No es de ahora, cuando en mi camino de fe (que sé que es para toda una vida y con la meta siempre lejana) esté en pleno socavón, arrastrado en un desierto en el que las entrañas se me salen por la boca. Esto es de siempre. Cada vez que ocurre algo extraordinario y se achaca a Dios, más si se lo cataloga de milagro, no puedo evitar un extraño e innato sentimiento de rechazo.
Sí, Jesús recorrió una porción de la Tierra en su momento y no cesó de curar a los leprosos, devolver la vista a los ciegos y hasta hacer regresar a la vida a los muertos. Sí, eso hizo con muchos, cientos y miles, pero ni Dios hecho hombre curó a toda la humanidad en el tiempo en el que recorrió nuestros pueblos y ciudades. También es cierto que, al partir, nos encargó a todos los creyentes rogar con todas nuestras fuerzas para poder hacer eso mismo. Como poco, todos los santos lo son tras haberse comprobado que han intercedido en algún momento por alguno de los de aquí abajo.
Todo esto (quiero creer que) es cierto. Pero, con todo, ¿qué pasa con esa madre que ha dado a luz a su primer hijo y jamás lo verá crecer? ¿Qué ocurre con esa chica violada por un bárbaro o ese niño abusado por un depredador? ¿Qué sucede con las 56 personas asesinadas por el loco que ha puesto una bomba? ¿Qué consuelo hay para aquel al que la enfermedad corta en seco todo lo que soñó? ¿Para ellos nadie rogó un milagro? ¿Y, si se clamó con todas las fuerzas por él ante Dios, este no lo escuchó?
No blasfemo. Sé perfectamente que en nuestra condición están la muerte, la libertad y el mal. El camino de todos (de absolutamente todos) concluirá siempre en dolor, nuestro y ajeno. Pero, por eso mismo, no puedo dejar de preguntarme: ¿y por qué unos fueron señalados para que este fuera su último día, mientras que el resto seguimos adelante? ¿Acaso hemos acumulado más méritos los que vivimos y tenemos una vida gozosa por la que no dejar de dar gracias a cada instante? ¿No es arbitrario, injusto?
Prefiero pensar que todo está en nuestras manos y Dios (voluntariamente) no puede hacer nada por evitarnos el sufrimiento. Simplemente, abrazarnos cuando el hachazo se cierne sobre nosotros. Esa imagen de un Dios roto de dolor por todos los golpeados, crucificado cada día cientos de miles de veces en todos los rincones del mundo, me llega más que la de un Dios todopoderoso que elige a quién salva o no en cada instante.
MIGUEL ÁNGEL MALAVIA