Rafa Rojano

Rafa Rojano: «Elogio de la verdad»

¿Para informar? ¿Para entretener? ¿Para concienciar?

Rafa Rojano: "Elogio de la verdad"

Es difícil hacer que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda”. Upton Sinclair

Se dice que Napoleón I Bonaparte, en una entrevista concedida en 1815 al parisino diario Le Monsieur, confesó uno de sus grandes sueños: “La libertad de prensa debe estar en manos del Gobierno (…)”.

La frase, que constituye un sensacional oxímoron en toda regla, sin entrar al detalle sobre la sanidad de su intención y sin más ánimo que el de permitirnos enfocar el eje de estudio, es concluyente en sí misma: el proclamado Emperador de Francia y Rey de Italia se percató de que el denominado “cuarto poder” podría servirle de ayuda no solo a promocionar su meteórica carrera, sino también a difundir su mensaje. Y lo anunció viva voce en un medio de comunicación.

Las cosas, como veremos, han cambiado un tanto desde entonces. Aunque no demasiado, como también veremos.

El Poder siempre ha intentado controlar a los medios. Pero lejos de ser una mera intención, podemos afirmar sin riesgo alguno a equivocarnos que lo ha conseguido siempre que se lo ha propuesto. Cada día y cada titular de prensa son una nueva oportunidad y un ejemplo que lo pone de manifiesto.

La prensa ha estado a la vera de la política prácticamente, como suele decirse, desde que el mundo es mundo, valiéndose de ella para llenar páginas de propaganda e intentar así congregar a adeptos dentro de una determinada línea editorial. La política, por ende, se ha valido de la prensa (y cuando decimos prensa, nos referimos a la totalidad de medios de comunicación de masas), utilizándola como altavoz para difundir y amplificar su mensaje.

Tradicionalmente la prensa no ha tenido nunca reparo alguno en posicionarse cerca de una definida postura política y, en ocasiones, no ha tenido tampoco en reposicionarse y alterar su norte por el camino, con el objetivo claro de su propia supervivencia.

En la misma entrevista, Napoleón esgrimió que “la prensa debía ser un poderoso aliado para hacer llegar a todos los rincones del Imperio las sanas doctrinas y los buenos principios”: se trataba de convertirla en un compinche magnífico para ganar y conquistar audiencias con el leitmotiv de sus hazañas y alianzas, en un tiempo en el que no existía más alternativa mediática que el tabloide.

Doscientos años después, no resulta difícil discernir qué medio de comunicación pertenece a un corte político o a otro. Pero partamos de la base: ¿cuál fue el objetivo por el que surgió el “periodismo”? ¿Para informar? ¿Para entretener? ¿Para concienciar? (…).

Tendríamos que remontarnos muchos siglos atrás y no es el objeto en este momento. Solo por situarnos, quizá el referente más inmediato de la prensa sea la imprenta.

Bien es cierto que aunque sea a título ilustrativo, no podemos por menos que hacer un poco de historia: no parece que haya otra forma mejor de conocer nuestro presente y de saber dónde estamos, que retrotraernos a nuestro pasado, volviendo la vista atrás y saber de dónde venimos, aunque solo sea de forma pasajera y remota, atendiendo quizá a la teoría metafórica McLuhaniana del retrovisor.

Con el permiso de Egipto, de Grecia y de Roma (a.C.), aunque también de Oriente (siglo XI), se inventa la imprenta a mediados del siglo XV, atribuyéndosele al alemán Johannes Gutenberg prácticamente todo el mérito. Es el acontecimiento que lo acelera todo, que “mecaniza” todo el proceso que hasta entonces hacían amanuenses, escribas, monjes y copistas.

Insistiendo en que queda muy lejos de nuestra intención buscar entre los orígenes, no solo porque sea ajeno a la misma, sino porque tampoco están del todo claros, ya podemos hablar de un “periódico” en la Roma republicana, puesto que en unos tablones llamados “Acta Diurna”, se relataban los Annali o eventos más relevantes del Imperio que se colgaban en el Foro a instancias del mismísimo Julio César. Y no podemos obviar el diario de a bordo del primer viaje de Cristóbal Colón, si es que se nos permite citarlo no tanto como precursor, aunque sí como fiel antecedente.

Sea como fuere, y pese a que el primer periódico de la historia es considerado la “Colección de todas las noticias distinguidas y conmemorables”, fechado a inicios del siglo XVII en Estrasburgo, no es hasta el XVIII cuando podemos hablar de “periodismo” propiamente dicho con el surgimiento del británico The Daily Courant, primer tabloide con espíritu eminentemente comercial de periodicidad diaria, al que muy rápidamente siguieron The Weekly Review,  Examiner o The Times, grandes ejemplos que se convirtieron no solo en fuente de información, sino también en referente de influencia casi desde su alumbramiento.

Hecho este pequeño repaso, volvamos a nuestro estudio.

Pronto, los periódicos descubren el interés general fundamentalmente por dos temas: por la vida de la alta sociedad (caracterizada en la instaurada burguesía) y por la obra de la Política o los políticos: nace así la denominada prensa amarilla o sensacionalista, y a ella se dedican en cuerpo y alma, esto es, al puro entertainment, donde también tienen su espacio los pasatiempos, los crucigramas, los juegos y, por supuesto, los sucesos tales como robos, crímenes, asesinatos y todo tipo de acontecimiento que sirviera para vender más ejemplares. ¿Ha evolucionado esta agenda mediática desde entonces? (…).

Así las cosas, es la revolución industrial la que anticipa el éxito de la prensa al “industrializar” o mejor dicho, democratizar su implantación: es el punto de inflexión que lo determina todo en el mundo, y también -¡qué duda cabe!- en el sector de la comunicación.

Y como para que un negocio prospere rápidamente, se necesita algo más que vender, periódicos en el caso que nos ocupa, a la sombra del nacimiento de las marcas comerciales, nace “la publicidad”, o lo que podemos identificar como la necesidad de las empresas por promocionar sus productos entre la sociedad, los consumidores. Nada mejor para ello que desde los periódicos, con lo que la prensa ya tenía dos fuentes de ingresos: los lectores y la comunicación comercial.

No resulta fácil situar lo que pudiera ser el primer anuncio publicitario en la historia de la prensa. Probablemente los anuncios clasificados de los periódicos franceses de mediados del XVII podrían ser considerados como tales, aunque esta batalla está fuera de esta guerra.

No es que la publicidad surgiera paralela a la industrialización, sino que fue durante la fabricación en serie cuando verdaderamente emergió la comercialización de espacios publicitarios en los medios, donde los productos textiles y los farmacéuticos (remedios) fueron los auténticos pioneros.

La venta de periódicos y las inserciones publicitarias. ¿Sería suficiente para su viabilidad? Seguramente sí, pero no para un rápido crecimiento, como legítimamente es al que aspira todo negocio que se precie de serlo. Cada día había que imprimir más páginas y más periódicos, contratar más transportes y, sobre todo, pagar a buenos autores de éxito que escribieran columnas y reportajes para que sirvieran de reclamo con un fin claro: vender más periódicos (B2C) y para vender más espacios (B2B).

¿Dónde buscar más ingresos?

Efectivamente, en la política. En los diferentes partidos políticos y en los Gobiernos. Si informaban sobre ellos, ¿qué sentido tendría no promocionar, difundir y/o ensalzar sus ideas, doctrinas y programas electorales? No hay sitio para mayor coherencia.

Así empezó todo.

Pongamos por caso que un laboratorio farmacéutico paga a un medio de comunicación 1.000.000 de euros al año por “crear un clima favorable”, difundir noticias sectoriales de interés e insertar publicidad de sus productos (cremas, pomadas, ungüentos, píldoras…). ¿Cómo se va a resistir a publicar que el laboratorio en cuestión –anunciante- está “a punto de descubrir un milagroso y definitivo fármaco contra el acné”, esté más o menos cerca de conseguirlo? ¿Cuánto subirán sus acciones al día siguiente a su publicación? Seguramente será una de las inversiones más rentables en la historia de la comunicación.

La pregunta que nos importa, sería: “¿cuál es el porcentaje de veracidad que hay en que ese laboratorio efectivamente tenga la fórmula para eliminar el acné? ¿Cuánto de cerca está de conseguir el remedio? ¿En qué punto del proceso está? ¿Qué responsabilidad tiene el medio?

La información –que debiera recuperar cuanto antes su sentido platónico de “esencia-“ debe residir en el dato objetivo. A partir de ahí y solo a partir de ahí, cabe la interpretación, la opinión. ¿Justifica el fin los medios, como apuntaba Maquiavelo? ¿Cuál es el auténtico propósito de un titular? ¿Poner en circulación una idea? ¿Modificar conciencias? ¿Alterar el orden lógico de las cosas?

De igual forma sucede con los partidos políticos en general y con el partido político que gana unas elecciones en particular, es decir, “con el Gobierno”. ¿Qué me impide “hacer campaña” en las páginas de mis periódicos y de mis revistas, en mis emisoras de radio, en mis cadenas televisivas y en mis canales de internet para divulgar o difundir ideas políticas y “acciones de sensibilización o concienciación social”? ¿Quizá la ética? (…).

Pese a la tentación que ello representa, de ninguna manera vamos a hablar de las innegables y fastuosas aportaciones que la prensa ha realizado a lo largo de su historia a favor de la transparencia y la libertad, lo que descentraría el grueso de nuestra reflexión e investigación, como tampoco invertiremos más tiempo del estrictamente necesario en enumerar los grandes logros, conquistas y avances que ha supuesto para las distintas generaciones. Está fuera de toda duda lo que el periodismo ha significado para la evolución de la sociedad en lo que a la moral y a la propia constitución del pensamiento humano y crítico se refiere especialmente.

El valor de la transparencia informativa, erigido siempre por profesionales a título individual o por pequeños grupos estructurados, ha conseguido desmantelar creencias, modificar ideas y posturas, defenestrar a líderes y regímenes y destapar corruptelas: solo por citar algunos ejemplos mediáticos, nunca mejor dicho, podemos mencionar a Nixon y el caso Watergate, a WikiLeaks o a los más recientemente “papeles de Panamá”, por citar solo algunos que tuvieron una repercusión a nivel global. En España hay tantos, tan notorios, tan lamentables y tan tristemente relacionados con la servidumbre política, la prevaricación y la apropiación indebida de bienes públicos, que los vamos a obviar.

Hemos llegado hasta este punto sin advertir que uno de los aspectos más elementales de cualquier tipo de vida social, no solo la humana, es la necesidad de información y relación. La curiosidad. El afán por “la novedad” es intrínseco a los seres vivos, que en suma vino a ser lo que provocó la aparición vocacional de la figura del contador, llámesele narrador, trovador, predicador, alguacil, pregonero, cazurro, periodista o, incluso más recientemente, gestor de contenidos.

Jamás en la historia de la humanidad el ser humano ha estado más y “mejor” informado que en nuestros días, llegando a admitir vox populi el neologismo creado antes de la explosión de los medios digitales por Alfons Cornella de “infoxicación” (1996), como aquel escenario en el que, debido al exceso informativo, la persona ya no puede digerir, procesar, profundizar o discernir. Una sobrecarga en las redes neuronales por saturación en toda regla que provoca que el individuo sea incapaz de analizar el flujo de información al que es sometido, y que con cierta frecuencia, desemboca en hartazgo y hastío.

La era digital -en la que lo inmediato es más importante que lo importante- nos ha hecho protagonistas a todos de los contenidos informativos, tanto de su generación como de su regeneración; compartimos lo que consideramos relevante para los demás, esto es, somos cómplices de esa vertiginosa vorágine informativa en la que la velocidad, la viralidad y la novedad priman sobre la autenticidad, la veracidad y la calidad.

El afán por saber se ha convertido en una cultura “de usar y tirar”. Un consumo a corto plazo, ya que no hay tiempo para dedicar más tiempo a lo que nos importa. ¿Por qué ha sucedido esto? Porque hemos permitido que el incesante flujo de información desvíe nuestra atención sobre lo que realmente es (o era) importante para nosotros. Nuestra atención se ha visto perturbada, diseminada, hemos perdido el enfoque y lo hemos aceptado y consentido.

De ahí que leamos titulares, si es que aún leemos. Quizá el mejor ejemplo de ello sea la fulminante propagación de Twitter, que ha basado parte de su éxito en la limitación textual de los tweets, actualmente en 280 caracteres, aunque tan solo el 1% de los mismos logra completarlos, y apenas el 10% llega a los 140 impuestos inicialmente por la red social. Es decir, hoy escaneamos y no hablaremos de la cultura y costumbres de las nuevas generaciones, tema que dejaremos para otra latitud. Es imposible fijar la atención en algo concreto si su contenido nos supone demasiado tiempo, porque pronto nos sobreviene otra noticia y sentimos la necesidad de pasar a ella sin dilación alguna.

El reposado placer de leer libre y pausadamente un artículo (no hablemos de un libro), se ha tornado en la fugaz consumición de explosivos titulares, con palabras meticulosamente elegidas no solo para provocar el clic, sino también para buscar el siempre adorado y venerado posicionamiento de Google, hasta tal punto que ya aparecen iniciativas que, al amparo de la automatización de bots (algoritmos, machine learning), dejan esta selección a la denominada inteligencia artificial.

Sin ánimo de convertir a Marshall McLuhan en un visionario, sí es cierto que sus predicciones y vaticinios en lo que a la globalización tecnológica y a la “influencia” de los nuevos medios tienen para los usuarios se refiere, para los consumidores, se están más que cumpliendo. No en vano y tras el éxito cosechado por los blogueros, hoy asistimos al olimpo del fenómeno de los influencers (tuiteros, youtubers, instagrammers…), quienes desde efímeras poltronas de cristal y barro, nos recomiendan seguir directrices, única y exclusivamente basadas en “su experiencia”, no en su conocimiento ya que esto incluye esfuerzo y estudio. Una tendencia globalizada, fomentada por las marcas y seguida por millones de personas, que va cada día a más.

Según sus teorías (de McLuhan), estamos plenamente inmersos en la era “electrónica”, en la que la vieja regla de los seis grados prácticamente ha desaparecido. Hoy podemos hacer que nuestro mensaje llegue directamente al mismísimo Justin Bieber a golpe de clic, sin apenas despeinarnos y en streaming por supuesto, vía IGTV o similar. La “sociedad de la información” ha abierto de par en par las ventanas digitales a través de todas las pantallas que las nuevas tecnologías nos ofrecen.

El autor de las controvertidas “el fin justifica los medios” o “el medio es el mensaje” nos deja un indiscutible legado, que nos sirve para ilustrar la trascendencia de los medios de comunicación hoy, especialmente en el ámbito digital:

   – “Pronto me di cuenta de que no era suficiente reconocer los síntomas del cambio; uno debe entender la causa del cambio, ya que sin comprender las causas, los efectos sociales y psíquicos de la nueva tecnología ni se contrarrestan ni se modifican (…)”.

Si bien al principio abominó de la maquinaria, de la mecanización y de cualquier avance tecnológico, no tardó mucho en percatarse de lo que suponía, aunque si viviera en la incipiente era del big data y del 5G, y fuera testigo de la velocidad a la que viaja el contenido hoy, se convertiría probablemente en uno de los grandes defensores del mensaje, como eje vertebrador de la información en detrimento del medio en sí.

Por sentencias como “la única forma de controlar a los medios de comunicación es mediante la comprensión pública de sus efectos”, no podemos por menos que distanciarnos de sus teorías, lo suficiente también para no rechazar sus buenas aportaciones. Pero no estamos aquí para hablar de McLuhan, sino para tratar de entender el cambio mediático y sus consecuencias.

Si Hitler fue creado por la radio (sic), podemos afirmar que internet en general y las redes sociales en particular son los creadores de personajes absolutamente intrascendentes y prescindibles, aunque seguidos por millones de personas en todo el mundo (fans, followers, seguidores…), y artífices de noticias muchas de ellas fake –fake news-, porque lo que la world wide web permite -o promete- es además una anonimidad del individuo, que es al mismo tiempo gratificante e insultante, con todo lo que ello conlleva.

Resulta más que evidente que absolutamente nadie (ni su propio creador, Tim Berners-Lee o incluso sus precedentes y fundadores de Arpanet) era consciente de la capacidad y de la evolución que internet representaría para la sociedad en general y para la información en particular. El concepto de “aldea global” y su consecuencia constata un hecho incontestable.

En otro orden de cosas, los datos de Reporteros Sin Fronteras arrojan la cifra de 389 periodistas encarcelados, 57 secuestrados y 49 asesinados en el año 2019. En el año anterior, fueron 80 los asesinados. ¿Tiene algo que ver con el objeto de este estudio? ¿No habría que investigar la razón de estos terribles datos? ¿Qué relación pueden tener con la divergencia concomitante que exige la labor de un contador de historias, de un gestor de la información, de la realidad o de “su” realidad, en cualquier caso, entre razón y opinión? Hay veces que la libertad se coarta y otras que directamente se cercena.

El 15 de abril de 2020, en pleno epicentro de la redacción de este artículo, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), organismo público dependiente del Ministerio de la Presidencia del Gobierno de España, publica un estudio que, bajo el título “Estudio 3279: Barómetro Especial Abril 2020” propone 38 preguntas que supuestamente se han realizado vía telefónica entre el 30 de marzo y el 7 de abril de 2020 a 3.000 personas mayores de edad de distintos segmentos de la población española (tamaño de la muestra) en 1.081 municipios y 50 provincias del territorio español, en referencia al estado de alarma provocado por la crisis sanitaria del COVID19 o “pandemia del coronavirus”.

Una de esas cuestiones es la siguiente:

PREGUNTA 6:

“¿Cree que en estos momentos habría que prohibir la difusión de bulos e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes y los medios de comunicación social, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales, o cree que hay que mantener libertad total para la difusión de noticias e informaciones?” (sic).

Es decir, al margen de la capciosa retórica de su redacción y de que su contenido cuenta con un sesgo de partida inicial, intrínsecamente se da por hecho que la información de las fuentes oficiales (es decir, el Gobierno) constituyen la verdad objetiva y suprema.

Pero aún hay más, porque el resultado que arroja de esta pregunta es el que sigue:

  • – El 66,7% cree que habría que restringir y controlar las informaciones, estableciendo solo una fuente oficial de información
  • – El 30,8% cree que no debe restringirse ni prohibirse ningún tipo de información
  • – El restante, duda o NS/NC

Sin ánimo de ahondar en el claro objetivo de la encuesta, el resultado de la cuestión 6 contrasta con el de la pregunta número 2, que concluye que “a más de la mitad de los encuestados le gustaría tener más información sobre el Covid-19”. Cabría reflexionar sobre si se está cuestionando prohibir informaciones poco fundamentadas, o directamente prohibir la información que no proceda de fuentes del Gobierno de España.

Un organismo público cuyo objetivo es dilucidar lo que piensan los ciudadanos para entender sus actitudes, prever sus comportamientos o anticipar sus necesidades, no puede estar al servicio de intereses partidistas ni ser una herramienta propagandística gubernamental.

“Una cosa es el Gobierno y otra el Estado”. La sentencia, que resulta más que obvia, no suele ser bien entendida por los dirigentes políticos. No es admisible que se plantee una suerte de censura a la sociedad española contra los medios de comunicación, como ocurre toda vez que se suceden los despidos a periodistas contrarios a la gestión o decisión de los Gobiernos, las limitaciones de reenvío por mensajería masiva (whatsapp) a la población o las restricciones a medios de comunicación en ruedas de prensa o en comparecencias de los distintos responsables o ministros.

El artículo 20 de la Constitución Española, Titulo I, capítulo segundo, sección primera, dice:

1.     Se reconocen y protegen los derechos:

  • a) A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción.
  • b) A la producción y creación literaria, artística, científica y técnica.
  • c) A la libertad de cátedra.
  • d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades.

2.     El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa.

3.     La ley regulará la organización y el control parlamentario de los medios de comunicación social dependientes del Estado o de cualquier ente público y garantizará el acceso a dichos medios de los grupos sociales y políticos significativos, respetando el pluralismo de la sociedad y de las diversas lenguas de España.

4.     Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.

5.     Sólo podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información en virtud de resolución judicial.

Prescindiendo absolutamente de toda ideología y consideración política, y con la firme voluntad de estar muy al margen de cualquier interpretación al respecto, es un hecho que el barómetro aludido no solo cuestiona la libertad de expresión, sino que coquetea con la idea o con la posibilidad de limitar este derecho fundamental y constitucional de las personas, induciendo a que se pudiera llegar a pensar que se pretende legitimar su prohibición.

Se le atribuye a Noam Chomsky la recopilación de las diez “estrategias de manipulación”, en este caso, de los medios, por las que pasaremos casi de puntillas, aunque sí queremos dejar constancia de su valor, pese a que solo sea en las que consideramos más relevantes dentro del tema que nos ocupa que, no perdamos de vista, no es otro que el de los problemas y los desafíos a los que se enfrenta la agenda investigadora del cambio mediático: la distracción, como elemento consistente en la desviación de la atención por la técnica del diluvio continuado de informaciones intrascendentes. La gradualidad, como herramienta para aceptar una decisión final mediante la aceptación de medidas ligeras hasta llegar a la definitiva. La explicación de una idea mediante la metáfora infantil, con el objetivo de que logre entenderla todo el mundo, sino para que se identifique con ella. La difusión del mensaje emocional, con el fin de evitar la reflexión racional del mismo, a menudo ofertando una idea de miedo o deseo. O el refuerzo de la auto-inculpación, invitando a la condescendencia del receptor. Todas ellas buscan bloquear de alguna manera la capacidad crítica del individuo.

Extrapolando tan solo una por su trascendencia mediática actual, el medio responde al interés del que lo gestiona, siempre alineado y a disposición de una postura política y cada día más al servicio del clic: no es lo mismo que haya un terremoto en Nueva York que en Nueva Delhi, aunque tenga este último mayor grado de intensidad. Es un hecho que podemos refrendar en cualquier medio a diario. El nivel de relevancia de una noticia está determinado por los que se hacen eco de la misma.

Así pues el trabajo de periodista se asemeja al de cualquier meticuloso profesional, en el que una vez seleccionado el contenido (qué) y el objetivo (para qué) que pretende con una noticia, anuncio o reportaje, busca los detalles (cómo) para maximizar su impacto: el titular, el subtitular, el adjetivo, el adverbio, la imagen, el tamaño, el espacio… Con la posibilidad de segmentarlo (a quién) y de seleccionar los medios adecuados para su replicación y amplificación (dónde). Toda una exhaustiva labor de ingeniería al servicio de la convicción y de la persuasión.

Hay que promover el espíritu crítico. Cuando se expande información tóxica, no solo se intoxica, sino que los intoxicados seguirán intoxicando a los demás, por lo que el lector, oyente, televidente o usuario tiene (debe tener) la responsabilidad de analizar su consumo y de hacerse preguntas: ¿quién emite el mensaje, cuál es su propósito, qué pretende conseguir, etc.? La responsabilidad del ciudadano es cada día más necesaria, su deber de exigir calidad y objetividad, pero no nos adelantemos a los acontecimientos.

Si buscamos las opciones más adecuadas y los mejores productos y servicios en nuestra vida cotidiana, a la hora de alimentarnos, de vestirnos, de desplazarnos, de trabajar o de relacionarnos, ¿por qué no buscamos la mejor forma de información? Probablemente la respuesta esté en que la información ha pasado a entenderse como un entretenimiento de masas, precisamente por esta mediocridad informativa, por una clase de periodismo de gallinero que hoy impera en nuestros canales y que básicamente consiste en una meticulosa selección y exposición de comentaristas y tertulianos al servicio de un partido o un interés determinado, y que lamentablemente no sucede solo aquí y ahora, sino que viene de largo y configura una tendencia que se ensancha por todo el mundo. ¿Es cuestión de la oferta o de la demanda?

No existe -ni existen indicios de que haya en un futuro cercano- una información de investigación en la que todo parta del dato: los medios están tan cerca de un bando o de otro, que ya dejaron de cumplir su objetivo, su esencia, su reason why, y cada vez están más lejos de servir a la sociedad, de aspirar a la excelencia informativa. Por lo que aunque hayan ganado en “influencia”, han perdido definitivamente en credibilidad, si es que en algún momento formaba parte de su misión. ¿Podemos apreciar cierta inquietud en los consejos de redacción de los mismos? La verdad es que no. Ni en medios públicos ni en privados consta que haya un interés por mostrar al lector o espectador la información tal cual. En fijarse en la raíz. En analizar el dato. En investigar hasta llegar a “la verdad”. Hoy el auténtico periodismo es residual, anecdótico.

“Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante.“ —  Ryszard Kapuściński

De sobra conocida es la pugna que William Randolph Hearst –dueño del New York Journal- y Joseph Pulitzer -dueño del New York World- mantuvieron por conseguir una mayor distribución de sus periódicos en la ciudad de Nueva York a finales del siglo XIX e inicios del XX, y que desembocaron en lo que se vino a llamar “prensa amarilla”.

Ambos editores adoptaron diferentes medidas ante una misma postura, que no consistía en otra cosa que en el desprecio más sibilino por la ética periodística y el impulso de la difamación, como pieza clave al servicio del poder político. Uno de sus mayores logros fue convencer al pueblo estadounidense de que los españoles estaban sometiendo atrozmente al pueblo cubano, ante lo que la única solución posible era la libertadora intervención militar americana; una acción propagandística perfectamente orquestada desde sus medios, que desembocó en la Guerra hispano-estadounidense, cuyo resultado todos conocemos: Cuba quedó bajo la tutela de Estados Unidos, quien aprovechó para anexionar como colonias Puerto Rico, Filipinas y otros territorios.

En Europa, lo más destacable sin lugar a dudas fueron las terribles vicisitudes que propició la prensa propagandística al servicio del nazismo. No profundizaremos en el asunto, ya que entendemos que las exitosas hazañas de Goebbels son de sobra conocidas por todos, aunque acudiremos a alguna más adelante.

En España, tras la revolución de “la Gloriosa” en 1868, la Constitución de 1869 reconoce la libertad de prensa, y no pasa mucho tiempo hasta que surge una gran variedad de periódicos y revistas. En 1883, la “Ley de Imprenta” favorece las publicaciones periódicas. Todo ello, unido a la sofisticación de los medios técnicos, permite que las publicaciones periódicas experimenten una auténtica explosión (unas 600 publicaciones registradas) durante lo que se llamó “Sexenio Democrático”.

Años más tarde, en la guerra civil y fratricida, el oscurantismo mediático y el papel de los medios como auténticos baluartes y portavoces del régimen fue atroz. La prensa, durante los primeros años del franquismo, estuvo controlada de cerca por el Ministerio de Información a través de los mecanismos de censura establecidos por la Ley de Prensa de 1938, aunque la situación empezó a cambiar a partir de 1962, año en el que fue cesado Gabriel Arias-Salgado, ministro de Información, tras las una serie de críticas derivadas de la acción de la oposición franquista en el exilio, y al que sustituyó Manuel Fraga Iribarne, quien creó una nueva Ley de Prensa en 1966, de espíritu más aperturista, lo que no fue óbice para que siguieran prohibiéndose ciertas manifestaciones en contra del régimen. La contribución de Fraga a la libertad de expresión u opinión no fue otra que la de trasladar la censura a los medios de comunicación, convirtiéndola en autocensura e invocando a la responsabilidad –con consecuencias civiles y penales- de los periodistas.

Empieza así, con la defenestración del personaje en 1969, la réplica y el desafío de la autodenominada “prensa liberal”, que puso en jaque una y otra vez al poder fáctico, aunque tanto su suerte como su éxito fueron inciertos, hasta la mismísima desaparición del dictador en 1975, momento en el que verdaderamente sí empieza a apreciarse un cierto aire de independencia, controvertida, pero independencia al fin y al cabo.

Dentro del panorama mediático español y por lo significativo de la cuestión, quisiera hacer una especial mención a las elecciones al Estatuto Autonómico de Andalucía de 1980, donde el Gobierno no solo no puso a disposición de los ciudadanos andaluces las garantías mínimas para ejecutar su derecho al voto en libertad, sino todo lo contrario, prohibiendo a los medios de comunicación estatales la inserción de publicidad sobre los comicios (cuando en algunas provincias andaluzas solo existían medios estatales, léase TVE), lo que sí permitió en los anteriores referéndum de Cataluña o del País Vasco.

Pero vayamos al grano. Partiendo de que en las papeletas de voto no se incluyeron las palabras “autonomía” ni “Andalucía”, la pregunta que se formuló dicha papeleta fue la que sigue:

“¿Da usted su acuerdo a la ratificación de la iniciativa prevista en el artículo ciento cincuenta y uno de la Constitución a efectos de la tramitación por el procedimiento establecido en dicho artículo?” (sic).

La manipulación de la información -con el obvio objetivo de dirigir la opinión y la decisión general de todo un pueblo hacia el “no”-, rara vez ha sido un hecho tan flagrante y tan lamentable.

En Andalucía, a la democracia se le esperaba con fruición por parte de los más de cuatro millones de andaluces del momento, pero no llegó en tan magna oportunidad. Aunque el resultado fue positivo, se tuvo que esperar a unas nuevas elecciones un año después en las que ya la cuestión que se planteó fue la que sigue: “¿Aprueba el proyecto de Estatuto de Autonomía para Andalucía?”. Simple y directa, como tiene que ser cuando se le pregunta a millones de personas. En estos comicios, se ratificó la aprobación del Estatuto por parte del 90% de los votantes.

De aquellos polvos, estos lodos. Lo cierto es que actualmente, no solo las grandes fortunas mundiales son las que se han adueñado de los medios, sino que hoy por hoy hay presidentes de comunidades autónomas de España que son accionistas de periódicos, lo que a tenor de cualquier juicio, no resulta del todo ético, máxime teniendo en cuenta que una de las principales fuentes de subvención mediática es el fondo público (que sale del bolsillo de los contribuyentes, no perdamos de vista lo obvio ni por un momento), pero no nos detengamos más en este sentido ni adelantemos acontecimientos.

Sirva tan solo una reseña preliminar como hilo discursivo: en plena pandemia mundial, provocada por el virus Covid-19, el jefe de información económica del Palacio de la Moncloa -adscrito a la Secretaría de Estado de Comunicación- Daniel Fuentes, propone un planteamiento de financiación de la prensa como bien público basado en un sistema “que premie las buenas prácticas en comunicación y difusión de noticias y penalice las malas, cuya credibilidad esté a criterio de una asociación profesional independiente”, cuyo sostenimiento a su vez cabe sospechar que también sería público.

Y es que la publicidad institucional no se distribuye en función del número de ejemplares, de usuarios, de telespectadores o de lectores, sino del libre albedrío del gobernador, quien desde tiempos inmemoriales ha intentado dirigir e incluso escribir las líneas editoriales de los medios.

Periodistas de intachable prestigio, reputación y renombre como Luis del Olmo, María Escario o Pepe Oneto aceptaron viajar al Mundial de Fútbol de Brasil de 2014, subvencionados por empresas del Ibex 35. No prueba de ninguna de las maneras que fuera un soborno, ni creemos que el hecho tenga algún tipo de relación causa-efecto en la labor de estos profesionales de carrera sin tacha, pero el periodismo puro debe estar lejos de esta serie de dádivas y prebendas para mantener su higiénica independencia y su incólume reputación.

Todos los sectores industriales y empresariales han vivido las diferentes crisis de diferente forma, y el periodismo no ha sido inmune a ninguna de ellas. Lo que sucede con la gestión de la información es que resulta difícil estar en contra de quien te paga el salario. Tenemos la ética de un lado y de otro, el hambre y por lo general, la ética no paga las facturas. Resulta una compleja elección. Ser fiel a unos principios puede llevarte a la ruina y ser infiel, a la condescendencia y, con un poco de suerte, a la cumbre profesional. ¿Qué tiene más peso? Probablemente la respuesta está en el tiempo y en la necesidad. Cuantos más años tienes, es posible que puedas permitirte ser más independiente, más estricto con tus valores. Y al revés. No en vano, se suele decir que la palabra “no”, se aprende a pronunciar con el paso del tiempo.

Pero retrocedamos un poco: de una parte, el ser humano siempre ha tenido la necesidad de comunicar. De otra, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos, que a lo largo de la historia de la humanidad, la sociedad nunca ha tenido a su alcance tantas fuentes de información -y tan diversas- como en los tiempos actuales.

Si tu televisión solo ofrece un canal, o incluso dos aunque del mismo ente, como sucedía hace apenas cuarenta años en España, las posibilidades de elección son estrictamente reducidas. Pero ¿qué sucede si la oferta es casi ilimitada? ¿Cuáles son los criterios a seguir? ¿Políticos, culturales, sociales, económicos…? ¿Qué determina la toma de decisión? Cada vez más la “elección de adquisición” está a un clic, ya se trate de un canal de televisión, de radio, de cine o de un producto o servicio, aunque no perdamos de vista las “ordenes por voz”, que poco a poco se están implantando en el hogar, y que sin duda tendrán un protagonismo crucial en el comportamiento y hábitos de consumo durante los próximos tiempos.

Si eres un apasionado de los coches, seguramente verás -o estarás suscrito- a un canal de motor. Si te gusta cocinar, probablemente estés “enchufado” a un canal de cocina. La cosa es que la oferta del ecosistema mediático actual es enorme, como bien es sabido: televisión digital terrestre, periódicos convencionales y digitales, revistas temáticas, publicaciones digitales, páginas web, blogs y microblogs, plataformas, redes sociales, aplicaciones, podcast…

El abanico informativo es tan amplio, que obliga al usuario a estar informado de forma permanente sobre todas las posibilidades que tiene a su disposición en cada momento, lo que ya resulta una molesta complejidad en sí. Sin lugar a dudas, la eclosión y democratización de internet ha tenido mucho que ver en esta multiplicidad de fuentes y de canales de comunicación.

La crisis mundial de 2007-2008 cambió para siempre las reglas del juego: crisis en el sector de la industria mediática por la pérdida de ventas y beneficios, despido de miles de periodistas seniors y a su vez, contratación masiva de perfiles juniors sin ninguna experiencia y reducido conocimiento del negocio, incremento de fake news, escasa capacidad de adaptación a la digitalización y para evolucionar hacia esa transformación que demandaba la sociedad y el propio mercado… La más importante de todas estas circunstancias quizá fuera la de comprobar la nula vinculación que el lector/usuario tenía con los medios. El nivel de fidelidad y de compromiso brillaba -y brilla- por su ausencia.

Sería imposible hacer siquiera un leve repaso por las diferentes nociones de “economía política” que los distintos autores y las escuelas de pensamiento con sus respectivos puntos de vista han proporcionado a lo largo de su estudio, aunque por citar alguno, podríamos apelar a Vincent Mosco quien en “La Economía Política de la Comunicación: una actualización diez años después”, nos la define como “el estudio de las relaciones sociales, particularmente las relaciones de poder, que mutuamente constituyen la producción, distribución y consumo de recursos, incluidos los de comunicación”, ejemplificada en la cadena de productos comunicacionales de los estudios de Hollywood, “en la que estos transitan a distribuidores, comerciantes y consumidores, cuyas compras, alquileres y atenciones alimentan nuevos procesos de producción”. Exactamente igual que está sucediendo en las redes sociales, en la que los contenidos (tanto propios como ajenos) están siendo generados por los propios usuarios, con el consiguiente riesgo informativo y reputacional que ello implica.

Junto con la juniorización del periodismo, de ahí viene también parte de la crisis a la que la comunicación se ha visto sometida a finales del siglo XX e inicios del XXI: los lectores (sujetos pasivos) han pasado a convertirse en autores (sujetos activos) casi de la noche a la mañana, en creadores de noticias y publicaciones sin filtro y sin criterio alguno, con lo que la afección de la información ha sido más que evidente. Todo ello ha sobrevenido en un tsunami de bulos y propaganda, tanto comercial como política, verdaderamente insostenible para cualquier tipo de consumidor. Y, si bien al principio pudo tener su repercusión mediática, en algún momento desembocará en hastío e indiferencia, sobre todo, por esa infoxicación de la que hablábamos páginas atrás, ya que el contraste del dato es un ejercicio que el lector o televidente prefiere evitar a toda costa por falta de tiempo y de interés.

Resulta extraordinariamente complejo hacer cambiar de opinión a alguien que ya tiene una. De ahí que en marketing suela funcionar la clásica ley de Pareto, que viene a recomendar que viertas tus esfuerzos comerciales en el 20% de los clientes que te están aportando el 80% de tus ingresos, relegando al 80% restante que no llega ni a la cuarta parte de los mismos. O lo que es lo mismo, fomentar la técnica de la retención, antes que la de la captación que, hablando de captación, será este el empeño más milagroso que tengan que hacer a partir de ahora tanto marcas como medios: captar la atención del usuario y/o del cliente, teniendo en cuenta los centenares de impactos diarios que recibe. Y de ahí que empiece a cobrar relevancia el neuromarketing, intentando apuntar la flecha hacia conductas emocionales, más que a las estrictamente racionales, como pudieran ser el precio, la funcionalidad o las prestaciones de un determinado producto o servicio.

El cambio de modelo en la gestión de la comunicación mediática es un hecho, así como el surgimiento de nuevas tendencias de consumo emergente, lo cual, junto con el desplome de las cotizaciones bursátiles y la pérdida de confianza y compromiso, son algunas de las consecuencias de las inversiones publicitarias en medios, sin olvidar la entrada en el juego escénico de nuevos actores, como son los empresarios de éxito y nuevo cuño que deciden invertir parte de su capital en la compra de medios, como es el caso de Jeff Bezos, dueño de Amazon y su adquisición en 2013 de The Washington Post, práctica por otra parte muy del gusto de las grandes fortunas mundiales a lo largo de la historia.

La cuestión de fondo en cualquier caso sería: ¿Leeremos en las páginas de The Washington Post algún día una noticia contraria a los intereses o a las técnicas monopolísticas de Amazon? Jared Kuschner, yerno de Donald Trump y autor de la célebre frase “Los ciudadanos estadounidenses son los empleados del Gobierno de los Estados Unidos de América”, compró el rotativo The New York Observer con el obvio objetivo de compensar su mala prensa por causa de sus negocios inmobiliarios. A lo largo de la historia, nos encontramos con muchos casos similares, uno de los más significativos quizá es el del empresario Rupert Murdoch, propietario y/o accionista de Fox News (News International), corporación que engloba a su vez The Sun, The Times, Fox, Sky, etc. y acusado en varios escándalos de manipulación de información, apropiación indebida de datos, soborno, corrupción… El fenómeno (tantas veces y tan profusamente cuestionado) de la globalización empresarial y de la concentración de medios –que sin duda han llegado para instalarse definitivamente en nuestras vidas- ha traído unas cosas malas y otras peores.

No podemos olvidar (aceptadísimo orgánicamente por la audiencia) el triple salto mortal que han efectuado algunas de las plataformas y operadoras de telecomunicaciones al mundo de la comunicación, como es el caso de Telefónica Movistar en España y Latinoamérica, solo por citar un ejemplo: si tienes la tecnología y la base de datos para llegar a millones de personas, tan solo tienes que generar contenidos para ofrecerles nuevos canales de información o aún mejor, comprar productoras o ni tan siquiera eso, llegar a acuerdos con ellas para distribuirlos. La Televisión Inteligente (smart TV) ha dado pie igualmente al lanzamiento de nuevas cadenas, aunque por el momento (2020), su modelo de negocio se basa en la suscripción directa por la visualización de películas, series y documentales sin publicidad y en las que no hay más línea editorial que la selección de esa oferta.

Lo cierto es que la adaptación de la prensa ha sido -está siendo- lenta e ineficaz, pensando más en cómo monetizar el “nuevo negocio” que en el lector (y ya “usuario”), en el valor y en la objetividad –o criterio al menos- del contenido.  Definitivamente no se ha sabido ajustar ni a la demanda ni adaptar a los nuevos tiempos: en un intento casi definitorio, se ha intentado en repetidas ocasiones crear un “muro de pago” con la intención de que de una vez, el público pague por recibir información. Con o sin publicidad, los modelos son variados. Aunque el efecto de momento no ha causado un exitoso número de suscripciones, salvo raras excepciones. ¿Por qué? Primeramente, porque el soporte papel es tangible, es un producto que compras físicamente y que lees a lo largo del día, durante el cual lo tienes más o menos a mano y acudes a él o también lo lees “de un tirón”, pero en cualquier caso, pagas por algo que es tangible. La información digital no lo es y este obstáculo es difícil de saltar. En segundo lugar, porque siempre habrá información gratuita en la competencia, y la fidelidad o afiliación al medio no es tan alta para sucumbir al pago. Por último, los mass media no exprimen una de las grandiosas ventajas de la tecnología, la personalización. Si además hablamos de un entorno perpetuo de crisis o de amenaza de crisis y la ausencia casi absoluta de firmas representativas, el resultado es el más absoluto de los fracasos.

Al margen de la cuestión cultural y de la concienciación de que “nada es o puede ser gratis”, la responsabilidad tiene que recaer estrictamente sobre el medio, porque no ha sabido dotar de valores su información, más allá de titulares estrepitosos, imágenes o montajes provocadores o relampagueantes firmas de columnistas, influencers o “tertulianos” de moda. El periodismo de investigación, de calidad, de datos, de imágenes en vivo y en directo o “de trinchera” ha muerto, y el lector es plenamente consciente de ello, como lo es del hecho que todas las cabeceras están inexorablemente casadas con una postura política definida.

Bien es cierto que los ingresos se han visto mermados por este cúmulo de causas, por lo que los medios han tenido la acuciante e irremediable necesidad no solo de reinventarse, sino también de buscar nuevas fuentes de financiación, como muchos negocios. Y lo han hecho, acudiendo a una gran diversidad de recursos, desde los más naturales a los más peregrinos, como por ejemplo creando ‘clubs de compras’ o tiendas virtuales y, sobre todo, llegando a acuerdos comerciales con otras marcas para promocionar y vender sus productos y servicios.

Dentro de esta incesante aunque creativa búsqueda, y al hilo de la necesaria “transformación digital” a la que se ven sometidos y que imponen los nuevos tiempos, los mass media realizan una verdadera diversificación para incrementar sus ingresos: las noticias patrocinadas (por difundir noticias de productos y servicios bajo la apariencia de artículos), las entrevistas a directivos de empresas, los reportajes y los publirreportajes, el servicio AdSense de Google (por ofrecer espacios publicitarios en sus páginas y que depende de factores como número de clics o precio en la subasta de los anuncios), el clickbait, el display Advertising (igualmente por insertar anuncios estáticos o dinámicos de marcas), la promoción de eventos, la venta de entradas, la creación de contenidos exclusivos ad hoc, la suscripción de lectores, los marketplaces para vender productos de terceros, la creación de aplicaciones, el desarrollo de plataformas tecnológicas y por supuesto, la gestión de los datos (data driven) que, sin entrar a valorar el tedioso tema de la privacidad y del registro de las cookies, y con gran cuidado tras el Reglamento Europeo de Protección de Datos (GDPR) en vigor, se ha convertido en una fuente especialmente interesante de negocio.

De lo que podemos estar seguros es de que la venta de periódicos en papel ha pasado a ser algo residual, que posiblemente se sostenga por el valor intangible de que tu cabecera siga teniendo presencia off line en punto de venta, a ojos de la sociedad.

Los medios de comunicación tienen hoy la responsabilidad de hacer comprender al lector o televidente que el acceso a la información gratuita no es sostenible bajo ningún concepto. De ahí esas torpes iniciativas a las que recientemente hemos asistido por fomentar los llamados “muros de pago”. La cuestión que nos planteamos es si la información es un producto de consumo o un servicio tan preciado para pagar por él: ¿hay que pagar por los contenidos?. Quizá el problema radique en que el consumidor no ve “valor” en la información, no lo ve un producto de necesidad alguna, puesto que las fuentes de información que tiene a su disposición son innumerables. De ahí que el éxito que este sistema de pago ha tenido hasta el momento sea muy relativo, del mismo modo que tampoco han sido un éxito los agregadores de contenidos en las redes sociales.

En cuanto a las cifras que dan los propios medios sobre estas suscripciones, no vamos al detalle, ya que nuestra confianza en esta información es precaria.

Algunos medios han querido demostrar que la suscripción o el pago evita el fenómeno de los bulos, aunque tampoco han hecho un gran empeño en ello: ya se sabe que si el bulo genera audiencia, genera ingresos. Otros han intentado convencer con la calidad de la información, aunque hablamos de intangibles y supuestos difícilmente objetivables, por lo que el tema se antoja complejo en su inmensidad.

Salvando el debate, un lector que es “de derechas”, quiere recibir información de derechas y un lector “de izquierdas” quiere recibir información de izquierdas. ¿Qué objetividad podemos salvaguardar en este silogismo? No existe discusión posible al respecto.

Lo único cierto es que el medio de comunicación es hoy un soporte de publicidad y anecdóticamente, un canal de información al servicio de algo o alguien.

Hace no mucho se intentó representar en la figura del defensor del espectador o lector esa carencia absoluta por el rigor de los medios, aunque la iniciativa tampoco prosperó. ¿Qué credibilidad puede tener alguien a sueldo del medio? Es un over promise en toda regla, del que el usuario desconfía por naturaleza o por defecto.

¿Qué expectativas tiene la sociedad sobre la ética (teoría, del individuo) o sobre la conducta moral (praxis, del conjunto) de los medios? En un mundo hiper-informado, de sobra es conocido por todos la postura política e ideológica de un determinado canal de comunicación. El lector o espectador es libre (en este caso sí) de elegir su fuente de información.

Si bien hubo un tiempo en el que el “cuarto poder” gozó de una digna y ganada reputación, la actual carencia de valores y de liderazgo desembocan en ese desapego y desconfianza predominantes. Podemos concluir que no ha sabido reconducir su potencial originario como fuente de saber y conocimiento, ni tan siquiera como foro abierto de libre discusión.

A ello se añaden los actores novísimos que han entrado en la escena mediática, como son los “verificadores de información”, promovidos desde institutos privados, subvencionados con fondos públicos en su mayoría, sobre los que pasaremos casi de puntillas en su momento.

En el ámbito nacional, sí cabría hacer una mención de la eliminación legislativa de publicidad en la Radio Televisión Española en el año 2010, gracias a la que consorcios como Mediaset (Cuatro y Telecinco) y Atresmedia (Antena 3 y La Sexta) se reparten el pastel publicitario español, dejando para la televisión pública patrocinios y promociones encubiertas, frecuentemente denunciadas y por la que el espectador vive en un estado de duopolio desde entonces. Decir que estos grupos mediáticos también se benefician de subvenciones públicas periódicas.

Recientemente, los medios en general y las redes sociales en particular se han hecho eco de la decisión del Gobierno de España de subvencionar con quince millones de euros a las televisiones privadas (hay varias, pero con share y difusión suficiente, solo los dos consorcios mencionados anteriormente). El Ejecutivo esgrime dos argumentos para ello: por un lado, afirma que se trata de una ayuda para «mantener durante seis meses determinados porcentajes de cobertura poblacional obligatoria». Por otro, asegura que las televisiones están sufriendo una «brusca caída en los ingresos» y explica esas ayudas para que estas compañías «puedan gozar de una mayor liquidez en aras de la adecuada prestación de este servicio esencial». El debate está en todo lo alto. ¿Es esencial la información que emite o distribuye un medio privado sostenido en parte con dinero de todos? Si la respuesta es afirmativa, ¿hasta qué punto lo es? ¿Lo es más que las organizaciones no gubernamentales que se baten en duelo con las dificultades y las necesidades de los más necesitados? ¿Lo es más que los agricultores que son quienes proveen al pueblo de los alimentos? ¿Lo es más que la luz o el agua o la vivienda? (…). Podríamos llamar a esta reflexión “demagogia”, aunque lejísimos de hablar “de política”, su objeto no es otro que el análisis sin sesgo alguno de la situación mediática actual.

“¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela”.

PROVERBIOS Y CANTARES (Nuevas Canciones, LXXXV – 2ª Parte)

Antonio Machado

La creciente industria de la Inteligencia Artificial está redactando titulares a través de bots y algoritmos, que seleccionan cuidadosamente palabras –determinadas con premeditación- para captar la atención del usuario y provocar el clic, principal objetivo de la comunicación digital que rige ahora, al margen de su capacidad como fuente de ingresos.

El proceso de la digitalización ha permitido que el negocio de la comunicación crea que prescindiendo de grandes profesionales, puede seguir disfrutando de una reputación sin tacha. ¿Hasta qué punto puede la información ser considerada una mercancía? La Economía Política de la Comunicación y de las Industrias Culturales se ha venido ocupando con un extraordinario rigor y perspectiva de la cadena de suministro del mensaje: empresas, gobiernos, responsables de producción y distribución de contenidos, anunciantes, regulación del propio mercado, análisis de públicos y audiencias e incluso del propio mensaje. Pero quizá ha pasado por alto no solo la labor del periodista, sino también su resultado, la importancia que tiene el verdadero periodismo de investigación de libre expresión para las conciencias en cada momento de la historia. Cuando un lector lee dos opiniones diferentes aunque basadas en lo empírico, en el dato objetivo y también en el conocimiento adquirido y en la experiencia demostrada, puede comparar y puede elegir. Hoy impera, salvando las distancias existentes, un periodismo básicamente de consumo, en el que las cosas son blancas o negras sin más análisis ni concreción que los hechos anecdóticos y aislados de la actualidad. La conclusión generalizada es aceptar este nuevo periodismo como un fugaz entretenimiento, quizá sin atender a que aceptando esa realidad, el cerebro deja de realizar ejercicio alguno y deja de conectar ideas y reflexiones. El gran competidor del buen periodismo es cualquier usuario de una red social, cuyo mensaje se expande ahora tan rápido como el del mayor medio de comunicación del mundo. Incluso las mismas redes sociales generan noticias en un mundo en el que existen 7.000 millones de dispositivos conectados a la Red permanentemente. ¿Qué protección tiene el consumidor cuando un algoritmo social diseña propaganda y se la sirve de forma personalizada, como sucedió en las pasadas elecciones a la Presidencia de Estados Unidos, y por cuya campaña una aplicación de Cambridge Analítica se hizo con los datos privados de 50 millones de personas? ¿Y cuando en una calle cualquiera de Pekin hay decenas de cámaras (unos 200 millones en toda China) captando datos biométricos a través de inteligencia artificial?

El negocio de la comercialización de datos en agregado para diseminar publicidad programática no solo es un hecho, sino que está en auge, por lo que este ecosistema mediático enciende las alarmas de la verdad, de la veracidad. Por ejemplo, en el caso de las empresas demoscópicas, no ya las de régimen público como vimos anteriormente, sino también las de capital estrictamente privado, ¿cuál es el grado o el índice de credibilidad que podemos otorgarle a quienes manejan los datos, las encuestas y los estudios de opinión y/o mercado? ¿Realmente sus resultados –y su difusión- no están a la orden de quien encarga y paga el trabajo?

La verdad –incluso la búsqueda de la verdad- no pasa precisamente por su mejor momento, a pesar de la advertencia en la lápida de McLuhan, y es en este punto donde nos felicitamos por la visión amplia de los Estudios Culturales en contraposición con los análisis de la Economía Política de la Comunicación, al mostrar una mayor predisposición a la responsable interpretación del usuario, como consumidor de información, a su innata predisposición por la socialización y a su consecuente búsqueda por la veracidad de los hechos.

Dicho todo ello, el ser humano no suele ir en busca de otras opiniones, sino que busca corroborar la suya. Buscamos argumentos para seguir pensando lo que pensamos porque cambiar de opinión sin más es además de doloroso, complejo para nuestro cerebro. Por lo que nos afanamos por justificar lo ya aprendido, conocido o experimentado, lo que es considerado una tara que usamos “para que la verdad duela menos”, por la que (lejos de activar cualquier posibilidad para el pensamiento crítico) atendemos mejor a las ideas que confirman lo que ya sabemos o nos consta.

Es lo que en neurocomunicación y en psicología cognitiva se suele denominar “sesgo de confirmación”, la tendencia a buscar, interpretar y recordar la información que viene a confirmar nuestra ideología preconcebida, nuestra creencia o también nuestra hipótesis. Todo un error sistemático del razonamiento inductivo que viene a corroborar la pereza cerebral de los seres humanos y su rechazo ante la adversidad o la crítica, sea del tipo que sea.

Ocurre siempre que se interpreta información sesgadamente. Y es lo que ocurre cuando “nos gusta una marca”, un personaje famoso o incluso nuestra potencial pareja de vida, porque cuanto mayor carga emocional subsista, mayor es la perseverancia o la convicción. Es el efecto de primacía irracional, que tiene lugar incluso en el ámbito informativo cuando se demuestra taxativamente la falsedad de una noticia (véase Guerra de Irak y las supuestas armas de destrucción masiva a principios del siglo XXI), situación en la que el individuo ignora por completo cualquier alternativa a la adquirida en un primer momento.

Es en este escenario donde el fenómeno de la posverdad resurge de sus cenizas. En palabras del periodista Iñaki Gabilondo: “la mentira de toda la vida, un chisme, una patraña, una calumnia, un globo sonda que se convierte en un veneno que se expande peligrosamente”, donde la información se ha convertido en una performance endogámica en la que únicamente se apela a la emoción y sobre la que tenemos casos de última hora como es el Brexit, la salida del Reino Unido de la Unión Europea bajo una serie de amenazas, hipérboles informativas, manipulación de datos, contradicciones y bulos, que gran parte del pueblo británico creyó –votando en referéndum por ella en 2016-, y estrechamente relacionada con las fake news, tan tristemente de moda.

Más que una mentira, podemos identificar la posverdad con una distorsión deliberada de la realidad, en la que un hecho objetivo e inapelable disfruta de peor prensa que una creencia fáctica e instaurada. Lo que es lo mismo o aún peor, un engaño emotivo, hacer creer una mentira para influir por lo general en el comportamiento social, por lo que algo que aparentemente es verdad cobra más importancia que la verdad, lo que no deja de ser un neologismo, un eufemismo que relega a un segundo plano al dato objetivo.

El problema sobre esta cuestión radica en la rápida viralización del mensaje así como en su increíble trascendencia, gracias muy especialmente a las redes sociales, auténtico altavoz y medio natural para su progresión y prolongación. Es una realidad que la globalización digitalizada trae, que todos hemos aceptado y en la que de una u otra forma, participamos, consecuencia irremediable de la falta de confianza en las Instituciones, en los Poderes Públicos y en la independencia de los medios de comunicación. El rumor y la calumnia -como manifestación de las culturas políticas y mediáticas- venden hoy más que lo cierto objetivo.

Por otro lado, la contrastación de la información se antoja un deber (deontológico) difícilmente aplicable por esa celeridad con la que navega el mensaje, la ingente cantidad de información y los pocos recursos de la industria mediática, advertidos con anterioridad: una vez más la reconversión de los medios en fuentes de entretenimiento queda nuevamente corroborado.

La caída en las ventas de los periódicos, la imposibilidad de amortiguar el descenso vertiginoso de los ingresos en papel con la publicidad, la búsqueda de la fórmula por democratizar las suscripciones digitales, el incremento de medios sociales y su fácil acceso… Todo ello conforma el caldo de cultivo perfecto para que vivamos una fragmentación de canales y fuentes de información como nunca en la historia.

Aunque esta nueva –o no tan nueva- desinformación no se reduce solo a la generación de falsos contenidos, sino que tiene que ver con la utilización de la Inteligencia Artificial, el deep learning, la programación de algoritmos, la producción masiva de consignas radicales, el anonimato y la suplantación de identidades, la elaboración de mensajes superfluos… Herramientas todas ellas puestas al servicio de causas siempre con un interés político, económico o ambos.

Los medios de comunicación en general y los sociales y digitales en particular olvidan su mission statement, el motivo fundamental por el que en algún momento disfrutaron del respeto de los consumidores: su credibilidad, su objetividad, su independencia, su libertad de expresión, su código deontológico, su investigación, su búsqueda de la verdad. Todo ello para fomentar el diálogo, el análisis y la opinión en libertad.

Hoy impera de parte de la audiencia el afán por escanear la novedad, por no leer, salvo titulares, post o tweets (de ahí el éxito de los formatos audiovisuales como el video, el gif y aún peor, del meme y del emoticono), y de parte del conglomerado mediático, el fervor por el clic, la pasión por el lead y el big data (no smart data), el sensacionalismo, el mecanicismo de la información siempre partidista y la subvención, obviando por completo la máxima del marketing: poner al usuario en el eje de la conversación, de la experiencia, de la comunicación, a través de la atención, el interés, el deseo y la acción.

El impacto que las nuevas tecnologías de la información ha tenido sobre los usuarios es trascendental: entre los resultados del último estudio Q-Panel de la Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación (AIMC), realizado a inicios del año 2020, nos encontramos con que se incrementa el número de personas que ve la televisión al mismo tiempo que hace uso de internet en otra pantalla, como el ordenador, la tablet o el smartphone, con lo que volvemos a constatar el grave problema de atención que tenemos como sociedad hoy, y que el catedrático de Derecho de la Universidad de Columbia Tim Wu, explica y desarrolla con destreza en su “Comerciantes de atención. La Lucha épica por entrar en nuestra cabeza” (2017), en el que haciéndose eco del aluvión de mensajes, incentivos publicitarios, patrocinios, promociones, ofertas, marcas, redes sociales, denuncia que el modelo básico de los comerciantes de atención es el mismo, aunque hoy cuentan con más recursos y más herramientas para la distracción, para el ruido y para conseguir atrapar nuestra consideración, la cual es vendida o revendida al mejor postor.

Por una parte, el monopolio o duopolio de los medios de comunicación de masas existente en cada país. Por otra, los Google (Alphabet), Amazon, Facebook (que también es Whatsapp e Instagram), Twitter… El usuario no tiene escapatoria a no ser que empiece a responsabilizarse de su propia identidad y libertad.

Wu reflexiona: “¿qué pasó con el idealismo que guió los principios de Internet? Lo hicimos saltar por los aires. Se pensaba que cuando la humanidad se pudiera comunicar, se superarían las diferencias, pero quisimos tenerlo todo y fuimos ciegos ante el corazón capitalista de la empresa. Cuando Google y Facebook pasaron a ser empresas de anuncios, ganaron mucho dinero y todos los demás también quisieron ser multimillonarios. Además, los ideales del principio no se institucionalizaron, no se construyó nada para fijarlos. La única excepción es Wikipedia, que es lo que Internet pudo haber sido y debió ser”.

Es preciso sin duda recuperar la propiedad de nuestra propia atención, la cual está permanentemente amenazada desde todos los flancos y en todos los momentos del día, centrar el foco de lo importante. Cuando consideramos que el contenido es gratis, el producto somos nosotros.

Google, Facebook y otros pagan a agencias que verifican la veracidad de las noticias, actividad que realizan en todo el mundo.  Entonces, ¿dejamos la verdad en manos de consorcios mediáticos, en marketplaces, en plataformas que distribuyen publicidad de la misma forma que noticias? ¿Cuál es en rango de credibilidad que podemos otorgarles?

Son diferentes organismos los que se autoproclaman como “reguladores de la información” en todo el mundo. Entre las competencias de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) y dentro del Programa Internacional para la Promoción de la Comunicación, está la de “promocionar la  libre circulación de ideas por medios audiovisuales, defendiendo y garantizando la libertad de expresión –también en internet (sic)-, fomentando la libertad de prensa y la independencia, el pluralismo y la diversidad de los medios de comunicación, considerando que estos derechos son los fundamentos para la democracia, el desarrollo y el diálogo, básicos para la protección y la promoción del resto de derechos humanos y contribuyendo al fortalecimiento de las normas de la profesión periodística mediante el desarrollo de mecanismos de autorregulación, como los códigos deontológicos, los consejos de prensa y los mediadores internos”.

Lo cierto es que tanto las instituciones como las leyes internacionales, los  decretos o reales decreto nacionales o los bandos municipales deben estar al servicio del interés público. ¿Dónde acaba la privacidad y dónde empieza la libertad de expresión? ¿Quién tiene la potestad para definir el interés general? ¿La justicia? ¿El sentido común? ¿La responsabilidad particular o profesional? ¿Cómo se prueba la comercialización de los datos? ¿O la intención de manipular una información? Si una misma noticia o información se puede crear de diferentes maneras, atendiendo a la interpretación de los usuarios, y esparcir por una inmensidad de canales, ¿cómo se sigue permitiendo la impunidad de los comerciantes de la verdad, escondidos tras el anonimato que garantiza internet?

En el libro Las palabras pueden cambiar tu cerebro, Mark Waldman y Andrew Newberg, psiquiatras y profesores de las Universidades de California, explican que cuando se escucha la palabra ‘no’ al comienzo de un diálogo, el cerebro empieza a liberar cortisol, la hormona del estrés, lo que nos pone en alerta. Y al contrario, cuando escuchamos un ‘sí’, se activa una liberación de dopamina, la hormona de la recompensa y el bienestar.

Sirva este exiguo ejemplo para determinar que el ser humano es altamente manipulable, en relación proporcional a su carencia de curiosidad, a su background como lector, como analista de su realidad. ¿Son las personas con gran cultura más libres? ¿Interpretan mejor la información? ¿Son mejor conocedores de “la verdad”?

El mensaje de la propaganda nazi fue simple y único: “los judíos son los causantes de todos los problemas económicos de Alemania”. Y a través de múltiples manifestaciones antisemitas y poniendo todos los medios de comunicación a su alcance (teatro, cine, literatura, prensa y radio) al servicio de la causa, Goebbels consiguió convencer a todo un pueblo a través de tácticas de persuasión nunca usadas con tanta fruición, vehemencia y exactitud: simplificación e individualización del enemigo, invención de noticias, tergiversación de datos, desfiguración y conversión de anécdotas en graves amenazas, repetición de mensajes, creación de “globos sonda”, impresión de unanimidad, convergencia de perspectivas, citación y apelación de diversidad de fuentes, difusión de argumentos arraigados… La historia nos aporta certezas  de que una falacia repetida hasta la saciedad, se convierte en una verdad y como muestra, un botón: para justificar la invasión de Polonia por parte de Alemania, Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Tercer Reich no dudó en manipular y distribuir imágenes y videos montados con destreza que mostraban supuestos polacos maltratando a los alemanes residentes en Polonia, lo que desencadenó la ira del pueblo alemán y el argumento perfecto para que a principios de septiembre de 1939 ocurriera la invasión de Polonia.

Hobbes en “El Leviatán” ya expuso la idea de que “quien tiene la información, tiene el poder”, aunque seguramente no imaginaba que su sentencia se convertiría en una frase con tanta vigencia en 2020, año de la pandemia mundial.

Como consumidores, tenemos que exigirnos criterio, reclamar limpieza en la información y en la comunicación, denunciar el abuso tanto de administraciones y de empresas (sean o no medios de comunicación), como también de los propios consumidores. Como empresas de comunicación, tenemos la responsabilidad no solo de atender a nuestros principios más elementales de libertad de expresión, sino también de contratar la información con objetividad, separándola o avisando en cualquier caso de la opinión. Como administración, tenemos la responsabilidad de velar por el cumplimiento de la sanidad informativa y hacer alarde y ejemplo de ello, teniendo siempre presente la diferenciación entre el ámbito de lo público y lo privado

Hoy, la misión de la comunicación en general y del periodismo y de los medios en concreto no es ya contar la verdad tras investigar unos hechos, no es el fruto de una reflexión, de un análisis o de un proceso de documentación, no es difundir o divulgar un conocimiento adquirido o una experiencia, no es informar a través del dato certero sino entretener, comercializar la opinión dentro de una línea editorial preestablecida, dirigida y lejos del pluralismo ideológico como si fuera un producto de consumo, manipular, intentar convencer y persuadir a las masas para venderlo sin una argumentación sólida, principios o programas, sin atender a motivos objetivos racionales sino emocionales, intuitivos y puramente de divertimento, buscando siempre el clic, la subvención, el mayor share, el adoctrinamiento colectivo o la compra compulsiva sin ningún tipo de esfuerzo.

¿Cuál es el próximo paso de este cambio mediático? ¿Es necesario que alguien siga ordenando la agenda Setting y si es así, a quién le otorgamos dicha responsabilidad? Volver a la verdad. Independientemente de los nuevos canales de comunicación que vendrán sustentados por el despliegue indiscriminado del Internet de las Cosas y el 5G, gracias a los que las próximas generaciones estarán literalmente en permanente contacto con innovadores medios automatizados, el siguiente paso es el de volver a la verdad, al hecho objetivo y probado, más allá del ruido, de los cortes publicitarios y de las pautas estrictamente comerciales.

La verdad (“Que la verdad no te estropee un buen titular”) no vende ejemplares ni clics hoy. Pero es imprescindible recurrir a ella, porque solo a partir de ahí podemos fomentar la opinión, la discusión, el debate, el encuentro de ideas y la amplitud de miras, solo desde la verdad y siempre desde la verdad.

Rafa Rojano

 

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