*La vorágines de las voladoras, los microbuses destartalados que van arriba y bajo, por 25 pesos, la música a tope, los asientos desvencijados y el cobrador cazando clientes des de un precario estribo.
*Las vaguadas, esas tormentas que se forman y descomponen, preñadas de agua tan necesaria para un país tropical que paradójicamente ya ha conocido episodios de sequía y donde las aguas subterráneas fluyen contaminadas.
*La gesticulación de la gente: espasmódica,siempre criticando al gobierno, anegando la programación televisiva de debates reiterativos y renunciando siempre al bello axioma de que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
*los destartalados vehículos que llegan a transitar por Santo Domingo, auténtica chatarra móvil, especialmente taxis de aspecto agónico y chóferes inasequibles al desaliento que malviven, perviven y sobreviven.
*ese irremisible culto por la apariencia, dejarte ver, figurar, parecer-que, lucir carro, bolso o marca europea, ir junto-a y todo eso.
*la jerga dominicana, sus registros callejeros, su deje particular, su vocalización precaria, sus interjecciones superlativas, su grandilocuencia pero también sus silencios graves.
*el innoble control de pasaportes del aeropuerto internacional de Santo Domingo: mi última espera fue de dos horas. A mi lado, personas en sillas de ruedas, igualmente haciendo cola. Funcionarios parsimoniosos, como si la cosa no fuera con ellos. (¿Calidad turística? No es eso, no es eso).