APRENDÍ LA LECCIÓN, SANTO TOMÁS
“La primera vez que me engañes será culpa tuya; la segunda, la culpa será mía”.
Proverbio árabe.
Ahora mismo no sé, a ciencia cierta, exacta, quién adujo el contenido del aserto (puede que lo profiriera mi guía y mentor, fray Ejemplo, dentro de alguno de los episodios o viñetas que mi inconsciente se encarga de repentizar en un santiamén, mientras ocurren los fecundos sueños que tengo durante el breve, por lo general, rato que suelen durar mis siestas, pero acaso esa verdad incontrovertible haya devenido en una paremia o refrán) que me dispongo a anotar a continuación, que confiar en la gente está bien, pero controlar y supervisar si existe una clara y evidente coherencia, o sea, cabal acomodo o ajuste entre lo que se dice y pacta oralmente, de palabra (porque, in illo tempore, dar esta era como estampar en un documento público la firma, pero hoy parece que ha quedado en agua de borrajas o cerrajas, en nada), y lo que se hace es crucial, fundamental; poco más o menos, el “por sus frutos los conoceréis”, advertencia del Evangelio de Mateo, o el “por sus frutos se conoce el árbol”, consejo que cabe leer en el Evangelio de Lucas.
Considero que no le faltaba razón y, por tanto, le sobraba, a quien arguyó dicha fetén. Y, como ese era el comportamiento habitual de mi mentado maestro, procederé a poner un ejemplo que sea clarificador y pertinente, como acostumbrada a hacer él.
El pasado sábado 19 de octubre de 2024, la vecina del piso de arriba pulsó mi timbre por una razón interesada (para ella), quería hablar conmigo. Tras abrir la puerta y comentarme su finalidad, le dije que le diera a su mui o sinhueso, que la escuchaba. Afirmó, con cara de buena, de no haber roto un plato en su vida, que ese día celebraba su sexagésimo cumpleaños y, con dicho motivo, había invitado a cenar a sus compañeras de trabajo. Me rogó que no llamara a la Policía Local, que es mi actitud o proceder normal cuando alguien incumple las ordenanzas municipales referidas a la ausencia de ruidos durante las horas de descanso, esto es, cuando el ruido que organizan ocurre a deshora y este se me hace insoportable de aguantar). Le aduje que tenía que dormir para poder realizar mi tarea de escritor con competencia, control y regularidad, pero, aun constándome la historia, haciendo un ímprobo esfuerzo por entender la especial circunstancia, pactamos (lo escuchó, porque estaba presente, la vecina del 3º C, que en ese momento sacaba una bolsa al rellano) que treinta minutos después de la medianoche cesarían los ruidos y se irían a la discoteca (así me aseguró ella que lo haría; pero comprobé, de nuevo, que del dicho al hecho hay un luengo trecho), y que, durante la fiesta, no armarían bulla. No dejaron de armarla, de taconear (zapatear lo llamo yo) hasta la primera vez que subí y timbré, y le hice saber que el alboroto que estaban originando era de los de aúpa. Me dijo que se iban a quitar los zapatos, pero alguna de las asistentes al convite no la secundó en el parecer. Y le recordé que quedaba media hora para cumplirse el plazo concedido. Pasados diez minutos de la hora acordada, a la una menos veinte, volví a subir y timbrar. Le comuniqué que yo quedaba liberado del compromiso adquirido con ella, que se atuviera a las consecuencias. Una hora después seguía el sarao. La vecina me había aseverado por la tarde que, a las doce y media, se irían a la discoteca, pero, al parecer, por ser más barato, decidieron ahorrarse de mancomún la entrada de la disco y continuar allí, en el piso inmediatamente superior al mío, con el bullicio y el jolgorio.
Por el gesto que había tenido (la primera vez, bienvenida fue) de haberme avisado con antelación de su propósito, me había avenido al pacto y a escribirle un soneto por dicho motivo. Así que, tras mantener el breve diálogo vespertino con ella, lo compuse en un pispás. Pero no se lo entregué, ni se lo declamé ni recité, porque barrunté que no cumpliría los términos del acuerdo, como así acaeció; y es que la experiencia es un grado, es decir, que los antecedentes cuentan, y mucho, como apoya y corrobora ese refrán español que dice que la cabra siempre tira al monte. Lo adjunto abajo, en la nota bene, para que conste en acta que no todos mentimos, aunque yo lo haga mucho en mis textos literarios (en este caso, al tratarse de una crónica fiel a lo ocurrido, fidedigna, no, por supuesto).
A la una y media (una hora después de lo pactado) llamé al 092, teléfono de la Policía Local, le expliqué lo ocurrido al agente que me atendió y este se encargó de mandar a dos compañeros suyos a nuestro edificio para que pusieran fin al desaguisado, como así hicieron. Reconozco que tuve una parte alícuota de culpa en el mismo, por haber creído a quien, por sus precedentes, carecía de todo crédito.
Qué razón tenía quien adujo algo parecido al adagio o apotegma que cabe leer en la cita o el epígrafe que encabeza estas líneas: La primera vez que me mentiste la culpa la tuviste tú; de las restantes que me intentes colar, en el supuesto de que las haya, el único responsable seré yo, por volverme a tragar tus embelecos.
Aprendí la lección: Una y no más, santo Tomás.
Nota bene
Como lo prometido es deuda, esta queda satisfecha y yo libre de compromiso, ya que, a continuación, se pueden leer los catorce versos endecasílabos que pergeñé, en un abrir y cerrar de ojos, el pasado sábado 19 de los corrientes.
FELICIDAD, VECINA, TE DESEO
Con unas compañeras de trabajo
Su cumple sexagésimo celebra
Quien está de buen ver y ahora enhebra
Respeto merecido al que está abajo.
Siempre que el tono usado sea bajo,
Es decir, que se pueda pegar la hebra,
Y sepan que un mulo rayado es cebra,
No harán que se moleste el del colgajo.
Ariadna se portó bien con Teseo,
Pero este, ingrato, no estuvo a la altura;
Así que en él columbro yo a un demonio.
Llamo amor al recíproco deseo.
Denomino al amor mutuo locura.
La locura al cuadrado es matrimonio.
Ángel Sáez García