El espectro de Federico ha huido torrente arriba como la sexta luna de sus sueños, escapando hacia donde nadie manosee su tragedia
No, no hace falta que nadie pida perdón. No es necesario que Garzón se excuse por su soberbio narcisismo de metomentodo oportunista, ni que Ian Gibson escriba la fe de erratas de su arrogante certeza refutada, ni que los levantatumbas de la memoria histórica se envainen su enconada pesquisa baldía, ni que los científicos del geo-radar entonen la palinodia de su ciencia inexacta, ni que las autoridades andaluzas devuelvan los sesenta mil euros gastados en remover un erial subterráneo.
No es preciso que los arúspices del rencor retroactivo pidan disculpas a nadie por el solemne patinazo de su fúnebre intentona, ni que los petulantes expertos desmentidos expresen siquiera su desazón ante el monumental fracaso de esta ceremonia macabra.
Basta con el silencio. Con el humilde, sepulcral silencio de colosal gatillazo, de un ridículo histórico.
MANOLO EL COMUNISTA
Manuel Castilla, Manolillo El Comunista, era camarero. Antes de eso, había hecho unos trabajos de enterrador.
Y habría pasado totalmente desapercibido para la historia si no hubiera llevado tres veces a dos hombres al lugar al que deseaban ir por encima de cualquier otra cosa: la fosa de Federico García Lorca.
Al primero, en 1956. Se llamaba Agustín Penón y había viajado desde EEUU a Alfacar para averiguar todo cuanto pudiera sobre la muerte del poeta.
Al segundo, Ian Gibson, en 1966 y en 1976. Penón quiso pagarle y Manuel Castilla se negó.
«No me pidió dinero», explicó el jueves Gibson -que no ha acertado una y está atónito-, ante la inminencia del desengaño.
Un equipo de arqueólogos ha buscado en ese lugar durante 47 días a Federico García Lorca y no lo ha encontrado. Ni rastro del poeta, ni huellas de un enterramiento.
O Manolo El Comunista mintió o se equivocó. Tres veces.
LAS PIFIAS DE IAN GIBSON
Es la duda que ahora atormenta a un investigador que ha construido 45 años de trabajo sobre aquel paseo con el camarero que decía haber enterrado a Lorca.
Él cree que no le mintió:
«No ganaba nada».
También le creyó Agustín Penón porque después de escuchar durante dos años de investigación todo tipo de teorías sobre las circunstancias y el lugar de la muerte del poeta -incluida la del hombre que fue a detenerlo a casa de los Rosales, Ramón Ruiz Alonso- se quedó con el testimonio de Manuel Castilla por encima de cualquier otro.
La fuente no podía ser más directa, era el hombre que había enterrado los cuerpos.
Pero Lorca no está allí.
Como explica Natalia Junquera en El País -«¿Y ahora dónde estás, Federico?«-, quizá la alternativa más sólida al lugar que hasta ahora parecía más seguro (donde se construyó el parque Federico García Lorca, el que señaló Manolo El Comunista) es la que dice que fue enterrado en un paraje llamado El Caracolar.
LOS DESENTERRADORES DE HUESOS
La decepción desazonada de los burlados cazafantasmas lorquianos, frustrados por la evidencia del fiasco de Alfacar, es un acto tardío pero imprescindible de justicia poética.
Querían un ritual lóbrego de odios desenterrados, una liturgia de huesos revueltos, un aquelarre tenebroso de calaveras zarandeadas y restos cenicientos, y se han encontrado un triste agujero de tierra yerma que sólo era la sepultura de unas cuantas latas y del tapón zarrapastroso de una litrona.
EL ESPECTRO DE FEDERICO
El espectro de Federico ha huido torrente arriba como la sexta luna de sus sueños, escapando hacia donde nadie manosee su tragedia, hacia donde nadie perturbe su prematuro descanso ni agite el espantajo de su osamenta fusilada en la pista de un tétrico circo de discordias.
Como escribe Ignacio Camacho en ABC -«Palinodia del morbo«-, que vayan ahora a perseguirlo por las abruptas colinas de la memoria:
Que agujereen la tierra, los olivos, los barrancos, los valles, que horaden el paisaje en busca de la huella inaprensible de una leyenda. Que sigan reabriendo cicatrices de sangre seca para que no se cierre nunca la herida moral de la barbarie.
Que no tuerzan su brazo vindicativo de culpas antiguas, que no aflojen su esfuerzo estéril de tántalos de cuneta. Que revuelvan genistas, jaramagos y espigas. Que no decaiga su frenesí de azadones.
Tienen todo el tiempo del mundo para no reconocer en modo alguno que se han equivocado. Que ya no vale la pena perseguir la sombra escapadiza del crimen y que lo que buscan no es un acto de piedad ni de rescate ni de justicia sino un estúpido, enfermizo, obsesivo delirio de morbo y truculencias.
Y que Lorca no está muerto «entre en un montón de perros apagados» ni entre un cúmulo destripado de terrones sino vivo por siempre en una espiritual eternidad de versos.
«Ya no me encontraron. / ¿No me encontraron? / No. No me encontraron./ Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba…» (F. G. L.)