Ni las familias españolas ni los centros educativos, ya sean públicos, concertados o privados, están en condiciones de afrontar un reto cuyos resultados distan mucho de estar garantizados
El ministro de Educación ha lanzado el debate sobre la posibilidad de ampliar la enseñanza obligatoria hasta los dieciocho años.
Aunque puede servir como ejercicio académico para la discusión de los expertos, Ángel Gabilondo actúa ahora como máximo responsable del departamento y debería concretar cuanto antes el contenido de esta sorprendente iniciativa.
Hay demasiados problemas pendientes en el sistema educativo español, incluidos algunos tan graves como la calidad de la enseñanza, el fracaso escolar o la violencia en las aulas.
En este contexto, carece de sentido plantear una opción poco realista, que exige un consenso político y unos recursos humanos y financieros difíciles de alcanzar a día de hoy.
Es verdad que hay algunos ejemplos en los países de nuestro entorno, como es el caso de Portugal, pero en la mayoría de Europa el umbral de esta enseñanza obligatoria se sitúa en los dieciséis años.
La comunidad escolar ha reaccionado con escepticismo y también con rechazo ante la propuesta ministerial.
Ni las familias españolas ni los centros educativos, ya sean públicos, concertados o privados, están en condiciones de afrontar un reto cuyos resultados distan mucho de estar garantizados.
Incluso hay quien opina que se trata de una nueva ocurrencia del Ejecutivo para distraer la atención o -peor todavía- que la finalidad última es maquillar los datos del paro al retrasar la incorporación de los jóvenes al mercado laboral.
Ángel Gabilondo es un ministro prudente, con amplia experiencia en el sector que le corresponde gestionar y con una actitud dialogante que debería extenderse a otros compañeros de gabinete.
Sin embargo, esta vez ha puesto en circulación un debate improvisado y con escaso fundamento, que se aparta de los objetivos básicos que tendría que abordar el pacto de Estado.
No es necesario ni conveniente ampliar ahora la enseñanza obligatoria hasta la mayoría de edad porque hay muchas cuestiones previas que deberían estar resueltas antes de prolongar el periodo escolar de los adolescentes.
La calidad es más importante que la cantidad cuando se trata de la formación de los jóvenes.
Por desgracia, la escuela falla en la transmisión de conocimientos y también de los valores cívicos imprescindibles para una convivencia civilizada. Nada se arregla manteniendo a los jóvenes dos años más en las aulas.
Muy al contrario, la rutina y el alejamiento de las expectativas universitarias o laborales pueden producir un efecto opuesto al que se pretende.
Mientras tanto, las carencias básicas del sistema siguen ahí, incluyendo la heterogeneidad de los modelos autonómicos, lo cual exige pactos de diverso tipo que impliquen a todos los actores públicos y privados.
El ministro tiene que aclarar cuanto antes el alcance y objeto de su iniciativa, ya que en caso contrario procede archivar el asunto en el capítulo de los buenos propósitos carentes de contenido real.
Los experimentos, mejor con gaseosa, pues está claro que más años de estudio no aseguran mejor nivel ni mayor preparación para afrontar la Universidad o para acceder -los afortunados que lo consigan- a un puesto de trabajo.
De momento, será mejor continuar con las negociaciones preliminares sobre ese pacto de Estado, que «progresa adecuadamente», en palabras del propio ministro.