Algo digno de admiración

Augusto, Calígula y Nerón: los depravados emperadores que dieron al pueblo de Roma lo que les pidió

Roma era una República, pero el Imperio comenzó en el año 27 a.C

Augusto, Calígula y Nerón: los depravados emperadores que dieron al pueblo de Roma lo que les pidió
Augusto, Calígula y Nerón RS/PD

El Imperio Romano comenzó como una respuesta a los desafíos que enfrentaba la República y la necesidad de estabilidad y liderazgo fuerte.

Fue el año 27 a.C., cuando el líder militar romano Octavio Augusto se convirtió en el primer emperador de Roma.

Antes de esto, Roma había sido una República desde el 509 a.C., pero las tensiones políticas y sociales habían estado creciendo durante décadas.

Las guerras civiles, la corrupción y la lucha por el poder entre los líderes políticos habían debilitado la República y generado inestabilidad.

Octavio Augusto, quien había luchado en las guerras civiles y había derrotado a sus rivales, decidió poner fin a esta situación y establecer un régimen fuerte y estable.

Él reorganizó el gobierno y el ejército, fortaleció las fronteras y promovió la prosperidad económica y cultural en todo el imperio. Esto permitió que Roma se convirtiera en una potencia mundial, y su influencia se extendió desde Europa hasta África y Asia.

LA NECESIDAD

Los dominios de Roma se hicieron tan extensos que pronto fueron difícilmente gobernables por un Senado incapaz de moverse de la capital ni de tomar decisiones con rapidez.

Asimismo, un ejército creciente reveló la importancia que tenía poseer la autoridad sobre las tropas para obtener réditos políticos.

Así fue como surgieron personajes ambiciosos cuyo objetivo principal era el poder.

Este fue el caso de Julio César, quien no solo amplió los dominios de Roma conquistando la Galia, sino que desafió la autoridad del Senado romano.

El Imperio romano como sistema político surgió tras las guerras civiles que siguieron a la muerte de Julio César, en los momentos finales de la República romana.

Tras la guerra civil que lo enfrentó a Pompeyo y al Senado, César se había erigido en mandatario absoluto de Roma y se había hecho nombrar Dictator perpetuus (dictador vitalicio).

Tal osadía no agradó a los miembros más conservadores del Senado romano, que conspiraron contra él y lo asesinaron durante los Idus de marzo dentro del propio Senado, lo que suponía el restablecimiento de la República, cuyo retorno, sin embargo, sería efímero.

El precedente no pasó desapercibido para el joven hijo adoptivo de César, Octavio, quien se convirtió años más tarde en el primer emperador de Roma, tras derrotar en el campo de batalla, primero a los asesinos de César, y más tarde a su antiguo aliado, Marco Antonio, unido a la reina Cleopatra VII de Egipto en una ambiciosa alianza para conquistar Roma.

Casi 2.000 años después de su muerte, Cayo Julio César Augusto Germánico sigue siendo el arquetipo de un líder monstruoso. Calígula, como es más conocido, es uno de los pocos personajes de la historia antigua que es tan familiar para los pornógrafos como para los clásicos.

Los detalles escandalosos de su reinado siempre han provocado una gran fascinación.

«Pero basta del emperador; ahora al monstruo», escribió Gayo Suetonio Tranquillo, un archivista en el palacio imperial que en su tiempo libre se dedicaba a ser biógrafo de los Césares, y cuya historia de la vida de Calígula es la más antigua que poseemos.

Escrita casi un siglo después de la muerte del emperador, cataloga una serie bastante sensacional de depravaciones y crímenes.

¡Se acostó con sus hermanas! ¡Se disfrazó de diosa Venus! ¡Planeaba convertir a su caballo en el magistrado más alto de Roma

Sus acciones eran tan espantosas que parecían rayar en la locura. Suetonio ciertamente no tenía dudas: «(Calígula) estaba enfermo tanto del cuerpo como de la mente».

Pero si Calígula estaba enfermo, también lo estaba su ciudad

El poder sobre la vida y la muerte que ejercía un emperador habían sido abominables para la generación anterior.

Casi un siglo antes de que Calígula llegara al poder, su tatarabuelo había sido el primero de su dinastía en establecer una autocracia en Roma.

Los abusos de Cayo Julio César fueron tan espectaculares como los de cualquier otro en la historia de su ciudad: la anexión permanente de la Galia, como llamaron los romanos a lo que hoy es Francia, y las invasiones de Gran Bretaña y Alemania.

Pero todo lo hizo como ciudadano de una república en la cual la mayoría de las personas consideraban que la muerte era la única alternativa concebible a la libertad.

Cuando Julio César, pisoteando esta presunción, reclamó una primacía sobre sus conciudadanos, la primera reacción fue una guerra civil y, luego de que aplastó a sus enemigos internos, lo asesinaron.

Solo después de otros dos episodios violentos, el pueblo romano finalmente aceptó ser gobernado por un emperador.

Someterse al gobierno de un solo hombre redimió a la ciudad y el imperio de la autodestrucción, pero la cura en sí era un tipo de enfermedad.

Su nuevo maestro se llamaba a sí mismo Augusto: el «Divinamente favorecido».

El sobrino nieto de Julio César había vadeado sangre para hacerse del mando de Roma y su imperio, y, una vez que despachó a sus rivales, se había presentado fríamente como un príncipe de la paz.

Tan astuto como despiadado, tan paciente como decisivo, Augusto logró mantener su supremacía durante décadas y morir en su cama.

La clave de este logro fue su capacidad para gobernar de acuerdo -en lugar de en contra- de la tradición romana. Al fingir que no era un autócrata, autorizó a sus conciudadanos a pretender que aún eran libres.

A la muerte de Augusto en el año 14 d.C., se revelaron los poderes que había acumulado a lo largo de su larga y mendaz carrera, no como conveniencias temporales, sino como un paquete que pasaría a su heredero.

Su elección de sucesor fue un hombre criado desde la infancia en su propia casa, un aristócrata llamado Tiberio.

Las muchas cualidades del nuevo César, que iban desde un pedigrí aristocrático ejemplar hasta un historial como el mejor general de Roma, habían contado menos que su condición de hijo adoptivo de Augusto, y todos lo sabían.

Tiberio, quien toda su vida había estado aferrado a las virtudes de la república desaparecida, se convirtió en un monarca infeliz; pero Calígula, que sucedió a Tiberio después de un reinado de 23 años, no tenía ese tipo de preocupaciones.

Que hubiera llegado a gobernar el mundo romano por virtud no de su edad ni su experiencia, sino por ser el bisnieto de Augusto, no le molestó lo más mínimo.

«La naturaleza lo produjo, en mi opinión, para demostrar hasta dónde puede llegar el vicio ilimitado cuando se combina con un poder ilimitado».

Tal fue el obituario de Calígula por Séneca, un filósofo que lo conocía bien.

Sin embargo, esa opinión no calificaba sólo a Calígula, sino también a los pares de Séneca -que se habían agachado y revolcado ante el emperador cuando aún estaba vivo- y al pueblo romano en general.

La era misma era podrida: enferma, corrupta, degradada.

Eso es lo que muchos creían. Aunque no todos estaban de acuerdo.

El régimen establecido por Augusto nunca habría perdurado si no le hubiera ofrecido al pueblo romano lo que había llegado a desear desesperadamente después de décadas de guerra civil: la paz y el orden.

La gran aglomeración de provincias gobernadas desde Roma, que se extendían desde el Mar del Norte hasta el Sahara y desde el Atlántico hasta la Media Luna Fértil, (lo que hoy corresponde a Irak, Israel, territorios palestinos, Líbano, Egipto y Jordán) también cosechó los beneficios.

Tres siglos después, cuando el legado del hombre hombre más celebre nacido durante el reinado de Augusto -Jesús- era mucho más claro, un obispo llamado Eusebio vio en los logros de Roma la mano de Dios que guiaba.

«No fue solo una consecuencia de la acción humana», declaró, «que la mayor parte del mundo estuviera bajo el dominio romano en el preciso momento en que nació Jesús.

«Después de todo, si el mundo todavía estuviera en guerra y no se hubiera unido bajo una sola forma de gobierno, entonces ¿cuánto más difícil habría sido para los discípulos emprender sus viajes?»

Eusebio apreció, con la perspectiva proporcionada por la distancia, lo sorprendente que fue la hazaña de globalización llevada a cabo bajo Augusto y sus sucesores. Aunque los métodos usados para defenderla eran brutales, la inmensidad de las regiones pacificadas por las armas romanas no tenía precedentes.

«Aceptar un regalo», decía un antiguo dicho, «es vender tu libertad».

Roma mantuvo sus conquistas a cambio de una tarifa, pero la paz que otorgaba a cambio no era nada despreciable.

Ya fuera en los suburbios de la capital -que en pleno auge bajo los césares se convirtió en la ciudad más grande que el mundo hubiera visto-, o en los rincones más alejados de una imperio, la pax romana benefició a millones de personas.

Los provinciales bien podían estar agradecidos.

«Despejó el mar de piratas y lo llenó de barcos mercantes», escribió un judío entusiasmado en la metrópolis egipcia de Alejandría, alabando a Augusto. «Le dio libertad a todas las ciudades, ordenó lo que estaba en caos y civilizó a pueblos salvajes».

Himnos de alabanza similares podían ser, y eran, dirigidos a Tiberio y Calígula.

Las depravaciones por las cuales estos hombres más tarde se harían notorios rara vez tuvieron mucho impacto. En las provincias importaba poco quién gobernaba como emperador, siempre que el centro se mantuviera firme.

Con todo y eso, hasta en los confines más lejanos del imperio, el césar era una presencia constante, que inspiraba temor y admiración.

Él era el único que tenía el mando del monopolio de violencia de Roma: las legiones y el amenazador aparato del gobierno provincial garantizaban que se pagaran los impuestos, que los rebeldes fueran masacrados y los malhechores arrojados a bestias o clavados en cruces.

No es de extrañar que el rostro de César se hubiera convertido, para millones de sus súbditos, en el rostro de Roma.

Raro era el pueblo que no tenía ninguna imagen de él: una estatua, un retrato en un busto, un friso.

Hasta en el remanso más provincial, manejar dinero era familiarizarse con el perfil de César.

Antes de que Augusto tomara el poder, ningún ciudadano vivo había aparecido en una moneda romana, pero tan pronto como asumió el control del mundo romano, su rostro fue acuñado en todas partes, estampado en oro, plata y bronce.

No sorprende, entonces, que el personaje de un emperador, sus logros, sus relaciones y sus debilidades, fueran temas de fascinación obsesiva para sus súbditos.

«Tu destino es vivir como en un teatro donde tu audiencia es el mundo entero», se dice que le advirtió a Augusto su confidente Gayo Mecenas.

Lo dijera o no, el sentimiento era fiel a la teatralidad de su patrón. En su lecho de muerte -reporta Suetonio- Augusto le preguntó a sus amigos si había desempeñado un buen papel en la comedia de la vida; cuando le aseguraron que sí, exigió que lo aplaudiera cuando estuviera a punto de salir del escenario.

Un buen emperador no tenía más remedio que ser un buen actor, así como también todos los demás en el elenco del drama.

Ningún hogar en la historia había estado nunca tan directamente en el ojo público como los de los césares.

Las modas y los peinados de sus miembros más destacados, reproducidos con exquisito detalle por escultores de todo el imperio, marcaban las tendencias desde Siria hasta España. Sus logros eran celebrados con monumentos espectacularmente llamativos, y sus escándalos se repetían de puerto a puerto.

La propaganda y los chismes, que se retroalimentaban, le dieron a la dinastía de Augusto una celebridad que se extendió, por primera vez, por todo el continente.

Dos milenios más tarde, el tiempo apenas la ha atenuado.

Séneca, quien pasó muchos años observando la corte imperial, no se hacía ilusiones sobre la naturaleza del régimen establecido por Augusto.

Incluso la paz que había traído al mundo, declaró, finalmente había sido fundada sobre nada más noble que «el agotamiento de la crueldad».

El despotismo había estado implícito en el nuevo orden desde su inicio.

Sin embargo, Séneca adoraba lo que detestaba. El desprecio por el poder no le impidió deleitarse en él: la oscuridad de Roma estaba iluminada con oro.

Examinando a Augusto y sus herederos 2.000 años después, también podemos reconocer, en su mezcla de tiranía y logros, sadismo y glamur, lujuria y celebridad, una calidad de áurea que ninguna dinastía desde entonces ha logrado igualar.

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Autor

Manuel Trujillo

Periodista apasionado por todo lo que le rodea es, informativamente, un todoterreno

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