Pareciera que el sol no volverá a calentar más nuestro corazón. El invierno, largo y agarrado a las entrañas de la tierra helada, se resiste a soltar presa. Suele tenerse al otoño por el tiempo de la melancolía pero, como bien anotó en su verso Ángel González, es el invierno, “ese tiempo feo y gris, propicio al odio” el lugar de los abandonos.
Su mejor voz es el silencio. Es quién lo define y quién acompaña el lento caer de los copos de las nevadas. Pero también tiene sonidos el invierno y si hubiera que buscar una palabra que los compendie todos yo apuntaría: gemido.
Gime el aire, gimen los árboles, he oído gemir quedamente a la propia tierra, cuarteándose aterida, y el agua, la dulce agua de la vida, tiene otra diferente manera de transitar por ríos y arroyos y donde antes susurraba en su camino ahora parece resentirse de tristeza. Y en los lagos y lagunas esa tristeza se hace incluso lamento.
Porque si hay un sonido que nos penetra es el de las aves de las aguas en el crepúsculo de una marisma. Cuando elevan su voz es nuestro corazón el que parece reclamar al horizonte de nubes rojas que un mañana volvamos a tener la caricia de un nuevo sol, como de una mano amante, en la mejilla.