El otro día leí con regocijo un reportaje en ‘El País’ sobre la gira conjunta de dos gigantes de nuestra música, Serrat y Sabina. Y especialmente me alegré por el maestro de Úbeda. Se le veía radiante, espléndido, feliz. Los que le admiramos sentíamos un gran pesar al ver cómo llevaba ya un tiempo en el que además de sus problemas de salud, tenía una especie de fobia al escenario. Llegó a suspender muchos conciertos y en varias entrevistas se mostraba triste. Ahora, al fin, parece que todo fue una mala historia pasada que algún día nos enseñará en forma de canción.

Reitero aquí lo que ya he dicho en otras ocasiones. Para mí, el maestro Sabina es el más grande compositor que haya habido nunca en nuestro país. Nadie como él tiene la capacidad de transmitir lo que lleva dentro. Y su interior es un universo inagotable, surrealista, explosionante, sabiniano… Sus historias, reales e irreales a la vez, son reflejo del alma humana más canalla, más alucinante, más desgarrada.

Sabina canta a la tristeza, a la derrota, al desamor, a la existencia perra, a la perdición más absoluta… pero, al mismo tiempo, siempre canta a la vida. Alguien que ha sentido tanto como ha sentido él, por fuerza, ha de ser un enamorado de la vida. Me alegro mucho de que Don Joaquín sienta eso ahora mismo. Ojalá viva muchísimos años más y con su voz rota nos siga regalando letras que nos marquen, que nos toquen el alma, que nos ayuden a vivir en medio de un mundo tan loco, tan puto como a veces lo es éste…

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA