España se despliega como un territorio en guerra silenciosa. Las calles vacías crujen bajo pasos solitarios; el aire espeso huele a polvo, humo y promesas rotas. Tiendas cerradas vibran con cada ráfaga; ventanas rotas reflejan un cielo gris que presagia desolación. Jóvenes marchan como soldados que abandonan el frente, dejando barrios desiertos donde la vida sobrevive con esfuerzo entre escombros y sombras. Cada casa cerrada, cada calle silenciosa, cada rumor de injusticia atraviesa la memoria colectiva como metralla.
Bajo la superficie de La Moncloa, en un búnker húmedo y estrecho, mora Pedro el Atrincherado. Revisa informes, reorganiza documentos sobre la mesa y observa los monitores que iluminan mapas teñidos de rojo: hospitales colapsados, escuelas cerradas, contratos dudosos. Cada expediente proyecta sombras largas: Ábalos, Cerdán, Koldo… cada caso de corrupción estalla a distancia, recordándole que el mando se le escapa y que la superficie está fuera de su alcance. El zumbido constante de los ventiladores llena el aire, un recordatorio metálico de que todo está en tensión. Recorre los pasillos con sus ministros a la sombra; algunos por lealtad, otros por miedo. El aire está cargado de humedad y tensión, y cada paso suyo reverbera como aviso de un mando desconectado de la realidad.
Afuera, la ciudadanía improvisa su resistencia: vecinos organizan ayuda, jóvenes sostienen la esperanza, familias reconstruyen lo que queda de barrios fragmentados. Cada acción es un acto de supervivencia frente a un poder aislado bajo tierra.
En el Senado reaparece tras meses de ausencia. Saluda a filas exhaustas como un comandante inspeccionando un frente roto; cada mirada refleja cansancio y escepticismo. Pronuncia discursos sobre ética y control, defiende su gestión ante escándalos del gobierno y de su familia, y menciona la “banda del Peugeot” y contratos dudosos. Sus palabras llenan la cámara de un eco tenso y metálico. Aunque en su delirio todavía cree que España “va como un cohete”, sabe que el cohete nunca despegó y que el principio del fin lo rodea. Algunos aplauden, pero muchos otros lo observan, comprendiendo la devastación dejada a su paso.
Los corredores del búnker se estrechan; las luces parpadean, los ventiladores gimen como cañones distantes. Frente al gran mapa, Pedro detiene su andar. En un gesto teatral, se coloca las gafas y estira la camisa, un último acto de mando que ya no alcanza la superficie. Sus ministros lo miran, tensos y expectantes, mientras él contempla territorios marcados por corrupción y desconfianza. El aire vibra con la tensión de lo inevitable, un instante cargado de silencio y responsabilidad que pesa más que cualquier sonido de la ciudad.
Cuando las puertas del búnker se cierran con un crujido metálico, España respira bajo un cielo gris que lentamente parece querer aclararse. La ciudad se estremece con cada paso de los transeúntes que regresan a sus calles, con el humo de chimeneas que anuncia la vida que renace entre escombros. Algunos aún aplauden al Atrincherado, pero muchos otros se alejan del eco subterráneo, reconstruyendo con sus propias manos un país fragmentado y consciente de las traiciones. Las cicatrices de la batalla son visibles, y la ciudadanía, cautelosa y paciente, se mueve con determinación, como si intuyera que el principio del fin de aquel refugio aislado ya está en marcha y que, tarde o temprano, las consecuencias de su gestión política y el peso de la justicia llegarán hasta él, incluso en la soledad de su escondite.
