Sobre el sentimiento caribeño de la vida hace tiempo que reflexiono, tomo algunas notas e incluso las difundo.
Coinciden en mi agenda de mi último lustro viajes a la fría Suecia con periplos caribeños por la tropical y caribeña isla de La Española, que así se llama el espacio que comparten la República Dominicana y Haití, este último territorio francófono.
Ambos destinos son dos polos extremadamente opuestos. Lo son en lo climatológico y en lo cultural (que lo uno lleva a lo otro, como hace años sostengo).
Cuando me paseo por Dominicana analizo un código cultural que es latino, con reminiscencias de la España de los años sesenta, que es la que yo conocí como niño: desarrollo irregular, hombres que lanzan piropos intempestivos a mujeres atractivas y diseños urbanísticos atropellados.
En cambio cuando me paseo por Suecia topo con la previsión germánica, el semblante austero y la presencia del frío por doquier.
De las muchas cosas que ofrece el tránsito por este planeta la identificación de las diferencias culturales es un tema de interés principalísimo. La cultura nos modela hasta tal punto que de ella se deriva cuanto hacemos y el concepto que sobre la felicidad forjamos.
Dado que el Caribe es tierra de “eterna primavera” forma parte del ADN cultural el relajamiento endémico, la suavidad en las formas y el quedarse ensimismado en cualquier esquina, en cualquier momento.
La felicidad o algo por el estilo es lo que se siente en los momentos calmos. Aquellos en que te percatas de que no sólo hay que celebrar los años sino también los meses, las semanas, los días, las horas, acaso los minutos.
(Hoy cumplo 61 años).