Me escondo en Dios... Abro mis ojos para Dios... Todo lo que llevo dentro, lo pongo en Dios
(Cipecar).- Y nos parece mentira. ¿Cómo es posible que un torrente de vida se esconda de repente? ¿Cómo es posible que sus ojos, escrutadores asombrados de la vida, se cierren? ¿Cómo es posible que tantos nombres, recogidos por los caminos, se pierdan en el silencio?
Son preguntas que nos hacemos nosotros. En verdad, él tenía claras las respuestas. «Me escondo en Dios… Abro mis ojos para Dios… Todo lo que llevo dentro, lo pongo en Dios», así nos diría. Porque lo dijo y lo repitió siempre que pudo: «Estoy en las manos de Dios… Estoy viviendo en la gratuidad total».
Como una fuente que quiere dar y dar a todos de su agua, le vimos siempre con pausa para saborear en la hondura los remansos de vida que le llegaban segundo a segundo y con prisa para dar todo lo que llevaba dentro al que llamaba a su puerta. Sus manos abiertas seguían recibiendo -¡qué gran apertura la suya para seguir emocionándose!- y seguían dando –¡qué gran capacidad la suya para comunicar!-.
¡Cómo le gustaba la vida! Nunca se le aguó la fiesta ni pudieron con él los pesimismos. Como si de un joven reportero se tratara, cada mañana salía en busca de toda noticia -¿cuántas?, ni se sabe-. Todo lo recibido (periódicos, cine, radio, televisión, calle, blog…) lo rumiaba en su interior, tenía buenas claves para hacerlo. Todo lo rumiado, lo estrenaba en la conversación, en el artículo escrito, en el libro nuevo que preparaba para la imprenta, en el diálogo fiel que tenía cada tarde con Cristo, su Amigo por excelencia.
Sí, Eduardo, tenía muchos amigos. Presumía de ellos. Recordaba con exactitud los momentos en que los pasaron de ser uno de tantos a convertirse en confidentes y cómplices de la hermosa aventura de la vida. Con ellos hablaba de las cosas y de Dios, con esa libertad osada que muy pocos poseen, sin miedo a perder, con alegría. Sacaba del arcón lo nuevo y lo viejo y tenía el arte de compartirlo junto a un vino, mejor si era de rioja.
Vencía la crisis que nos envuelve con la esperanza. Rompía la monotonía cansina y cómoda con la creatividad. No vendía su dignidad y su palabra por nada. Sabía encajar las críticas sin dejar de mirar hacia adelante, sin guardar sombras de rencor en los adentros. Conjugaba sus convicciones con la ternura. Sabía abrazar, besar. Se emocionaba. Dejaba que se asomara el Espíritu en su mística. Era de Dios y, por eso, de todos.
Tenía muchos años -qué pocos nos parecían a nosotros- y seguía soñando como quien empieza. Estaba envuelto en proyectos. Tenía prisa, eso sí, para llevarlos a cabo, sin esperar a mañana, porque el hoy lo tenía entre sus manos, el mañana no tanto. El ictus le llegó cuando estaba acariciando un nuevo libro donde quería pintar el sueño de otro que se nos fue pronto, el misionero Jesús Arroyo.
Las cuentas hondas de la vida las tenía hechas, en pacto secreto, enamorado, con la Madre y Reina del Carmelo. En el hospital, entre tantos artificios de la ciencia, entrelazados en su cuello, estaban el escapulario y la cruz, moviéndose al vaivén de su respiración, alentando un corazón que quería amar y ser amado. Quizás esto lo dice todo.
Eduardo, un hombre creyente, un sacerdote comunicador, un carmelita de hoy capaz de integrar la mística con la calle, un hermano y amigo. Reparte con nosotros, en tu eucaristía, lo mucho que el Señor te dio y que tú hiciste que se acrecentara con los años. Gracias. A Dios.
Eduardo formaba parte del equipo del CIPE. Muchas de sus palabras están, como granos de trigo, en el pan que, cada día, el CIPE pone en manos de quien busca alimento para andar los caminos viviendo el evangelio de Jesús. Los que seguimos en la brecha, le recordamos.
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