Pernocto en la Hostería del Mar de Peñíscola, en Castellón de la Plana. Y me siento abrumado por los muchos recuerdos que este hotel me depara.

En sus pasillos reverberan las voces de mi difunto padre y sus coetáneos, quienes a mediados de los sesenta acometieron la urbanización del Cerro del Mar de Peñíscola…

Nada queda de aquella entrañable Peñíscola lanzada a la fama hace medio siglo a raíz de la filmación en su playa de la película «El Cid». Pueblo de pescadores en un entorno repleto de naranjos, sucumbió al turismo de masas y hoy es una necrópolis turística de densidad calcutiana. Un auténtico adefesio urbanístico que refleja bien a las claras cómo el desaguisado ha presido la manera de desarrollar nuestro litoral.

Observo que pervive al pie de la fortaleza del Papa Luna el emblemático restaurante La Barra Alta, mientras que La Barra Baja ha pasado a mejor vida.

La Hostería del Mar, propiedad de la familia García Arenas, conserva el glamour de antaño, armaduras medievales incluidas. Desconozco si es un buen negocio pero sus amos lo han sabido mantener sin renunciar al estilo que lo hizo famosos (en el comedor, fotos de los ínclitos Manuel Fraga, Adolfo Suárez, Camilo José Cela y Severo Ochoa, toda una galería de personajes eximios y…difuntos)

Me abruma tanta muerte. El paso del tiempo. El recuerdo de mis abuelos tostándose al sol en esta misma playa y yo mismo, niño e ingenuo, chapoteando en sus aguas creyendo que se vive eternamente.

(Leo con resignación los fallecimientos de Horst Rietmüller, headhunter al que hace ya tiempo quería dedicar una reseña, y la periodista Margarita Rivière, quien cuando yo tenía 18 años tuvo la gentileza de atenderme en la redacción de las páginas dominicales de Diario de Barcelona. Me voy a dormir pero presiento ruidos de calaveras por los pasillos medievales de esta Hostería del Mar que abrió sus puertas en 1966: yo tenía 7 años).