Palpito Digital

José Muñoz Clares

¿Debí hacerlo o no?

El 16 de mayo pasado uno de mis hermanos, historiador del Arte, impartió una conferencia sobre pintura murciana del Siglo XVI a la que, lógicamente y con gran interés, asistí. De regreso, ya de noche, inexplicablemente me salté la salida Mula-Caravaca de la autovía del Noroeste y para cuando me di cuenta había hecho unos 10 kilómetros inútiles. Sin ganas de regresar acerté a ver una indicación a Barqueros (Murcia) y sabía que desde allí tenía otra salida a Fuente Librilla y luego a Pliego, así que la tomé.

Se trataba de una carretera poco menos que subcomarcal en la que, según recuerdo, apenas me crucé con otros dos o tres vehículos. Conducía muy despacio por temor a un mal encuentro con jabalíes y en una pequeña recta vi algo extraño, dos destellos en el lado izquierdo de la calzada que parecían unos ojos de animal reflejando la luz de mis faros, aunque todo era muy extraño porque estaban pegados al piso y apenas se levantaban a un ritmo que enseguida entendí al acercarme: era un zorro al que alguien había atropellado, aplastado en el firme y dejado tetrapléjico, de modo que sólo su cabeza seguía siendo tal y ya sólo era capaz de mover el cuello. Pasé a su lado con mucha precaución, dubitativo y pensé dar marcha atrás y pasarle por encima para poner fin a esa espantosa agonía pero no fui capaz. Simplemente pasé de largo en la seguridad de que el animal moriría en unos minutos sin que yo me implicara en su muerte.

Pasados hoy exactamente dos meses de aquel episodio, todavía me atormenta la idea de que lo piadoso hubiera sido seguir el primer impulso compasivo y letal, una duda que todos, antes o después, vivimos en relación con animales y, horror, también con humanos, y hemos de resolver, fundamentalmente el personal médico: ¿Reanimo a esta persona, de más de noventa y con suficientes enfermedades y agotamiento biológico como para que la muerte se encargue de ella en días o semanas? ¿O la sedo en un proceso de apenas unas horas a base de morfina y acabamos esa lucha agónica? (Disculpen esta última la tautología).

Hace años, aún lo recuerdo, en la carretera Murcia-El Palmar, lugar de procedencia del gran Carlos Alzaraz, iba a la cárcel de Sangonera a ver a uno de los desgraciados que hube de defender y sobre el asfalto vi un gato tan aplastado como el zorro pero peor, porque sólo movía el rabo con el que golpeaba el asfalto. Todos los conductores delante de mí evitaron cuidadosamente pisarlo y acabar con aquel espanto. Yo hice lo mismo. En todos nosotros pudo el horror que nos produce matar pero ¿Era más misericordiosa la elusión que aplastarlo definitivamente y acabar con aquel sufrimiento? Todos eludimos la que era, sin duda, la opción moralmente correcta. Eso ocurrió poco antes de 1998 y aún me acuerdo, como recuerdo que mi padre salió un día de su estudio y cerró cuidadosamente para ir de vacaciones a Águilas. No sabía que un gato callejero se había escondido esperando que escampara y a la vuelta, pasado un mes y pico, encontró mi padre al gato momificado por la de sed. La imagen de aquel gato lo atormentaba con sueños en que el gato le decía «Manolo, ábreme, deja que escape». Tardó en olvidar el episodio.

Pero volvamos al zorro. Los pocos vehículos que pasaran esa noche por el lado izquierdo según la dirección que yo llevaba evitarían cuidadosamente, y no sin cierta angustia, lo mismo que yo evité, por más que para hacer yo lo que ellos evitaron tenía que regresar unos metros, pasarme a la izquierda y hacerlo a posta. El zorro, pensé, acabará muriendo por sus propias heridas ya infligidas por otro, sin maldad alguna; la naturaleza seguirá su curso. El caso es que, contra mis propósitos iniciales, me acabé acostando a las tres de la mañana debatiéndome entre volver y rematar al animal o seguir enzarzado conmigo mismo en una duda ética inusual: rematar a aquel zorro era la conducta correcta pero no fui capaz de llevarla a cabo. Y a dos meses del episodio sigo pensando en aquella horrible visión que me asalta frecuentemente sin que yo la invoque.

A ustedes apelo, estimados lectores: ¿Qué hubieran hecho en tal caso? Puede que yo me haya hecho suficientemente mayor como para que matar lo que no sean moscas o bichos menores a base de insecticidas me espeluzne, pero debí hacerlo, y así volvemos al principio. Alguna vez se me olvidará pero mientras eso ocurre la desazón es recurrente. Y todo por haberme saltado una desviación que llevo tomando usualmente desde 1994. Los caminos de los dioses son, en verdad, inescrutables: nos llevan y nos traen como esas hojas que mueve el viento en American Beauty.

En fin, los dejo con el dilema…

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José Muñoz Clares

Colaborador asiduo en la prensa de forma ininterrumpida desde la revista universitaria Campus, Diario 16 Murcia, La Opinión (Murcia), La Verdad (Murcia) y por último La Razón (Murcia) hasta que se cerró la edición, lo que acredita más de veinte años de publicaciones sostenidas en la prensa.

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