La Compañía Nacional de Teatro Clásico estrena una muy valorada y poco representada pieza de Pedro Calderón de la Barca que, modificando los hechos históricos a voluntad, despliega todos los méritos que le convertirán en el más insigne dramaturgo español. Una gran producción repleta de méritos que merece agotar las localidades durante los dos meses que se representará en el Teatro Pavón.
Calderón estrenó La cisma de Inglaterra en la primavera de 1627, una obra ‘histórica’ de las incontables que en todas las épocas y parajes han tergiversado los hechos reales a mayor gusto del autor, del comprador o de la autoridad competente. Shakespeare había dramatizado unas décadas antes la vida de Enrique VIII y en 2012 pudo verse una buena versión en los Teatros del Canal a cargo de la Fundación Siglo de Oro, con dirección de Ernesto Arias y versión de José Padilla (ver nuestra reseña de entonces). Fue una de sus últimas obras y esta, una de las primeras de Calderón, que inventaba el arrepentimiento del tirano y la coronación de su hija María Tudor, la de su esposa repudiada, lo que habría cambiado la historia del mundo sin que sepamos si para mejor.
Dejando a un lado el conflicto político y teológico de la ruptura de la iglesia anglicana con Roma, Calderón monta un gran drama humano, el de un hombre poderoso incapaz de controlar sus deseos, que víctima de la lujuria y del engaño provoca un cataclismo, pero que es capaz de sobreponerse y enderezar las cosas. Enrique VIII es caprichoso, mujeriego, supersticioso y veleidoso, un tornado de pasiones desatadas, y en torno suyo pugnan y padecen un friso de personajes potentes, la repudiada reina Catalina, la inocente hija de ambos María, la ambiciosa Ana Bolena, el inconsistente embajador francés Carlos, el maquiavélico cardenal Volseo, Tomás Boleno, Margarita Polo, y entre todos ellos el pequeño bufón Pasquín, testigo enigmático.
Por una vez, el director del montaje, Ignacio García, se explica con claridad en el programa de mano. Por una vez, el autor de la versión, José Gabriel López Antuñano, hace lo mismo e incluso mejor en la documentación disponible. García destaca la carpintería teatral de Calderón, un preciso mecanismo de relojería en el que dosifica con genialidad los sucesos para atrapar al espectador de inicio a fin. Cosa absolutamente cierta. Considera al texto en verso afilado como un estilete, brillante en las octavas reales del enamorado embajador o los pies quebrados del destierro del tercer acto. Por su parte, López Antuñano detalla sus iniciales dudas, su conocimiento de las tres escenificaciones anteriores -la de Andrés de la Vega en 1627, y ya más próximas la de Manuel Canseco al frente de la Compañía Española de Teatro Clásico, estrenada en 1979 en el Real Coliseo Carlos III de El Escorial, y la de Zampanó que se vio en el Centro Cultural Galileo de Madrid en septiembre de 1991-, todas con floja acogida, y el hecho de que la motivación del director era proponer una reflexión sobre el poder político: ¿servicio a los ciudadanos o bien ocasión para satisfacer pasiones y colmarse de riquezas?, y que ello estaba en el drama de Calderón, pero no como asunto principal y se hacía preciso afinar la ordenación de la trama para que aflorase con toda su pujanza.
El resultado de los esfuerzos del dúo García-López es sobresaliente. El gran escritor y pensador se habría mostrado satisfecho de la fidelidad a su ficción histórica -un género que hoy está en pleno apogeo y mayor disimulo-, del pulido de la trama, de la poda de los diálogos y de los retoques en el argumento. Con orgullo detalla el concienzudo trabajo realizado en la estructura escénica y el redondeo de los personajes, y hasta las fuentes utilizadas. Todo ello se nota y se agradece.
Escenografía e interpretación van ganando consistencia hasta terminar convenciendo sin apenas reservas. El equipo habitual de la CNTC vuelve por sus fueros consistentes, destacando la formidable iluminación y el fabuloso vestuario, amén de la abundante ilustración musical en directo, oportuna, elegante y discreta. Notable es el trabajo coral de todo el elenco, ajustados los personajes secundarios. Destacan sin duda Joaquín Notario y Emilio Gavira, pero se apodera de la escena la expresión espectacular del rostro de la fiel aya Margarita Polo, que María José Alfonso esculpe en las escenas finales. Sergio Otegui debiera retocar al embajador francés, quitarle banalidad, darle empaque, y sobran risas tontas en las féminas al principio y algunos empujones en la segunda parte. En general el movimiento en escena se pasa de convencional con ese continuo bajarse a las tablas que casi nunca queda bien y que sólo se acepta en la ópera por tradición inexplicable. El verso vuelve a oírse bien en el Pavón aunque a tramos haya soniquetes.
Hay que hablar de los protagonistas. Del principal, Sergio Peris-Mencheta, que hace un Rey Enrique VIII como cabía imaginarse en él, volcánico, arrollador de gesto y voz, arrogante varón que nos recordaba más al célebre Cyrano de Gérard Depardieu que al que retratara para siempre Hans Holbein el Joven. De Carmen Camacho, que encarna una Ana Bolena un tanto hierática en su conquista y en su desgracia. Ambos lo hacen bien y sin embargo no diríamos que son lo mejor del montaje. No nos conmueven. Peris-Mencheta vuelve a la actuación tras dos buenas incursiones como director teatral, ‘La tempestad’ de Shakespeare en 2012 (ver nuestra reseña), y ‘Continuidad de los parques’ de Jaime Pujol, en 2014 (ver nuestra reseña).
Como director y versionista se explican tan bien, vamos a dejarles a ellos que aporten los siguientes párrafos:
‘El sueño premonitorio con el que comienza la obra marca un ritmo de pesadilla y el devenir fantasmagórico de la historia del monarca y de su reino. La evolución de cada jornada es implacable desde las escenas íntimas que son retratos emocionales de los personajes hasta los majestuosos finales panorámicos y corales, ya sea el baile en palacio, el destierro de la reina o la coronación de la infanta, en los que todas las tramas se cruzan y alimentan.
‘¿Qué responsabilidad tiene un monarca frente al pueblo que gobierna? ¿Qué sucede cuando la máxima institución del Estado antepone sus deseos o sus intereses a los de su nación? ¿Y cuando está mal asesorado por sus consejeros que le inducen al error? ¿Qué espiral de caos, de violencia y de desorientación puede proyectar la corona sobre toda la Corte y el Estado entero? ¿Cuántas víctimas pueden quedar como rastro de un infame reinado? Estas, a pesar de su elocuente actualidad, son sólo algunas de las preguntas que Calderón plantea en su drama histórico, estrenado en la primavera del año 1627.
‘La cisma de Inglaterra es una obra de juventud de Calderón pero en la que ya residen muchos de sus temas capitales. La determinación del destino propia del neoestoicismo frente al libre albedrío que defiende Calderón, la responsabilidad de un monarca cristiano como ejemplo y espejo de una sociedad, y la importancia de obrar bien más allá de los intereses individuales son algunos de esos motivos que serán constantes en su obra.
‘Don Pedro Calderón de la Barca vivió ochenta y un años y conoció tres reinados, el de Felipe III, el de Felipe IV y el de Carlos II, teniendo en cuenta que, si a Lope de Vega y su generación corresponde la iniciación y consolidación de la concepción moderna del teatro en España, Calderón representa la culminación y profundización de esa nueva manera de escribir teatro; no rompe con lo que se estaba haciendo, sino que sistematiza la escritura teatral, dándole un carácter más ideológico y doctrinal y jugando permanentemente con los contrastes y las semejanzas, entrelazando acciones que se refuerzan mutuamente en torno al personaje protagonista, que revelan siempre su predilección por imponer orden y estilizar la realidad, la vida cotidiana, a través del arte. Como dice Ruiz Ramón, “el arte teatral de Lope se hace ciencia teatral en Calderón’.
Salimos muy satisfechos. Lo mejor de todo, no obstante, fue ver a los malos pagar sus crímenes, el poder transformador del arrepentimiento y el triunfo del bien. Hoy lo necesitamos más que nunca aunque bien sepamos que ocurre tan poco en la vida real. Y la fruición malsana de ver a María Tudor coronada reina de Inglaterra en esta ficción antes de que en la vida real se casara en 1554 con Felipe II. Unidas la pérfida albión y la atávica españa hubieran dado mucho de sí.
En la sesión de ayer jueves se habían agotado las localidades. El público, incluidos muchos escolares adolescentes, siguió sin desmayo la representación y se mostró encantado al caer el telón. La cisma, esta cisma, va a ser un éxito. Y lo merece.
Aproximación al espectáculo (del 1 al 10)
Interés, 8
Texto, 9
Versión, 8
Dirección, 8
Interpretación, 8
Escenografía, 7
Producción, 8
Programa de mano, 8
Documentación para los medios, 8
COMPAÑÍA NACIONAL DE TEATRO CLÁSICO – Teatro Pavón
Enrique VIII y La cisma de Inglaterra
de Calderón de la Barca
Del 27 de febrero al 26 de abril
Reparto por orden de intervención:
Rey Enrique VIII: Sergio Peris-Mencheta
Ana Bolena: Mamen Camacho
Pasquín: Emilio Gavira
Cardenal Volseo: Joaquín Notario
Tomás Boleno: Chema de Miguel
Carlos, embajador de Francia: Sergio Otegui
Dionís / Capitán: Pedro Almagro
Reina doña Catalina: Pepa Pedroche
Infanta María: Natalia Huarte
Margarita Polo: María José Alfonso
Juana Semeira: Anabel Maurin
Soldado: Alejandro Navamuel
Servidor de escena: Antonio Albujer
Servidor de escena: Karol Wisniewski
Músicos:
Anna Margules / Trudy Grimbergen: Flauta de pico
Calia Álvarez: Viola de Gamba
ASESOR DE VERSO Vicente Fuentes
COREOGRAFÍA Manuel Segovia
SELECCIÓN Y ADAPTACIÓN MUSICAL Ignacio García
ILUMINACIÓN Paco Ariza
VESTUARIO Pedro Moreno
ESCENOGRAFÍA Juan Sanz y Miguel Ángel Coso
VERSIÓN José Gabriel López Antuñano
DIRECCIÓN Ignacio García
Precio único: 20 € (Jueves día del espectador: 50 % de descuento).