O todas putas o todas monjas

Amparándose en una presunta protección de la privacidad ajena, la ley de Protección de Datos hace que la vida cotidiana de los españolitos de a pie sea cada día un poco más difícil

O todas putas o todas monjas

«O todas putas o todas monjas». Es lo que decía la inefable María Antonia Iglesias cuando algún majadero pretendía aplicarle la ley del embudo y a ella se le hinchaba la vena. Algo con lo que no puedo estar más de acuerdo, pero que sólo una personalidad como ella podía decir con toda naturalidad en radio o televisión sin que nadie pusiera el grito en el cielo. Hoy, el feminismo feroz, la progresía pacata y liberticida la tacharía -precisamente a ella- de machista. Y hasta de facha.

Viene esta reflexión a cuento de la pesadísima, ineficaz y hasta totalitaria Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales. Una ley que con la excusa de la defensa de la privacidad de personas e instituciones sirve para todo lo contrario a lo que tan denodadamente proclama su exposición de motivos. Más que una ley, es una coartada legal para vulnerar la privacidad del pueblo soberano. Para que, en la práctica, todos, menos el ciudadano afectado –Estado, instituciones públicas y privadas, empresas de todo tipo, etcétera– almacenen, accedan, manipulen y comercien con sus datos personales o su imagen. Cosas del totalitario mundo orwelliano en el que vivimos con apariencia de estado democrático y de derecho.

Además, amparándose en una presunta protección de la privacidad ajena, la ley de Protección de Datos hace que la vida cotidiana de los españolitos de a pie sea cada día un poco más difícil, como si no fuera ya bastante jodida.

Supongamos, por ejemplo, que usted, persona caritativa y solidaria, decide ejercer la obra de misericordia de visitar a los enfermos. Y se va al hospital La Paz, pongamos por caso, a ver a su amigo Juan, a quien acaban de operar de apendicitis. Como se le ha olvidado el número de habitación –o no lo sabe– ingenuamente se dirige al puesto de información para que se lo den. Pues no señor, no se lo darán. Es igual que usted vaya documentado, que sepa el nombre y apellidos de su amigo; su edad, profesión y domicilio; y hasta el nombre de su mujer y su número de hijos: la ley de Protección de Datos –insiste su interlocutor con una sonrisa forzada– no lo permite. Y usted se tiene que ir del hospital sin ver a su amigo. Así protege la ‘intimidad’ de Juan, y de paso nos jode un poquito más la vida nuestro preclaro Estado democrático y de derecho.

Otro ejemplo cotidiano. Usted tiene costumbre de llamar diariamente a su anciana madre, que vive sola en otra ciudad. Un buen día llama y no contesta nadie. Insiste una y otra vez, y lo mismo. Preocupado, llama a Telefónica. O sea, a Movistar. Usted se identifica en el sistema automático. Se vuelve identificar ante la operadora. Simplemente quiere saber si el número de teléfono de su madre está estropeado. Le explica a la señorita su preocupación, su madre vive sola… etcétera; además del número de teléfono, le da usted el nombre y apellidos de su madre, su ciudad de residencia y domicilio. Bueno, pues no hay nada que hacer. De nuevo, la ley de Protección de Datos impide hacer la gestión, recita monocorde la operadora. Mientras usted decide si debe viajar para ver qué le pasa a su madre (o a su teléfono), tendrá que localizar, si puede, a alguno de sus vecinos o llamar a la policía. Otro ejemplo de la formidable contribución de la ley de Protección de Datos al bienestar y seguridad de los ciudadanos.

A estos ejemplos añadan ustedes los que quieran. Situaciones kafkianas que el ciudadano supuestamente ‘protegido’ debe afrontar a portagayola: imposible gestionar en nombre de un familiar la modificación de un contrato de suministro de cualquier clase –eso sí, para el alta todo son facilidades–, especialmente los de telefonía; tampoco podrá tramitar un simple parte de daños a su seguro de hogar –o a su compañía de servicios– por una avería cualquiera si el titular del contrato no es usted sino su tía Margarita, que tiene 83 años. Etcétera.

La otra cara de la moneda, la parte ancha del embudo de la benéfica y protectora ley de Protección de Datos es la que corresponde al Gran Hermano Estado. Al Fisco, a los gigantes del Big Data (Google, Microsoft, Facebook, WhatsApp…) o a la ingente cantidad de empresas públicas y privadas que también almacenan, acceden, manipulan y comercian con sus datos personales y su imagen. Datos que para más inri usted nunca les ha dado. A veces sí, obligatoriamente. Ya no hablo del Fisco o de las empresas de servicios con las que mantiene una relación contractual. Me refiero a algo tan rutinario como comprar un billete de avión o de RENFE, por ejemplo. Si usted quiere comprarlo deberá proporcionar obligatoriamente sus datos personales: nombre, apellidos, domicilio, DNI, teléfono, correo electrónico… Y autorizar expresamente su ‘tratamiento’ informático. O sea, regalárselos por la cara para hagan con ellos lo que quieran. Un chantaje en toda regla. Así ‘protege’ su privacidad personal, y su imagen, la ley de Protección de Datos. Una ley orwelliana.

Este vergonzoso comercio con nuestros datos personales, legalizado aunque ilegal, es un flagrante atropello a nuestros derechos y privacidad, incluso en la intimidad de nuestro hogar. La misma ley que impide al ciudadano acceder a información básica, permite el enriquecimiento de empresas e instituciones que acceden y explotan nuestra privacidad sin ninguna limitación. Y sin nuestro conocimiento.

Así, es posible que esta panda de golfos y desaprensivos utilicen nuestra imagen e invadan nuestra intimidad; que perturben nuestro descanso o nuestro ocio a cualquier hora del día o de la noche llamando por teléfono a nuestra casa –o llenando de spam nuestro correo y nuestro móvil– para vendernos cualquier cosa: enciclopedias, seguros, contratos de telefonía… O incluso para que la mismísima Carmena, o el tal Errejón, se permitan el lujo de llamarnos por teléfono a nuestra casa para convencernos de votar su maravillosa candidatura a la alcaldía del ayuntamiento de Madrid.

La pregunta es obvia: ¿Quién le ha dado a toda esta chusma nuestro nombre y nuestro número de teléfono particular? ¿Aparte de controlarnos, atentar contra nuestra intimidad y ocasionarnos infinitas molestias, para qué coño nos sirve a los ciudadanos de a pie la tan manoseada ley de Protección de Datos? Lo mismo alguien me lo explica.

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Autor

Antonio Cabrera

Colaborador y columista en diversos medios de prensa, es autor de numerosos estudios cuantitativos para la Dirección General de Armamento y Material (DGAM) y la Secretaría de Estado de la Defensa (SEDEF) en el marco del Comercio Exterior de Material de Defensa y Tecnologías de Doble Uso y de las Relaciones Bilaterales con EE.UU., así como con diferentes paises iberoamericanos y europeos elaborando informes de índole estratégica, científico-técnica, económica, demográfica y social.

Antonio Cabrera

Colaborador y columista en diversos medios de prensa, es autor de numerosos estudios cuantitativos para la Dirección General de Armamento y Material (DGAM) y la Secretaría de Estado de la Defensa (SEDEF) en el marco del Comercio Exterior de Material de Defensa y Tecnologías de Doble Uso y de las Relaciones Bilaterales con EE.UU., así como con diferentes paises iberoamericanos y europeos elaborando informes de índole estratégica, científico-técnica, económica, demográfica y social.

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