En medio de muertos, barro y escombros, tras una tragedia de dimensiones bíblicas, Valencia transita entre los límites del dolor, la desesperación y la impotencia. La fuerza de un profundo malestar ha generado un esfuerzo de recuperación, sometido a una frustración similar a la de Sísifo, que ha hecho visible la imparable solidaridad de los ciudadanos y su enorme capacidad de empuje y esfuerzo colectivo. La deshonestidad humana, intelectual y profesional de una parte de la política ha quedado al desnudo ante miles de personas que vertebran sus esfuerzos acudiendo a la llamada de esta herida sangrante. Se ha mostrado frialdad, irresponsabilidad, negligencia e incompetencia.
Los partidos políticos, poseídos por la ceguera de sus intereses, están precisando un exorcismo que los saque de la idea de poseer la infalibilidad moral, tan escandalosamente abrasiva. Hay realidades y vivencias que irrumpen en la entraña de lo más cotidiano convulsionando nuestro ánimo. El caleidoscopio de la Moncloa nos muestra deslumbrantes formas que ya no logran fascinar ni frenar el descontento y la decepción popular. Los errores acumulados por el Gobierno empiezan a ser demasiados, y derrapan en todas las direcciones.
La permisividad ante la corrupción, como mal endémico, constituye una flagrante humillación social, llevando a pensar al ciudadano que drenar el bolsillo público es el único arte que desarrollan con maestría todos los gobiernos, y, cuando el poder pierde la vergüenza, la sociedad pierde el respeto. Nuestras cotidianas rutinas nos libran de advertir el caos de un mundo en plena decadencia próxima al esperpento. Mentir por el país está transformándose en un falso deber de nuestro Gobierno, acostumbrado a tratar a los ciudadanos como a una sociedad propia del mundo de Peter Pan. Ahora, en pleno progresismo, vemos la infiltración en cargos políticos de ladrones de cajas fuertes, más sibilinos y mejor disfrazados con el miserable traje de una falsa honorabilidad. Personajes que construyen una fortaleza para amurallarse en ella, sintiéndose cómodos, seguros y muy lejos de cualquier conato de contrición.
Es un hecho incontrovertible que esta carencia de ética política semeja ser un revólver en la sien de nuestra democracia. Se está propagando el interés partidista, carente de los ubérrimos ideales que precisa el bien común. Ante esta coyuntura, los partidos políticos intentan dar al ciudadano el papel rayado con el que esperan dirigir un pensamiento lineal. La civilización occidental ha tardado siglos en conquistar algunas cimas refinadas del espíritu, pero todo el acervo cultural acumulado constituye en la actualidad un débil velo que no logra tapar instintos primarios tan próximos, en muchas ocasiones, a la ley de la selva. La galopante demagogia está vistiendo a las ideas menores de ideas mayores. El pensamiento y la autocrítica están en veda, impidiendo ver que los intereses particulares separan más que las diferentes ideologías.
Las sesgadas informaciones de internet se arremolinan confusamente en el criterio de los ciudadanos, transformándolos en peones inútiles para el funcionamiento de la democracia. Se utiliza un mismo canon lingüístico en partidos diametralmente opuestos. La mancha opaca e indeleble de la ultraderecha se extiende con rapidez materializándose en la perdida de libertades, que siempre conducen al mismo agujero negro de la Historia, en el que se cuecen a fuego lento los fanatismos que tan trémulamente perciben los ciudadanos. Las tiranías totalitarias tienen sus cimientos en los errores y dejaciones de los demócratas, recordando que el desprecio en política conduce al fascismo. Cuando surge el adoctrinamiento, toda sociedad puede ser reconducida por el peor de los caminos, tal como nos demuestra la experiencia de tiempos pasados. Conviene recordar que el poder lo ejerce quien puede, pero la obediencia es un acto voluntario. El proselitismo, en política, funciona tan mal como en la religión cuando se ejerce con fanatismo.
Hoy en día un partido político es la ambición de muchos para el beneficio de unos pocos. Las instituciones “necesarias” precisan una meticulosa revisión, postergada por la incuria dominante, para dilucidar si tan solo han derivado en costumbre. Para actuar con coherencia y eficacia hemos de saber dónde estamos y a dónde nos dirigimos, en este dilema actual en el que los políticos intentan salvar sus dos caras a la vez. En nuestro país, como en los cuentos, se nos oferta un partido bueno y otro malo. En este manicomio nacional en el que estamos inmersos, la izquierda nos muestra una España en la que cualquiera que no comulgue con sus doctrinas es facha por definición, mientras la derecha, tan carente de proyectos de calado, conserva como reliquia los tirantes nacionales de Fraga, esperando que la oposición arda en la hoguera de sus torpezas e incompetencias.
Madrid negocia España como si fuera una subasta y apesta a un politiqueo cuyas falsas palomas evangélicas llevan sus maniqueos mensajes, con la habitual voz televisiva y cuaresmal, por la geografía española, en la que ya no cuajan estos guiones del teatro de lo absurdo propios de un parlamentarismo falaz, cuya vanidosa gloria se encamina hacia la nada escarbando sin éxito en el decepcionado sentir popular. Hemos de considerar que las auténticas democracias no solo mejoran los gobiernos, sino a la propia sociedad.
El PSOE va desapareciendo al transicionarse en un partido cuyas raíces epistémicas arraigan con fuerza en la corriente liberal monetarista, manteniéndose vivo mediante transfusiones de continuas improvisaciones, que se siguen añadiendo al romance de la mentira oficialista. El PP maneja una ideología reaccionaria anclada en el pasado y, ante una carencia de proyectos que permanecen en el limbo, su mayor esperanza se centra en ver marchitarse la irrepetible rosa de la oposición. Ambos partidos son conscientes de que los banqueros son los dueños reales de la política.
La idea de que el fin prioritario de los gobiernos es alcanzar la justicia social se está debilitando ante la mundialización de un capitalismo sin freno; situación que divide a la sociedad en un número privilegiado de ricos y en una masa que tan solo ve, en quienes gobiernan, una fuerza coercitiva. Ante este déjà vu, ante esta deriva del mundo, cuyos ideales empiezan a ser de ilusionismo o papiroflexia, precisamos poner en valor un patrimonio vernáculo e íntimo que nos una en las vicisitudes del vivir con sus pesarosos azares; el corazón desnudo y palpitante del ciudadano precisa terminar con tanta frustración latente. La infinidad de matices que existen entre una cosa y su opuesta requieren un respeto y una capacidad de diálogo que brillan por su ausencia.
La verdad de cuanto acontece se ha constituido, para los intereses políticos, en un anatema; sacarla a la luz es un derecho y una responsabilidad de todos. El drama de Valencia ha evidenciado el enorme lazo de empatía, sensibilidad y apoyo que nos ha unido en toda la geografía nacional y, pese a la abulia política en la que estamos inmersos, ha permitido a la sociedad observar las tácticas de arácnido que utilizan los partidos para caer sobre sus presas. Las deficiencias que se han detectado son síntomas inmanentes de una democracia que está precisando el despertar omnímodo y crítico de la nación.