Por Javier Pardo de Santayana

(Sobre 1920, familia Díaz Calderón)

Muchas veces he reflexionado sobre lo que pudiera ser la banda sonora de una vida. Recuerdo un momento concreto: el que sitúo en los tiempos de la sesión continua, cuando una película era repetida una vez tras otra y uno podía entrar en cualquier momento. Entré en la sala y el film se estaba, en efecto, proyectando, pero al principio tan sólo oía, no veía. Entonces caí en la cuenta de que una película es, sobre todo, un silencio en el que de cuando en cuando surgen las voces y los ruidos. Y pensé entonces en lo que sería un registro de nuestras propias vidas reales, porque lo que hacemos sobre todo es pensar para nuestros adentros; sí, pensar para nosotros mismos, y de una manera fraccionada – casi siempre caótica – que quizá nos avergonzaría si por ventura quedara registrada.

De vez en cuando hablamos, y esto es cierto, pero cuando lo hacemos es de forma imperfecta. Seguramente hasta el más sabio cometerá errores gramaticales y saltará de una cosa a otra a medida que se le crucen en el cerebro nuevas ideas hagan o no al caso, pues la palabra sucede al pensamiento y éste se fija en cualquier estímulo posible. Se trata de una actividad silenciosa del cerebro que por suerte no queda registrada y que se irá a la tumba fría con su dueño. Tengo entendido que el cine ya se atrevió a imaginar un personaje que tuvo la humorada de grabar toda su vida instante a instante – cosa ya teóricamente posible – mas desconozco en qué quedó la cosa. En todo caso imagino el desastre del empeño, porque la prueba no tiene otro final que no sea decepcionante para la raza humana. Es más, si alguien realmente se expresara normalmente con la perfección y el tino deseables de seguro sería tachado de cursi y de redicho por la gente.

Pero imaginen ustedes que esto fuera ya posible; es más, que nuestra propia vida pudiera ser mostrada no sólo a generaciones posteriores sino también a otras anteriores para ser objeto de contraste. Por ejemplo, a la generación de nuestros padres. Pues de seguro que, de entrada, éstos se verían desorientados sin entender la mitad de lo que escucharían. Se preguntarían, por ejemplo, que a qué vienen palabras como “un like it”, un “la iteuve”, o un “unidas podemos” en la voz de un maromo. O a qué viene lo de “me dedico al running” o a hacer “footing” y cosas así; por el estilo. Y les llamaría la atención que a cada pregunta contestáramos siempre con el latiguillo de “la verdad es que”, como si decir la verdad fuera algo extraordinario. Y se extrañarían de que los estudiantes de bachillerato desconocieran los afluentes de los ríos españoles o la lista de los reyes godos mientras se desenvuelven con soltura manejando aparatos desconocidos en los que ocupan la mayor parte de las horas sin otro objetivo que matar el tiempo. Sí que reconocerían, en cambio, las blasfemias o “casi blasfemias” con que algunos todavía esmaltan sus decires, porque lo malo todo lo resiste.

O sea que así se vendría a revelar la mala educación que va en aumento en todos los sentidos aquí, por nuestros pagos. Pues, efectivamente, nuestro mayores se mostrarían asombrados de un montón de cosas: les parecería vomitivo, por ejemplo, vernos ingerir una hamburguesa dilatando la apertura de la boca hasta el extremo del descoyuntamiento, y les extrañaría ese desmoronamiento del producto que hace correr por el escote o la camisa la aparatosa salsa de tomate.

Caramba con los modales, se dirán. Y en este verano del dos mil diecinueve creerían haber llegado a Sodoma o Gomorra al ver a las señoras casi en paños menores incluso en los recintos sacros. Y les llamaría la atención oír hablar de dos conceptos tan sublimes como el “servicio” o el “orgullo” aplicados a cosas que poco tienen que ver con la virtud.

También supongo que les llamaría la atención ver las “noticias del telediario”: esa acumulación de horrores como ración diaria informativa: hombres que matan a sus esposas o compañeras – concubinas dirían los antiguos – y rematan su trabajo cargándose a los hijos. Bueno, lo de matar a los propios hijos ya existía de antes, pero solía estar mal visto, entre otras cosas porque no se pedía el permiso del occiso, mientras que ahora no lo está tanto si se trata de la propia madre directamente o por vía interpuesta; que ya entonces es objeto del famoso “orgullo del género” como muestra de su empoderamiento.

Y se enterarían de como está la formación de nuestros nietos: con alumnos que sacuden a sus profesores o ridiculizan y martirizan a sus compañeros. Y con jóvenes que abusan de las mujeres en manada, enardecidos por la expansión de una pornografía en que se iniciaron siendo niños. También dirían que parecemos empeñados en perfeccionar nuestros incendios, de tal forma que a este ritmo pronto nos habremos cargado ya definitivamente cuanto repoblamos en lo que algunos se atreven a llamar “tiempos oscuros”.

También les impresionará, pobres criaturas, ver cómo, pese a la herencia de gobierno que nos legaron los antiguos griegos y romanos, hemos llegado a dar el salto al “no es no” famoso: ese resumen genial y matizado de la pureza democrática y del buen rollo del amor fraterno.

¿Qué de dónde procede este negro panorama? Pues indudablemente de una mala educación de base que en esta España nuestra empieza ya desde la edad más tierna ante unos padres desarmados por la llamada “corrección política”.

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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