El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

De «Intemperie», belleza que da grima

DE “INTEMPERIE”, BELLEZA QUE DA GRIMA

(O, A LA INVERSA, ALIPORI ENTRE BELDADES/VERDADES)

Está claro, cristalino, que de nada sirve que haya sobre la faz del planeta Tierra una sola persona que sea un hondo y colmado pozo de razones y lo desee enseñar, si no halla a otra que muestre alguna disposición de ánimo o interés en quererlo aprender (y hasta cabe la posibilidad de que, si los egos y papeles intercambiables de docente y discente están bien amarrados, el proceso interactivo de enseñanza/aprendizaje se desarrolle normalmente y enriquezca a ambos). Como jamás hubo en este mundo inmundo nadie que naciera enseñado, sabiendo, habrá que dar el inexcusable paso previo y propedéutico de atreverse a saber (sapere aude) para lograr hacerlo, para culminarlo, de manera satisfactoria. Ahora bien, saber requiere cumplir antes, a rajatabla, las tres condiciones imprescindibles o necesarias del DES, acrónimo de dedicación, esfuerzo y sacrificio, porque lo de la ciencia infusa es un bello bulo, un tierno timo, como el de la estampita, una tomadura o “tomablanda” de pelo.

George Orwell, seudónimo literario de Eric Arthur Blair, escribió en “1984” que “cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño”. El contenido o significado que encierran las entrecomilladas palabras precedentes, está, sin controversia, en vigor, pero, asimismo, cabe comprobar, de manera fehaciente, e identificar la aceptabilidad o validez de su contrario u opuesto. Eso es, al menos, lo que puedo aseverar, tras leer la novela de Jesús Carrasco, “Intemperie” (2013).

Ignoro si Carrasco fue otrora lector habitual de los poemas de John Keats, pero hoy, aquí y ahora, cato (gusto, huelo y veo), de modo notorio, que el lema del malogrado vate británico (“La belleza es la verdad, y la verdad belleza: / eso es todo lo que necesitas saber en la Tierra”, los dos últimos versos de su “Oda a una urna griega”) es el que tuvo en consideración, cuenta y presente, y mostró o reveló Jesús, mientras redactaba su obra. Eso es lo que barrunto, intuyo o sospecho. Me apostaría doble contra sencillo a que doy de lleno en el blanco o centro de la diana y, por ende, no marro.

Todo creador de estilo, todo artista verdadero, se ha visto a sí mismo, mientras elaboraba su artefacto literario, como el pañuelo oscilante, que hace las veces del tronco del atleta, atado a la cuerda/soga del juego vasco de deporte rural del “sokatira”, yendo de aquí para allá, según el ímpetu de los miembros de un equipo o de los del otro. ¿Quién no le ha dado alguna vez la razón a Eugenio D´Ors, sobre todo, cuando sentenció el adagio que cabe leer en la fachada norte del Casón del Buen Retiro de Madrid: “todo lo que no es tradición es plagio”? ¿Qué ha hecho o hizo Carrasco en “Intemperie”? Además de un esmerado ejercicio de estilo, contar una verdad, una evasión con lenguaje crudo, duro, rudo. Si a Camilo José Cela, por “La familia de Pascual Duarte” (1942) se le calificó de tremendista, qué adjetivo cabe usar, le conviene y cuadra a Carrasco, ¿ultratremendista?

Desconozco si Carrasco leyó “Ismos” (1931), de Ramón Gómez de la Serna, en concreto, estas palabras, que leí, subrayé y me aprendí de memoria la primera vez que pasé mis ojos por ellas: “Lo nuevo, en su pureza inicial, en su sorpresa de rasgadura del cielo y del tiempo, es para mí la esencia de la vida (…) Lo viejo ha podido quedar, pero no se debe hacer nada con hilo viejo. Contra eso es contra lo que reaccionamos (…) La invención debe ser incesante. Se adeudará a los demás esa invención que no se realizó. Perder tiempo es perder invención. Es un robo que se hace a los que necesitan moverse en tiempos cada vez más amplios. Repetir un concepto, una manera, una composición de arte es redundar en la redundancia que acorta la vida, que suprime la diversidad de espectáculos que es su única eternidad. El vicio de empequeñecimiento lo da el no entregarse de lleno a la renovación, a labrar cada año con caracteres de siglo”.

A pesar de la clara contradicción o paradoja que acarrea iterar algunas de las palabras entrecomilladas, estas parecen haberle servido de mucho a Carrasco. Al menos, de leitmotiv. Otro tanto me pasa con unas líneas del ensayo “La deshumanización del arte” (1925), de José Ortega y Gasset, estas: “El arte nuevo es un hecho universal. Desde hace veinte años, los jóvenes más alertas de dos generaciones sucesivas —en París, en Berlín, en Londres, Nueva York, Roma, Madrid— se han encontrado sorprendidos por el hecho ineluctable de que el arte tradicional no les interesaba; más aún, les repugnaba. Con estos jóvenes cabe hacer una de estas dos cosas: o fusilarlos o esforzarse en comprenderlos. Yo he optado resueltamente por esta segunda operación. Y pronto he advertido que germina en ellos un nuevo sentido del arte, perfectamente claro, coherente y racional. Lejos de ser un capricho, significa su sentir el resultado inevitable y fecundo de toda la evolución artística anterior. Lo caprichoso, lo arbitrario y, en consecuencia, estéril es resistirse a este nuevo estilo y obstinarse en la reclusión dentro de formas ya arcaicas, exhaustas y periclitadas”.

Carrasco pronto le brinda al lector información precisa y pertinente sobre el asunto de su libro. No le oculta de qué va (a ir). ¿Del último libro canónico del Nuevo Testamento? Sí, del Apocalipsis, de Juan. En la página 22 podemos leer: “El ruido de aquel motor era para él la trompeta del primer ángel. La que mezcló fuego y sangre y los arrojó sobre la Tierra hasta quemar toda la hierba verde”. ¡Cuánto dice aquí Carrasco del delito que calla! Pero el niño evadido encontró en mar abierto, tras el naufragio, la tabla de salvación en el viejo cabrero, su maestro y su amigo. En la página 29 leemos: “Aún no sabía nada de lealtades ni del tiempo que pasa entre los seres y los cose con pespuntes cada vez más apretados”. ¡Qué manera más original y sutil de hablar de la estrecha relación de amistad entre un viejo y un niño innominados! Ante el abuso padecido, ante la injusticia u oprobio sufrido, un niño toma conciencia de la indignidad que un adulto, un perverso sin escrúpulos, le había infligido y, así, en la página 51 leemos que: “brotó en él la idea de la fuga como una ilusión necesaria para poder soportar el infierno de silencio en el que vivía”, pues a nadie le había contado aún su penosa y dantesca afrenta.

¿Cuándo una persona, víctima de un atropello reiterado, un desmán repetido, toma conciencia de que otra, su verdugo impune, contumaz, ha traspasado esa delgada, fina e invisible línea roja, que separa lo humano de lo animal, lo lícito de lo ilegal, lo ético de lo inmoral, al haberse sentido maltratado y sojuzgado por la segunda, dañando para siempre su dignidad? Unas lo hacen antes y otras después o nunca. Unas lo hacen siendo niños, sí, si fue en la infancia cuando sus cuerpos fueron ultrajados, otras, tragando carros y carretas, no lo harán jamás.

Jesús Carrasco, en “Intemperie”, narra la toma de conciencia de un niño. No creo que este alevín, en el caso de que fuera real y no ficticio, tras asistir a tanta violencia, bordara, como hizo la escultora Louise Bourgeois (artífice de las arañas gigantes, sí) sobre un pañuelo, esta frase (¿irónica?): “He estado en el infierno y he vuelto. Y permítanme decirles que fue maravilloso”. Pero sí lo hace este menda, avezado y empedernido lector, quien firma abajo los renglones torcidos que contiene esta crítica elogiosa de “Intemperie”. A fin de escapar de su íntimo y personal infierno, un crío comprobará cómo este suele contagiar cuanto toca, sus contornos o aledaños, haciendo más extenso e intenso el llámese como se llame, averno, erebo, orco…, un infierno inhóspito a la intemperie.

Había previsto terminar este texto transcribiendo las líneas con las que concluye Jesús Carrasco su novela, pero no se las quiero hurtar a quien (ella o él) no ha pasado sus ojos todavía por ellas, ni al relector, si hace mucho tiempo que los pasó y posó sobre las tales.

Nota bene

Olvidábaseme decir que he advertido un yerro grosero, clamoroso, en la página 144: “Al final, se haya (sic; enmiéndese por el correcto “halla”) tumbado con el pecho contra un suelo de tablas que rezuman humedad y bichos”.

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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