¿SE MIENTE CUANDO SE USA LA IRONÍA?
Puede que un autor renombrado se muestre atónito, aturdido, confundido, perplejo, tras echarse a los ojos, posar y pasar su vista por una acerba crítica literaria en su contra, en la que el hacedor de la áspera, mas educada, censura, le achaca al primero que haya caído en un craso error, al no enmendar, en tiempo y forma, una clamorosa contradicción, pues, según se desprende de lo que al crítico le consta, de manera fehaciente, al parecer, el primero aduce ahora lo contrario de lo que mantuvo otrora.
Puede que, como el autor, en conciencia, conjetura no haber mudado de criterio, se haya visto abocado, impelido u obligado a confesar que mintió como un bellaco. Pero puede (no conviene echar en saco roto o descartar de antemano esta posibilidad) que no lo hiciera, en sentido estricto; sencillamente, pudo decantarse por la opción de utilizar una herramienta de las que hay y no faltan en toda caja completa de las tales de un escritor hecho y derecho, y este dispone y tiene siempre al alcance de su mano (diestra o zurda), aunque suele hacer escaso uso por esta razón de peso, porque, regularmente, salvo que el auditorio o público esté habituado a escuchar a dicho conferenciante (y sepa de qué pie cojea este, o sea, de su proceder), no acostumbra a entender, en su cabal y justa medida, esa figura literaria, la ironía.
Está claro, cristalino, que en nuestro “cronotopo”, en este momento histórico, presente continuo, que nos ha tocado en suerte vivir, en el orbe ocurren sucesos difíciles de explicar (y/o fáciles de hacerlo; todo depende de cuáles son las circunstancias que rodean dicho entorno espacial-temporal). Por ejemplo, itero, alguien, pongamos por caso, un autor y articulista de prestigio, miembro de número de la Real Academia Española, RAE, que sigue tildando el adverbio “solo” y los pronombres demostrativos, sobre todo, en los casos de posible ambigüedad, a pesar de lo que recomienda la “Ortografía de la lengua española”, 2010, que aconseja su eliminación, se ha visto afeado por otro en dos textos críticos, en los que este ha censurado la tesis que sostenía el primero en dos artículos recientes, publicados en su medio habitual, porque, según el parecer del segundo, en ellos defiende el primero una tesis opuesta a la que sostuvo otrora. No he leído dichas críticas, pero barrunto que el segundo imputa en ellas al primero su evidente falta de coherencia o congruencia. Insisto, intuyo o sospecho. En el supuesto de que haya, ciertamente, un documento que pruebe, de modo incontrovertible, irrefutable, tal extremo, una cinta en la que se recogieran esas palabras y puedan volver a escucharse con nitidez ahora, o un artículo donde el primero sostiene hogaño la idea contraria a la que mantuvo antaño, puede que la explicación estribe, se halle o radique en la famosa “navaja de Ockham” (“en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable”), principio de economía o principio de parsimonia.
Puede que el censurador esté en lo cierto y tenga razón bastante para verter sus críticas, pues obre en su poder el citado documento en el que se escuche cómo el primero dice lo que dijo, que entra en clara contradicción con lo que ha manifestado recientemente en los dos textos afeados por el segundo. Y puede, asimismo, que el primero haya olvidado que dijo lo que dijo, porque, tal vez, fue una mera ironía; echó mano de ese recurso literario para expresar lo contrario de lo que pensaba y nadie reparó en ello, ni siquiera el propio interesado.
¿Se miente cuando se usa la ironía? Resulta pertinente preguntarse tal cosa, cuando aquí tanto se miente (incluso sin razón pintiparada, sin tener un motivo para hacerlo).
Ángel Sáez García