De pequeño entre mis pasatiempos favoritos se encontraba montarme despachitos. Despachos pequeños, en la mesa que tenía más a mano. Poner encima material de papelería y organizar la mesa como si fuera a atender a clientes invisibles que solícitamente requerían mis servicios.
Dejé en mis despachitos un sinnúmero de horas de sábados por la tarde, lo que tuvo ulteriores capítulos en la tienda de mis abuelos en la barcelonesa avenida de Mistral 71 (teléfono 224 36 24; aún llamo de vez en cuando aunque sé que es metafísicamente imposible que me contesten). Allí mi abuelo me cedía su pequeño despacho en un altillo desde el que vigilaba la tienda de lencería que regentaba con genio y figura mi abuela.
Mi abuelo aprovechaba las cajas del género (fajas, bragas, sostenes y medias) para dotarse de un pequeño archivo. Escribía a mano con trazos claros los títulos de cada cosa. Tenía un pequeño transistor marrón, herencia de su madre, con el que yo escuchaba principalmente Radio Barcelona y participaba en los concursos telefónicos en que se daba paso al primero que consiguiera línea. Emocionantes envites y gran cantidad de premios los que llegué a ganar (de poca monta, claro; era un pasatiempo como otro cualquiera).
El pequeño despacho de mi abuelo era pionero en materia de reciclaje. Las hojas de papel se utilizaban por los dos lados y los sobres de la correspondencia (numerosa, eran tiempos analógicos) eran convenientemente reutilizados. Se les asignaba un nombre y un contenido. Y vivían así segundas, terceras o cuartas vidas.
En el centro de la mesa, la Olivetti de mi abuelo, con la que me aficioné a escribir apenas tenia yo 8 años. Aún me oigo teclear tardes enteras, poniendo papel carbón para las copias y haciendo la pausa de las 7 para la ensaimada recién llegada del vecino Horno Mistral…

(En los despachitos atesora uno un sinfín de recuerdos, objetos preciados y la nostalgia por los tiempos irremisiblemente idos).