DETESTO QUE LA BRUJA TACONEE,
PUES LOGRA SU OBJETIVO, QUE ME ENFADE
Está claro, cristalino, que, salvo que a la bruja (uso el vocablo teniendo en cuenta la acepción octava que nos brinda, gratis et amore, el Diccionario de la lengua española, que la define, coloquialmente, así: “mujer malvada”, o sea, “víbora, bicho, arpía, pécora”) de arriba le dé por taconear (barrunto que, cuando se pone el disfraz de perversa, se calza los zapatos apropiados, especiales, para hacer más ruido y, por ende, molestarme más), mi mente no descansa, no deja de pensar, es decir, no permite que mis neuronas tomen vacaciones y (se) desconecten, ni aun estando servidor durmiendo. ¿Que por qué lo asevero así de rotundamente, sin dejar ni siquiera un pequeño resquicio por el que pueda colarse de rondón la duda más flaca? Porque acabo de recordar la anécdota que había pensado aducir a la persona con la que, hace dos semanas cortas, había estado dialogando durante una hora larga, pero, como, tras decirme que se iba al servicio, había decidido (su/s razón/es tendría) no regresar a la sede del debate y, por tanto, no reanudar la conversación, no se la pude referir, y se quedó en el limbo, al que suelo denominar otras veces tintero.
Había pensado ponerle un ejemplo de ironía unamuniana, rememorando lo que se puede leer en su novela “Abel Sánchez” (1917), donde se cuenta qué pregunta suele venirle a la mui o sinhueso y formular un tal Federico Cuadrado, cada vez que escucha una alabanza: “¿Contra quién va ese elogio?”. Y no le falta razón a Cuadrado, pues, cuando se pondera o encomia a alguien por el motivo que sea, puede que, sin querer o queriendo, sin pretenderlo o con ese voluntario propósito, se achique, empequeñezca o ningunee a quien/es no se le/s ensalza.
A mí no me gusta aborrecer (no obtengo una migaja de placer, no gozo un ápice, con ello) a nadie, pero lo cierto y verdad es que la realidad, velis nolis, siempre se impone, y confieso sin ambages que lo hago. A todo quisque hay casos y cosas que le agradan y otros/as que le molestan y, si se enquistan, le llegan a indignar. A mí, por ejemplo, que necesito la soledad y el silencio, ingredientes fundamentales, imprescindibles, para poder concentrarme y escribir, me enoja sobremanera que me enfurezcan o irriten. Desde hace un rato, a ese menester es a lo que se dedicaba alguno de los moradores del piso de arriba. Bueno, pues, como a toda acción tiende a seguirle su reacción, en estos concretos momentos está sonando en mi cuarto de estar o salón música clásica a un volumen alto (no solo ellos tienen la capacidad de generar ruido, aunque el mío, al ser música y, además, clásica, incomode menos), que es mi habitual respuesta a su asiduo estímulo, taconear, ergo, hacer fastidio, incordio, a sabiendas de que se molesta, pues, hace un rato, insisto e itero, a una fémina (eso intuyo; no sé si es una niña o una adulta) le ha dado por darle al suelo con los tacones de sus zapatos, actividad que, junto con reírse a carcajada tendida, a mandíbula batiente, es una de sus aficiones favoritas, preferidas. ¿Que por qué lo sé? Porque los cimientos y tabiques de nuestro edificio parecen de papel. Ahora, cuando trenzo estos renglones torcidos, son las seis menos cuarto de la tarde, pero la mayor de edad me despertó, mediante dicha práctica, a la una y media de la madrugada del sábado, sí, del pretérito y último finde, sin tener que retrotraerme o ir más lejos.
Para probar que cuanto cuento aquí (y, asimismo, narraré en la próxima junta de vecinos) es la verdad pura y dura, tengo dos testigos, residentes en la tercera planta, a quienes llamé para que asistieran a varios episodios de taconeo y oyeran cuanto tengo que escuchar muchos días y ratifiquen en la próxima reunión que se convoque cuanto tengo previsto relatar entonces, cuanto he tenido que soportar estoicamente, sin llamar a la Policía Local; pero, como todo tiene un límite y no estoy dispuesto a aguantar más carros ni carretas, la próxima vez que suceda el desafuero o desmán, si el hecho acaece entre las once de la noche y las ocho de la mañana, les llamaré para que pongan remedio al problema generado por ellos y las aguas vuelvan a su normal cauce cívico.
Está claro, cristalino, que ninguno de los moradores del piso superior inmediato al mío ha leído a Ulpiano: “Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere”, latinajo que cabe traducir así: “Estos son los principios del derecho: vivir honestamente, no molestar al otro y dar a cada uno lo suyo”.
Es evidente e irrefutable que aquí soy severo con ellos, pero en la próxima junta de vecinos (sea ordinaria o extraordinaria) lo seré aún más y les daré lo merecido, lo suyo. Lo he hablado varias veces con el presidente de la comunidad y con otros convecinos en otras juntas. Hay personas que no reúnen las mínimas condiciones ciudadanas para convivir en sociedad, y menos en un edificio con otras, verbigracia, los que moran arriba, encima de mí. Se creen con derecho a hacer y deshacer a su antojo. Desconocen las ordenanzas municipales y que su libertad de actuación comienza donde termina la libertad de los demás, con iguales obligaciones que ellos, pero no menos derechos.
Reconozco que aquí y ahora estoy cabreado, porque me han vuelto a exasperar y eso me afecta a mi estado de ánimo y a mi salud (tanto a la física como a la mental).
Concluyo de esta guisa la urdidura. Detesto que la bruja taconee, pues logra su objetivo, que me enfade.
Ángel Sáez García