Por Javier Pardo de Santayana
(Gonzalo Caballero, torero)
Caballero es su nombre. Su vocación, torero.
Quizás ustedes se digan que a qué santo viene traer repetidamente a estos artículos la figura de un matador de toros. Mas la razón es que, según parece, existe un tipo humano que está identificado con su gremio y cuya actitud ante la muerte rompe todo los cánones del proceder humano. Y, en efecto, aquí va apareciendo una galería de jóvenes y no tan jóvenes artistas que se exponen al encuentro casi diario con el peligro cierto de morir.
Los hemos visto exponiendo su vida por medirse a sí mismos ”sacando el alma a pasear” incluso después de haber sufrido una herida profunda con doble recorrido, una costilla rota y una rodilla destruida, o adelantándose a su propia muerte con una carta previamente incluida en su equipaje. O jugándosela pese a haber perdido ya un ojo toreando. O que, habiendo ya alcanzado el culmen de la gloria, atribuirían su éxito a la permanente amenaza del peligro.
Ahora se trata de otro joven que acaba de estar en trance de perder la vida. Gonzalo es su nombre de pila, y Caballero su apellido. Le empitonaría un toro cuando entrando a matar se nos volcó en la suerte con la ilusión de rematar brillantemente su faena. Y dice que sintió en sus manos los borbotones de su propia sangre y en su cabeza la impresión de estar viviendo los últimos segundos de su vida, Sí, se sintió morir cuando notó que se le escapaba ésta con cada latido de su corazón de artista. Nos confiesa lo duro que fue entonces admitir la presencia viva de una muerte que ya empezaba a ser la suya y que él veía ya casi consumada.
Sólo minutos antes, él mismo había brindado la muerte de su toro a un cirujano que le salvó la vida en ocasión reciente. Había sido un gesto muy intenso, muy de verdad: no sólo de amistad o cortesía como lo hiciera muchas veces, sino de profunda y sincera gratitud porque gracias a él seguía vivo. Y, fíjese usted por donde, ahora – tan sólo unos minutos después de aquel brindis tan sincero y tan sentido – el futuro volvía a estar en aquellas mismas manos prodigiosas.
Nos dicen que no resultó fácil, que durante un buen rato la vida y la muerte se alternaban. “Un milagro” dicen los entendidos, no sólo porque el torero nos habla de haber vivido un largo rato con la impresión de estar muriéndose – aquellos instantes en que metió el puño en la herida o aquel fallo renal que parecía ya definitivo – y por lo que se ve, no le faltaba la razón. Quienes siguieron minuto a minuto su cogida y las intervenciones que habría de sufrir para sacarle de la muerte, garantizar su vida e intentar recuperar primero sus funciones básicas y la restauración interna de mecanismos vitales destrozados – nos hablan efectivamente de un milagro. No es de extrañar, por tanto que con la primera desesperación brotara también el agradecimiento a aquel doctor que por dos veces no sólo le salvó la vida sino que le puso con rapidez y pericia en condiciones de reanudar su vocación. Y a quién, sin duda, recurrió el joven torero en aquellos largos instantes angustiosos, esto es, a la fe que le legaron sus mayores: a Dios y a aquella Virgen de sus rezos.
Cualquier persona medianamente razonable que se hallara en parecidas circunstancias decidiría renunciar definitivamente a correr de nuevo el riesgo que le llevó a vivir momentos tan insoportables como aquéllos. Ningún motivo podría forzarle a experimentar sufrimientos como los pasados en aquellos instantes angustiosos. Y, sin embargo, apenas recuperado de este trance, aunque aún inútil para desarrollar cualquier actividad que requiriera esfuerzos más allá de los que fueran esenciales, nuestro hombre, lejos de renunciar a experimentar nuevos peligros, ya está pensando en recobrar de nuevo su vocación de siempre. Y volvió a sus deseos la esperanza, y está otra vez soñando con regresar cuanto antes a los ruedos para seguir creando ese arte efímero que él mismo ha de inventarse cada tarde con el valor del riesgo y con la fluidez y la espontaneidad del gesto en ese paso de danza que es cada revuelo de la capa o cada gesto de dominio que la muleta traza en la faena.
Y uno, que tuvo su fase torera siendo niño cuando le jaleaban su destreza en recoger con su plumilla la gracia alada del arte de los toros, no puede dejar de ver un arquetipo de valiente en las actitudes estéticas y éticas de este joven torero madrileño.