Palpito Digital

José Muñoz Clares

Verano (II).- Maldita playa

A quien me pregunta por qué no voy a la playa, ni siquiera cuando contaba con una casa familiar en Águilas, les suelo decir que es porque no me gusta enseñar las piernas. La realidad es mucho peor: no soporto la playa, lugar infecto lleno de niños con pelota, jugadores de palas, arena y mucha gente virtuosa que se empeña en darte crema protectora de forma compulsiva, con lo que acaba uno con sensación de ser una croqueta de mar recién sacada del aceite hirviendo.

Lo anterior parece mera excusa pero no lo es el que sufra yo un punto de fotofobia, de modo que la reverberación del Sol en la arena me martiriza. Y a última hora me ha detectado mi oftalmólogo una extraña enfermedad, inesperada e inimaginable, que ha hecho que de las diez capas que tiene la retina la primera del ojo izquierdo esté perdiendo células de forma alarmante, lo que me obliga a llevar gafas graduadas, polarizadas y de un tono 3 (entre 1 y 5), como mínimo. Son las que llevo en la foto del perfil.

Mi mejor experiencia playera fue en Garrucha (Almería), en 1961, cuando contaba 7 años. Éramos ya cinco hermanos, entre los 9 y los 2 años, y yo era justo el de en medio, así que me cuidaba solo y pasé un verano salvaje con mi recién adquirido amigo Caíco, hijo de unos grandes amigos de mis padres. Nuestra casa, alquilada, estaba situada a menos de 20 metros del mar; me dormía oyendo el hipnótico batir de las olas. Caíco y yo nos hicimos inseparables y campábamos a nuestro aire, descalzos y con solo el bañador, todo el día desde media mañana hasta la hora de comer y luego, por la tarde, hasta las tantas. Aquello fue salvaje como nunca jamás volví a vivir. Nos tostamos como conguitos, pescábamos en un embarcadero, nos hicimos una caseta de cañas presidida por la cabeza reseca de un atún que encontramos en la playa… Lo único que se parecía a nuestra vida entonces lo leí poco después en Las aventuras de Tom Sawyer y su amigo Huckleberry Finn, el indio Joe, la tía Poly, el Misisipi…

Al verano siguiente mi amigo Caíco se ahogó en la piscina de la base aérea de Sangonera, que todo el mundo confunde con Alcantarilla, a donde iba porque su padre era por entonces comandante del arma de aviación. Nunca lo he olvidado. Ni lo olvidaré mientras viva. Con él viví una historia que debería haberla escrito Mark Twain pero la terminó escribiendo la horrible mala suerte y sus caprichos.

También pasé un gran verano en Isla Plana (Cartagena), en 1965, cuando apenas había seis o siete casas de veraneo, cuatro de ellas propiedad de otro militar, también comandante, que se la alquiló a mis padres. Otra playa idílica, justo en la mitad de la ensenada de Mazarrón, pero también aquel verano acabó de forma trágica con la muerte de mi querido tío José Antonio, un hombre gordo, afable y cariñoso al que nunca he olvidado. Dos recuerdos de él, un par de fotografías, que había en casa de mi abuela, están hoy en mi casa, una de ellas en el lugar al que hiperbólicamente llamo despacho sin que sea más que un aparte en el salón.

Luego vino Torrevieja (Alicante), donde ya moceaba y me hubiera gustado ligar sin éxito alguno. La última vez que fui, a mediados de los 90 a un congresillo veraniego de Derecho Penal, vi que en las rocas de Torrevigía, donde me bañaba, habían construido unas torres sobre las mismas rocas, a unos pocos metros del mar. Juré no volver y no he vuelto.

Ya de casado estuve nueve años yendo a Campoamor (Alicante), a la que llamaba yo “Countrylove”, lugar que en algún momento eligió la élite política de Murcia como destino alternativo a Santiago de la Ribera y La Manga. Allí crié en parte a mis cuatro primeros hijos y acabé por concluir que era el único lugar donde se podía experimentar el tediosos eterno retorno: todos los veranos eran exactamente iguales y se producían sistemáticamente dos episodios de un solo día, el día en que se producía un apagón de horas, lo que nos obligaba a subir once pisos con mis hijos pequeños, sus primos, los carritos, flotadores, sombrillas, pelotas playeras y toda la impedimenta propia de la ocasión, y el día de la tormenta de verano en que había que sacar las bicicletas, arreglarlas, hinchar las ruedas… A Campoamor, mi gran amigo José Antonio Martínez Abarca lo describió en la prensa local de Murcia como “un geriátrico para ancianos de todas las edades”. En el colmo de la excentricidad, había un ascensor enorme para bajar a la playa, pero no he estado en ningún otro lugar de veraneo donde la gente fuera tan educada: la cola para comprar el ABC -la mayoría- y El País, que era mi periódico, sumaba ordinariamente cuarenta o cincuenta personas y jamás vi intento alguno de colarse, pese a lo cual tampoco he vuelto.

Fuimos luego veintitantos años seguidos a Águilas y su playa de poniente, donde mi padre, como lorquino de pura cepa, se compró un muy amplio piso 7º que daba directamente al mar, no tan próximo como en Garrucha pero con unas vistas espléndidas. Una tarde vimos pasar el Juan Sebastián Elcano con todo el trapo desplegado. Y nos bañábamos con los críos en la preciosa Cala Carolina a la que mi padre llamaba “la calorina”. Fueron veranos de paella y gambas, sandía, café y dominó en la terraza asomados al mar y cantando himnos litúrgicos para celebrar un cierre con implicación del seis doble: entonces atacábamos el Hostia pura, hostia santa, hostia inmaculaadaaaa. Estuve bajando a la playa mientras mis hijos fueron menores; una vez liberado de la crianza dejé de ir a la arena y me pasaba las mañanas leyendo La Ilustración Española y Americana, periódico del XIX cuyo crítico literario era Leopoldo Alas “Clarín”, publicaba ilustraciones del hermano de Gustavo Adolfo, Valeriano Domínguez Bécquer, y poesía de murcianos como Vicente Medina o Federico Balart. Allí releía cada verano la marcha de las guerras carlistas, de la república cantonal de 1873, del asesinato de un arzobispo de Sevilla a manos de un cura integrista… Guardo inmejorables recuerdos de Águilas a partir de que dejé de bajar a la playa.

Hace un par de años me llevó mi mujer a La Manga, y los más cerca que estuve del mar fue en un chiringuito donde me hartaba de cerveza mientras ella se bañaba y rebozaba en la arena.

Así que ya saben: si me pierdo, búsquenme en el campo, que en la playa no me van a encontrar.




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José Muñoz Clares

Colaborador asiduo en la prensa de forma ininterrumpida desde la revista universitaria Campus, Diario 16 Murcia, La Opinión (Murcia), La Verdad (Murcia) y por último La Razón (Murcia) hasta que se cerró la edición, lo que acredita más de veinte años de publicaciones sostenidas en la prensa.

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