El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

Eusebio significa, en griego, pío

EUSEBIO SIGNIFICA, EN GRIEGO, PÍO

Tengo para mí que nadie nace pesimista u optimista, sino que se hace. Son las circunstancias de la vida que a cada quien le tocan vivir las que le marcan el camino, le dejan cicatrices y lo hacen de una manera de ser y ver las cosas y los casos o de otra, positiva o negativa.

Verbigracia, por mis arterias y venas viaja el viejo pesimismo, el mismo que circulaba por los vasos sanguíneos de mi piadoso padre, Eusebio, al que en este valle de lágrimas le tocó hacer de todo, quiero decir, trabajar en un montón de oficios (hombre de muchos oficios, da muy pocos beneficios; hombre de muchos oficios, pobre seguro; recoge el refranero en su seno, entre otras paremias de similar jaez), tareas y sitios, a fin de ganar con el sudor de su frente (no con la de quien se hallaba enfrente) el salario que le permitiera salir y seguir adelante, primero, en soledad y, luego, en familia.

Recuerdo, tras hacer un puzle con las piezas de aquí y de allí que he logrado salvar de la quema de la pila/pira que había amontonado y prendido el olvido, pues servidor solía prestar atención a cuanto nos contaba, lo que cabría catalogar o identificar como su cielo, dentro de su currículo y/o experiencia laboral (amén de trabajar en todas y cada una de las labores del campo, fue músico, mecánico —en el libro de familia se leía que su profesión era la de mecanógrafo; durante la mili, que hizo en la base militar de Torrejón de Ardoz, en Aviación, por ejemplo, se hartó de hacer nóminas—, descargó camiones de tablones de madera, remolques de remolacha, vagones de carbón, hizo suelas de alpargatas y las cosió, y hasta tuvo tiempo de ejercer durante muchos años de encargado de sección en una importante empresa de productos derivados del cemento), a la temporada (no llegó al año) que estuvo prestando sus servicios en un taller, mientras vivía en Bilbao. En aquel lugar, un edén para él, entre otros menesteres, cambió el aceite y las ruedas a un vehículo que pertenecía a un representante diplomático (cónsul ¿de dónde?), que era muy generoso. Más de una vez le escuché aseverar que ganaba más dinero en propinas que su hermano, mi tío Félix, sueldo en la fábrica donde trabajaba.

Rememoro, asimismo, el día en el que ambos bajamos de Cornago (pueblo donde nació y vivió su infancia y juventud mi padre) a Cabretón (pueblo donde lo propio hizo mi madre) juntos. Nuestro propósito (era un domingo de estío, si no marro; ergo no había autobús), en principio, era hacer el viaje en el coche de San Fernando, o sea, un rato a pie y otro andando. Bueno, pues, a la altura del camposanto cornagués, como vi que venía en la misma dirección que llevábamos un automóvil, sin llegar a cambiar de arcén, pues nosotros íbamos, lógicamente, por la izquierda, hice el gesto con el pulgar de mi mano siniestra, indicando hacia delante, señal internacional de quien desea viajar haciendo autostop y, amablemente, el conductor detuvo su coche y nos preguntó. Le dijimos dónde íbamos y nos contestó que nos podía llevar hasta el puente sobre el río Linares, ya que él tenía que tomar otra dirección, pues otro era su destino. Nada más pasar la construcción de ingeniería susodicha, atisbé y/o avisté otro vehículo y repetí el gesto, dando el apetecido, propicio e idéntico resultado. Así que, como por arte de birlibirloque, en un santiamén, nos vimos en Cabretón. Nos dejó a la entrada del pueblo, en el cruce, pues el afable conductor del mismo se dirigía a Madrid, capital. Mientras nos acercábamos a la casa de sus suegros, mis abuelos maternos Leocadio y María Cruz, mi padre me iba dando las gracias, pues, según su criterio, evidentemente, el causante de que él hubiera tenido aquel día tanta suerte era yo; me la achacaba a mí exclusivamente, porque él era un cenizo. Puede que llegara a dicha conclusión por el cúmulo de hechos negativos que le habían tocado sufrir (enterrar a su hijo primogénito, mi hermano y mecenas José Javier, era según me confesó ese día u otro, el peor de todos ellos, pues lo lógico y normal es que un hijo entierre a un padre y no al revés, como, por desgracia, le acaeció a él).

Aunque yo entonces no era un crío, sino estudiante universitario, no se me encendió la bombilla del caletre en ese momento y no le argumenté lo que ahora estoy en disposición de razonar y, en el supuesto de que se halle en otra dimensión y pueda llegarle este mensaje por el medio que sea e ignoro, me gustaría objetarlo y persuadirlo de su error de esta guisa: si todo efecto tiene su causa, el causante de aquel día de inaudita suerte no cabía hallarlo en mi persona, servidor, sino en el tándem formado por él y el azar, la causalidad. Él no era un cenizo; nunca fue un gafe; fue un padre estupendo (acaso el mejor del mundo), un ejemplo a remedar y seguir como progenitor: trabajador, austero, generoso (dormía en la misma cama con quien considero prototipo incontrovertible de mujer dadivosa, mi madre, Iluminada), amable, ecuánime, sensato, cuidadoso, etc. Mi padre hizo honor a su gracia de pila: Eusebio, en griego clásico, significa piadoso, pío, como así se llama, por cierto, uno de mis mejores amigos, Pío Fraguas, que conoció a mi padre y, si le preguntan por mi progenitor, me apuesto doble contra sencillo a que asevera lo mismo que ahora dejo apuntado a continuación aquí, que no he usado (y, por ende, menos abusado) en todo el presente texto sobre él la figura literaria de la exageración o hipérbole.

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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