Palpito Digital

José Muñoz Clares

La batalla pendiente

La película “El instante más oscuro”, anclada en hechos que damos usualmente por sabidos aunque no lo sean, presenta el momento en que Inglaterra tuvo que optar entre la ignominia de la rendición ante la sinrazón nazi o hacer frente a la más potente maquinaria militar desatada en el siglo XX, dirigida por un cabo austríaco ignorante y comido por obsesiones más allá de lo imaginable. Una de esas obsesiones lo llevó a aplicar una minuciosa y eficaz administración de muerte a escala industrial, centrada – aunque no reducida – al exterminio de la población judía. Auschwitz representa el paradigma pero hubo muchos Auschwitz menores, incluso locales, de barrio, y hasta meras cuestiones personales que se resolvieron cosificando al hombre para justificar su más cruel destrucción. La calavera que usaron como insignia los infames SS resultó ser una declaración de principios.

Winston Churchill, ante una alternativa de vida o muerte para su país, optó por defender “su isla”, asumiendo la eventualidad de que cada uno de sus habitantes acabara en el suelo ahogándose en su propia sangre («…when each one of us lies choking in his own blood upon the ground») , y lo hizo en un entorno en que un Chamberlaine moribundo y un Hallifax claudicante apostaron e intrigaron claramente por la rendición ante el monstruo, sus todopoderosos tanques, sus apocalípticos Stukas y los míticos cañones del 88 que exterminaron, entre otros, a 27 millones de rusos que igualmente prefirieron morir antes que dejarse tratar como ganado.

La parte de este momento que más de cerca nos toca a los españoles tiene que ver con un gabinete de guerra elegido por Churchill entre sus enemigos políticos para asegurar al país la base social más amplia. Nadie se echó atrás, ni siquiera Chamberlain, ya dependiente de la morfina en un proceso canceroso final, ni un Hallifax que aspiraba a suceder a Churchill alentando traidoramente el “cuanto peor, mejor”. Y sobre esa base se alzaron quienes pusieron su empeño en diseñar un avión que pusiera fin a la soberbia de los JU y de los Heinkel, tanques que incendiaran a los Panther y a los Tiger y quienes lideraron una infantería que afrontaba el combate con bravura resuelta, empujados a la lucha por la mejor arma de que dispone un hombre: dar su vida por perdida en pro de su pueblo y su tierra y, desde esa aceptación, avanzar sin temor ni descanso hasta dar muerte a la bestia.

No hay ya hombres como aquellos. No en occidente, al menos. Los últimos de aquella especie ganaron al imperio USA una guerra – Vietnam – en que la relación de bajas fue de 1/50. Cada yanqui muerto costó cincuenta vietnamitas, pero resistieron y, contra todo pronóstico, ganaron. También los israelíes han dado pruebas de estar hechos de esa pasta en las sucesivas guerras que mantuvieron contra un enemigo hostil que los rodea y los supera en número y armamento. En ambos casos pudo más la determinación que la intendencia, como en el caso de Churchill.

Rajoy no es el hombre que puede dirigir el mantenimiento de España como Nación, más allá de banderas y símbolos, por más que aquélla y éstos acaban cobrando sentido cuando un pueblo se alza sobre una historia de siglos cuya continuidad se niega resueltamente a interrumpir. Rajoy no es el periclitante Chamberlaine pero sí es el ambicioso Hallifax que aspira a sucederse a sí mismo en un tercer mandato que él, y sólo él, imagina glorioso. La corrupción infinita que arrastra, aun si él mismo no la ejerció, exige una larga marcha por el desierto como en su día le tocó al PSOE. Haber perdido la batalla de la información, que no exigía sangre sino ideas y resolución, acredita su fracaso. Ha sido más la Justicia que el Ejecutivo quien ha contenido a los rebeldes, pero hemos vuelto al momento en que la audacia del gobernante marcará la línea que separa a los imprescindibles de los meramente sustituibles, fungibles como rollos de papel higiénico: tanto vale el uno como el otro.

Tampoco Sánchez reúne las capacidades que el momento exige. Por no tener no tiene ni siquiera una idea de España que se pueda proyectar en el futuro. Y qué decir de Iglesias, poco más que un hooligan universitario formado en asambleas festivas en las que pesca acá y allá parejas revoltosas que alimentan el ego del patético macho alfa en que se ha convertido. Y maldice a España, nuestro país – que no el suyo -, sus símbolos y sus instituciones, para congraciarse con una corte de traidores atentos a la menor oportunidad de acabar con nuestra continuidad histórica.

Quienes así amenazan a nuestro país han ganado la batalla de la información propagando mentiras abyectas y manejándose con soltura en el mundo virtual en que se desenvuelve el forajido Puigdemont, sordo a las llamadas a cualquier asomo de cordura. Rajoy se ha dejado vencer en un terreno que no entiende y mucho menos domina. Y la próxima batalla es la de la investidura esperpéntica de un holograma residente en Bruselas para profundizar en la brecha que se ha abierto entre el respeto que se nos tenía y las dudas que hoy suscitamos. Ellos tiene un plan A y un plan B: conseguir la investidura imposible de quien huyó de sus responsabilidades – investir a un delincuente confeso – o, peor, dar al independentismo la imagen de un electo investido y detenido por el abyecto Estado español. Y ante eso no cabe paciencia alguna ni consideración al futuro electoral de nuestro Hallifax particular.

Las encuestas dicen que el bloque que apoya a la Constitución sin fisuras sumaría hoy más de 250 escaños, suficientes como para laminar a los sediciosos a base de Estado de Derecho y para hundir en la miseria a los aventureros irresponsables.

¿A qué espera Rajoy? ¿A que las aguas se calmen porque ERC le resuelva lo que es su responsabilidad resolver? Hay que parar la pretendida farsa de investidura virtual y hay que sanear la vida política a base de votos, tal como la Constitución manda. Hay que encontrar a quien, como se define en la película a Churchill, «tome nuestro idioma y lo envíe a la batalla.» O rendirnos y tener asegurada la ignominia que Rajoy no ve y la guerra de desgaste que ninguno queremos tener.

Hay que llevar al cine a nuestros políticos. Tienen que ver lo que es un político de raza seriamente comprometido con su pueblo y con su tierra. Sin concesión a las palomitas. Que sepan que van a aprender, a ver si les sale un asomo de vergüenza y reaccionan, porque si no es así, tenemos por delante una agonía lenta y llena de vergüenza merecida.

 

 

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José Muñoz Clares

Colaborador asiduo en la prensa de forma ininterrumpida desde la revista universitaria Campus, Diario 16 Murcia, La Opinión (Murcia), La Verdad (Murcia) y por último La Razón (Murcia) hasta que se cerró la edición, lo que acredita más de veinte años de publicaciones sostenidas en la prensa.

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