebató el reloj y la cartera le dijo sin más: «Bájese los calzones mamita» pensó que lo peor estaba por llegar y que le esperaba una violación o acaso la muerte misma a manos de los cómplices del asaltante que estarían por allí cerca.

Sin embargo, del susto pasó al estupor cuando vio que el tipo se embolsillaba la prenda rosada comprada en un baratillo y se perdía por un callejón que conducía a un potrero vecino.

«Que hubieran sido unas prendas finas, bueno. Pero llevarse unos calzones de dos mil pesos (1 dólar) es el colmo», dice pensando en las otras seis mujeres, algunas de ellas niñas, que como ella han sido víctimas de esa modalidad de robo que algunos quieren asociar con una suerte de fetichismo erótico.

Diana, de 25 años y trabajadora de una fábrica de confecciones en Dosquebradas, debe -en camino a su trabajo- pasar por muchos callejones, de madrugada o medianoche, pero nunca le había ocurrido nada distinto a cruzarse con drogadictos vencidos por el sueño o borrachos que le dicen piropos obscenos.

Cruzaba por el paradero de buses a las 5:30 de la mañana cuando se me acercó un tipo al que de momento no le vi nada de raro. No habían pasado un par de minutos cuando después de mirar para todas partes me puso un cuchillo en el estómago y me dijo, hasta con decencia, que le entregara todo lo que llevaba encima y después que le entregué lo que me pedía, me dijo que me quitara lo que usted ya sabe.

Otras víctimas

Pero las víctimas no han sido sólo mujeres jóvenes. Alcira, de cincuenta años, cuenta que caminaba con su esposo un domingo a las seis de la tarde por un camino rural cuando fueron abordados por un hombre de aspecto más bien astroso que puso en el cuello de su marido la punta de un enorme cuchillo de carnicero.

El esposo, un hombre de 52 años que prefiere no decir su nombre, cuenta que ante semejante arma no quedaba más remedio que entregar las pocas pertenencias de valor que llevaban: una pulsera, un billete de diez mil pesos y una cadena de fantasía.

Cuando el hombre le exigió a su mujer que se quitara los calzones intentó agarrarle la mano donde empuñaba el arma pero para ese momento la mujer ya tenía la prenda en la mano. Dice que el hombre la recibió, la olió, se la guardó en el bolsillo trasero de sus pantalones y escapó.

Las edades de las otras supuestas víctimas, son 12, 18, 30 y 35 años.

Sin denuncias

Aunque en todos los casos se habla de un solo atacante, las discrepancias en torno al aspecto del atacante llevan a algunos a pensar que se trata de una especie de cofradía movida por una obsesión común.

Para el mayor Oscar Echeverri, jefe de prensa de la policía nacional en Risaralda, hay una sola cosa clara en todo esto: que hasta la fecha nadie, ni las víctimas ni sus familiares, se ha acercado a presentar una denuncia formal contra el asaltante, lo que imposibilitaría cualquier acción legal contra el eventual culpable, en caso de ser capturado.

No obstante, mantienen una permanente vigilancia en el sector, a través de un equipo de mujeres jóvenes que podrían constituir un señuelo perfecto para el que ya todo el mundo en el barrio conoce como «El quita calzones».

Los sectores donde supuestamente se han presentado los hechos están habitados en buena parte por mujeres cabeza de familia que laboran en fábricas de confecciones.

Un buen número de ellas transita a tempranas horas de la madrugada o a altas horas de la noche rumbo a sus sitios de trabajo o de regreso a casa.

Temor

Según cuenta Libaniel, ayudante de corte en una fábrica de ropa infantil, algunas mujeres han solicitado que les presten un servicio de transporte especial ante el temor de convertirse en la próxima víctima.

Entre tanto, las secretarías de Gobierno de Pereira y Dosquebradas se reafirman en que mientras no se tengan pruebas contundentes, lo único que pueden hacer las autoridades es mantenerse alertas y a las mujeres les recomiendan extremar medidas, como salir siempre acompañadas y no transitar por lugares despoblados.

Consultadas acerca de por qué no se han acercado a presentar las denuncias, tanto Diana, como Alcira aseguran que el agresor las amenazó con volver a buscarlas si iban con el «cuento» a la policía.

«Como tenemos que seguir viviendo en el barrio lo mejor es quedarse callada», sentencia la madre de otra víctima.

Puestos a pensar -afirma- este puede ser uno de esos casos en los que a una persona le suceden de veras las cosas y de repente, como por contagio, una cantidad de gente está dispuesta a jurar que le ha sucedido lo mismo.

Por lo pronto, a no ser que alguna de las víctimas se acerque a presentar una denuncia formal o el singular asaltante muerda uno de los anzuelos que hoy transitan por las populosas calles de este sector, las mujeres que viven aquí no ocultan el temor, de que al doblar una esquina les salga al paso un tipo -no saben si feo o bien parecido, malencarado o jovial- que amenazándolas con un enorme cuchillo las obligue a despojarse de sus pertenencias y de su ropa interior mientras pronuncia el viejo grito de batalla: «¡Manos arriba, calzones abajo!».

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