Bruselas tiene tradición jacobea. La Catedral de San Miguel y Santa Gúdula ya era visitada por los peregrinos medievales, y en la iglesia del Buen Socorro se les prestaba ayuda. Desde este templo parte hoy la ruta por las dieciocho iglesias de los Países Bajos dedicadas a Santiago.
Siete más dos igual a nueve. Este era el número de personas que compondrían el grupo, cada una movida por un interés particular, y no necesariamente religioso, pero con la idea común de compartir. El Camino tiene otras connotaciones de las que no se debe prescindir si se le quiere conferir una mayor plenitud y universalidad. Cinco pondrían el punto cero en Bruselas y se reunirían con los cuatro restantes en Roncesvalles, unos días después.
La numerología está presente en toda la Ruta Jacobea, tanto en las distancias que separan un enclave de otro, como en las proporciones de algunos elementos arquitectónicos o los ángulos de intersección de los centros importantes. En muchas de las construcciones religiosas está presente la proporción áurea.
El siete es el número esotérico por excelencia, el número de la Creación. Armónico y mágico, se encuentra formando parte de un sinfín de conceptos, y esto no puede deberse a la casualidad, sino a un conocimiento inmemorial imposible de analizar a la luz de los parámetros actuales. Los siete días que Dios empleó para crear el mundo, las siete notas de la escala musical, los siete colores visibles del espectro, los siete sabios de Grecia, las siete colinas de Roma, los siete planetas de la Antigüedad, las siete estrellas de las Pléyades, los siete días de la semana, las siete virtudes, los siete pecados capitales, los siete sacramentos, las siete plagas de Egipto, y la lista continúa. Esto no puede deberse al azar, sino a claves ocultas que desconocemos.
El dos es el número de la dualidad, de los pares de opuestos presentes en la Creación, los dióscuros personificados en los gemelos cósmicos Cástor y Pólux, los dos hijos de Zeus, emulados a través del tiempo. No faltan en el Camino estas parejas emblemáticas que encarnan incluso santos como Protasio y Gervasio o Cosme y Damián.
Pero como el hombre propone y Dios dispone, el plan de Clara en cuanto al número mágico se había desmoronado y de sus escombros resurgía un flamante nueve, mágico también, el del Maestro Mateo del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela. Y aún iban a ser más peregrinos, pero eso sería después de iniciado el Camino.
Los cinco emprendieron rumbo a Bruselas con el plan de juntarse diez días después con el resto del grupo en Roncesvalles.
Sergio estaba medio «averiado». Se había hecho un esguince en un tobillo haciendo footing y no le convenía caminar; como mucho, podría hacer algún tramo en bicicleta o a caballo. Él llevaba el coche de apoyo, un Nissan Pathfinder azul oscuro de siete plazas. Así no tendrían que cargar con pesadas mochilas y evitarían molestar al Apóstol pidiéndole milagros para la espalda. Para Teresa era necesario, y Clara podría llevar a su maltesita. Galleta es como un peluche vivo, de pelo largo blanco con las barbas y las puntas de las patas marrones. Casi siempre la lleva consigo y eso le causa algún que otro problema cuando se encuentra con uno de esos horribles carteles que prohíben la entrada a los perros. Pero ya es una experta en burlar normativas.
Con el disgusto, Clara había perdido seis kilos en los últimos dos meses. Virginia y Teresa, ignorantes de la situación, le preguntaron si estaba haciendo alguna dieta. Para salir del paso les dijo que había hecho ayuno para desintoxicarse. Por sus caras dedujo que no la encontraban muy favorecida. Menos mal que los trajes ibicencos de bambula blanca que solía llevar en verano disimulaban su delgadez.
Clara había estado en Bruselas en dos ocasiones; la primera, en uno de esos itinerarios organizados a los fiordos noruegos, y la segunda en un viaje a la mítica Avebury, para ver in situ los agroglifos de los campos de cereales, conocidos como los círculos de las cosechas. Pero como iban a todo correr, no había podido saborear la ciudad, más allá de los lugares turísticos que muestran los guías, aunque sí pudo percibir el halo del merecido sello de capital europea, y su atmósfera cosmopolita. En esas ocasiones había recorrido deprisa la Grand Place, con envidia de las personas que consultaban sus planos, hacían fotos o, simplemente, admiraban los edificios históricos que circundan la plaza, mientras tomaban su lambic de la tarde.
Esta vez era distinto, y allí estaba ella, en la terraza del bar Le Roi de L’Espagne, en plena plaza, al lado del busto del rey de España Carlos II que lo fue también de Bélgica en el siglo XVII.
La mayoría de los edificios de la plaza fueron reconstruidos en los últimos cinco años del reinado del monarca español, tras haber sido bombardeados por los franceses en la Guerra de los Nueve Años. Los Países Bajos eran posesiones españolas hasta que fueron cedidos a Austria. La unión con España lo fue por el matrimonio de nuestra Juana I de Castilla, apodada «la Loca», con Felipe el Hermoso, de Flandes.
Muchas casas de la plaza están decoradas con bustos de Carlos II y su escudo de armas. En el Ayuntamiento bruselense hay un cuadro ecuestre de «el Hechizado», pintado por Van Orley.
Mientras los compañeros de viaje visitaban el Parlamento Europeo, Clara había optado por ir a la Catedral de Saint Michel, una joya gótica del siglo XV, y después a dar una vuelta por los mercadillos. Suelen estar muy concurridos, y en ellos se puede encontrar comida, ropa, antigüedades o libros de quinta mano, incluso apolillados. En el Grand Sablon compró uno sobre Egipto con fotos de excavaciones, publicado a principios del siglo pasado, pero nada especial, aunque casi se lo quita de las manos un alemán de barba larga. Es muy interesante ver la diversidad de gentes que revuelven los puestos en busca de la ganga inesperada.
Moverse por la ciudad resulta muy fácil para el viajero, sea en tranvía, autobús, metro o coche de caballos. El tranvía ofrece la oportunidad de respirar bocanadas de ciudad y ver rincones sin estatuas, que no figuran en ninguna guía, porque no son importantes.
Bruselas es una de las ciudades más caras de Europa, pero, en contra de lo que se cree, a pesar de su aparente frialdad, es visible la educación, la amabilidad y el civismo de sus habitantes. Clara tenía la sensación de que todo el mundo quería contribuir a que su estancia fuese agradable y lo estaban consiguiendo.
Cuando hay poco tiempo y se quiere ir a tiro fijo, nada mejor que quedar con un greeter, una especie de guía, capaz de desvelar al viajero todos los secretos de la ciudad. Curiosamente, muchos de estos cicerones son extranjeros.
El entorno del edificio de la Bolsa congrega un gran número de bares, con mesas fuera, para hacer un alto y sentarse a tomar algo, mientras se observa el bullicio en las horas punta.
El público ha descubierto el placer de contemplar las ciudades iluminadas bajo la bóveda estelar; por eso se han puesto de moda las terrazas de copas en los áticos de los edificios. Los muy esnobs no resisten la tentación de ir a cenar al Belgium Taste. Es el restaurante del Atomium, situado en la bola de arriba, a cerca de cien metros del suelo. Subir allí a tomar poularde para airearlo en Instagram y en el Facebook a Clara no le seducía nada, aunque reconoce que la vista es espectacular. Prefirió hacer la visita por la mañana y aprender un poco sobre la energía nuclear, en el famoso monumento, símbolo de Bruselas en el mundo, y una de las maravillas de la época moderna.
Las esferas plateadas del Atomium, representando los nueve átomos de un cristal de hierro alfa, son los espejos que en la noche reflejan cientos de luces trocándolas en una luciérnaga gigante. Premonitorio acierto de su promotor, el ingeniero Waterkeyn, al proponerlo como emblema de la Exposición Universal de 1958, celebrada en Bruselas.
Paseando es fácil encontrarse con algún personaje de cómic, pintado a gran escala en las fachadas. Hay como unos veinte y lo consideran una manera de homenajear a sus dibujantes.
Otro de los símbolos de la ciudad es el Manneken Pis, la escultura de un niño orinando en una fuente. Virginia no entiende por qué algo tan soso tiene tanta fama.
—¡Qué raros son estos belgas, después de todo! —dijo Virginia—. Mira que tener esto como uno de los símbolos de la ciudad.
—Raros ellos y los turistas —repuso Teresa—, porque parece que es obligado ir allí. Además, según dice el folleto, lo visten de bombero y con otros trajes gremiales en determinados días.
—Sí. Tienen incluso una Asociación de Amigos del niño ese. Sobre él hay una leyenda muy bonita. Cuentan que en el siglo XIV, en las murallas había muchas bombas, y que un niño fue orinando y apagando las mechas… De esta manera se salvó la ciudad.
—Ahora —terció Sergio— también han colocado la estatua de una niña haciendo pis.
—Debe ser por eso de la igualdad —comentó María con cierto aire displicente.
—Pero esta no es la estatua original —insistió Virginia—. Leí que la auténtica fue robada en varias ocasiones, la última, hacia los años sesenta. Tuvo un gran eco mediático. Cuando apareció tenía tanto relieve internacional que todo el mundo venía a hacerle fotos.
—Lo mismo ocurrió cuando robaron el Códice Calixtino de la Catedral de Santiago —puntualizó Clara, mientras escribía en la tablet la entrada para el blog—. Nadie, salvo los eruditos, valoraba el libro, pero cuando apareció fue expuesto al público y se formaban grandes colas para verlo. Muchos se enteraron entonces de su existencia.
Al final del día, Clara subió al blog el siguiente texto:
El Palacio Real de la Moneda y el Museo del Cómic, donde los amantes de Tintín pueden admirar a su héroe, son también un atractivo para el viajero. Pero, más allá de los monumentos, en Bruselas se come y se bebe muy bien. Los degustadores de cerveza disfrutan de lo lindo con esta bebida de fama, y también es típico el vino caliente con azúcar, una costumbre que se pierde en la noche de los tiempos, cuando se empleaba para combatir el frío del invierno. En Asturias y en Galicia aún perdura esta tradición, y las menciñeiras lo recetan para curar los catarros. El Delirium Café es casi visita obligada para los amantes de la cerveza, donde tienen una variada oferta.
Carnes, aves, salchichas y quesos constituyen la base de la gastronomía bruselense que se sustancia en una simbiosis entre la cocina francesa y la alemana. En las famosas friterías de la calle, al estilo de los puestos de churros españoles, se pueden comprar sabrosos tentempiés para comerlos paseando o en algún rincón agradable. Tienen fama las patatas fritas recién hechas que sirven en un paquete, acompañadas de variedad de salsas, que se suelen comer dando un paseo o sentados a la sombra.
Pero el rey de las cosas de comer es el chocolate, el buen chocolate negro. Los belgas empezaron con su elaboración poco tiempo después de haberlo traído del Nuevo Mundo los españoles. Son los grandes magos del cacao y los inventores del praline. En algunos escaparates tienen fuentes que manan chocolate, auténtico elixir de la eterna juventud, piedra filosofal, oro de los alquimistas, provocador de éxtasis en los transeúntes que pegan su nariz golosa a la vitrina.
—Realista, sí señor –dijo Sergio—. Cualquiera que lea esto, viene a Bruselas corriendo, aunque solo sea para ver los escaparates de chocolate y darse un pequeño banquete.
(De mi novela El Códice de Clara Rosenberg. De Roncesvalles a Compostela).