El de la universidad española es un eterno debate, y lo seguirá siendo por muchos años, o para siempre, más probablemente, y no solo por las distintas visiones que de ella, y su misión o función principal se tenga, sino porque la universidad mueve mucho dinero y empleos, y es una plataforma inmejorable para ir y volver de lugares muy atractivos, como el de la política, o para dedicarse a otros asuntos más lucrativos, que el conocimiento y el pedigrí universitario facilita. Evidentemente las cosas no son iguales en el caso de las universidades de titularidad pública, que en el de las de titularidad privada.
Como se sabe, apenas hay una universidad española entre las 200 primeras del mundo en los mejores ránquines internacionales, y situada en la parte de debajo de la tabla; los índices de transferencia de conocimiento y tecnología a la sociedad son bastante deficitarios, como no se cansa de decir el presidente de la conferencia de los consejos sociales de las universidades españolas, Antonio Abril, y vivimos, a parte de en la autocomplacencia, a golpe de cambio legislativo con una intención mas efectista e ilusoria que otra cosa. Las reformas normativas no dan ningún paso real para mejorar la cosa universitario, y al contrario, las embarulla, pretendiendo dar una imagen de reforma, que no es más que una nueva engañifla.
Pretendían que nos creyéramos que con la sola aparición de la ley Orgánica 2/2023, de 22 de marzo, del Sistema Universitario – LOSU- , se iba a conseguir que la financiación publica del sistema universitario español llegará al 1% del PIB, cuando lleva años estancada en el 0,8%; ¿quién va a poner el dinero, si las universidades las financian las CCAA?. El dinero no sale del BOE; como han dicho algunos presidentes de CCAA: el estado invita a la fiesta, pero la pagan los gobiernos regionales. También se iba a conseguir la consolidación de plantillas y la reducción del enorme porcentaje de profesores asociados; y “dos huevos duros” que dirían los hermanos Marx. Todo esto referido a las universidades públicas claro está; a las privadas apenas se las menciona sino es para amordazarlas.
Pero la realidad es la realidad, y por de pronto, la ministra Diana Morant, sucesora de los inefables Castell y Subirats, ya está diciendo que hay que flexibilizar las aplicación de los objetivos temporales de la LOSU, y para ello ha creado una comisión; ¿cómo no?: una comisión.
Mientras tanto las universidades de titularidad privada españolas siguen creciendo; según el INE, en el curso 22-23, ya el 24% de los alumnos de nueva entrada en España optaron por una universidad privada, subiendo 2 puntos en relación con el curso anterior, y eso que las privadas tienen que competir con universidades cuyos precios alcanzaran como mucho un 10% del importe de los suyos. Y el sistema en lugar de reaccionar, intentando hace mejor y más competitiva a la universidad pública, parece que lo que quiere es detener el crecimiento de las privadas, y armas para eso ha dejado la LOSU.
No se atisba en la LOSU un mero esbozo serio de reforma en la gobernanza farragosa y endogámica de las universidades públicas, que, como muy bien dice Antonio Abril, en lugar de corresponder a la sociedad que las financia, se deja todo a los propios colectivos universitarios, que lógicamente ponen sus intereses por delante de los generales; hay muy escasa rendición de cuentas; y la financiación es a bulto, por número de estudiantes, dependiendo muy escasamente del cumplimiento de objetivos o contratos programas.
Todo esto lo consagra la nueva LOSU, en lugar de realizar reforma alguna, ni un paso adelante valiente en este campo, y además, introduce peligrosas instrumentos para limitar la competencia de un modo más que arbitrario, y contrario al derecho europeo. Se dota a la CCAA de la posibilidad de emitir un informe de viabilidad previo – además de la verificación de las agencias de calidad universitaria – a las nuevas titulaciones; informe que solo es entendible en las universidades públicas que se financian con fondos de las propias CCAA, pero no en las privadas, que se juegan su dinero, sin ayuda pública alguna. Además, se extiende la posibilidad de programar la oferta de todas las universidades de la región, y no solo de las públicas, como decía su ley predecesora, la Ley Orgánica de Universidades. Banderín al que ya se han enganchado algunas CCAA. Programar: ¿cómo antes de la caída del muro de Berlín? No hemos quejado mucho del ministro Óscar Puente, y su lamentable acoso a los operadores privados del sector ferroviario, pero a algunos reguladores universitarios también les luce el pelo.
Fernando Lostao Crespo es doctor en Derecho y profesor Universidad CEU San Pablo*