EN UN PISPÁS PASARON LAS DOS HORAS
O SEA, CIENTO VEINTE DEVINO UNO,
FUERON UN SANTIAMÉN ESOS MINUTOS
Hay gente que no me entiende (como mi novia, por ejemplo, que me ha colocado en un pedestal y hasta más alto aún, allá arriba, en el mar de nubes, junto a otros ángeles, y, cuando marro, porque soy humano, demasiado humano —que conste en acta que le he pedido el preceptivo y pertinente permiso a Friedrich Nietzsche para poder usar en este, el presente texto en prosa, el título que él colocó a una de sus obras, y del que acabo de echar mano, por supuesto, tras habérmelo concedido—, se lleva las manos a la cabeza y me echa en cara que haya errado), pero eso a mí no me extraña ni me ocupa ni me preocupa, por la sencilla razón de peso de que, a veces, no siempre, insisto, solo a veces, no me comprendo, aunque hago ímprobos esfuerzos para conseguir culminar tal tarea, ni yo.
Hoy, verbigracia, me apetecía un montón discurrir, disertar o hablarles a todos ustedes, lectores atentos y desocupados, sean ellas, ellos o no binarios, de estos renglones torcidos, de mi circunstancia central, de mi novia actual, Mayte, pero, al momento, he caído en la cuenta (no en la cuneta, que, aunque ambas voces son anagramas entre sí, no significan lo mismo) de que, habiendo transcurrido dos meses y una semana cabales del gayo hecho, no me acuerdo ya de cómo era su cara (confío, espero y deseo que, cuando ella lea esto, que lo leerá, seguro, se apiade de la mentada carencia de su amado amanuense, pues soy mero copista de ella, mi musa, y me mande una foto, la que le guste a ella). No obstante, para mí (como, itero, soy humano, demasiado humano, yo también me tiendo a engañar, como hace cualquier hijo de vecino, con añagazas de todo jaez) ese dato es baladí y/o carece de importancia; ¿por qué? Porque a mí me bastaron las palabras que salieron de su mui, las que nos cruzamos, que el grueso de las tales, lo reconozco sin ambages, ya he olvidado, pero no el buen poso que dejaron en mi alma o el rincón preferido de mi memoria. En varios momentos de la larga y fértil conversación que mantuvimos, nuestras respectivas arpas interpretaron al unísono varias piezas predilectas de las/os melómanas/os y esas notas aún vibran en el espacio y en el tiempo, enriqueciendo el eterno e infinito repertorio con adagios memorables.
La vi y conocí el día 13 (no conviene ser supersticioso, porque da mala suerte) de septiembre de 2023. Mi billete tenía como destino la estación madrileña de Puerta de Atocha; ese día, por la tarde volé con IBERIA a la mayor de las Islas Canarias, en concreto, hasta el aeropuerto de Los Rodeos (Tenerife Norte), luego, en guagua, por menos de cinco euros, llegué al final de mi trayecto o viaje, a la estación del Puerto de la Cruz, en uno de cuyos hoteles había contratado previamente una habitación, lugar (me refiero a la ciudad, no al aposento) donde me gusta pasar mis vacaciones de verano, al final del estío, sí, porque resulta más barato.
Vuelvo atrás. Me subí al Alvia en la estación ferroviaria de Tudela. Coloqué mi valija en el maletero y me acerqué a mi asiento. Mayte, que no era mi novia aún, pero casi lo era al apearme del tren (como ella había descendido antes, tuvo la mitad delicadeza, mitad gentileza, de esperarme a que bajara del mismo, para despedirnos, estampándonos dos ósculos, los únicos que nos hemos dado por ahora), entonces solo era otra pasajera más, que, por una contradictoria serendipia, intuí que no iba a ser pasajera (y es que, si la primera voz era un sustantivo, la segunda, claramente, era un adjetivo calificativo), venía de… (los puntos suspensivos indican que sé la ciudad de su procedencia o donde ella se montó, pero como soy un adicto al suspense, prefiero rodear ese lugar con un hilo o círculo misterioso, propio de incógnita) y había ocupado mi asiento. Pero no fui tan estúpido como para decirle que era mi sitio, según indicaba mi billete. Me limité a ser educado y a darle los buenos días y a dejar mi mochila, donde llevaba todo lo necesario para dar curso o solución a los hábitos saludables de una persona ileostomizada, en el lugar correspondiente. A los pocos minutos de ese primer encuentro, pasó el interventor y le comenté el hecho, sin la intención de que intercambiáramos el asiento, claro. Bueno, pues ese despiste o párvula equivocación, tras disculparse Mayte, que aún no nos habíamos presentado, fue la chispa que prendió el fuego de nuestro coloquio, y los dos lo fuimos alimentando, atizando, avivando, echándole, ahora tú, ahora yo, palabras y más palabras. Y, de este modo, transcurrió nuestro trayecto en tren hasta Madrid, sin parar de darle a la sinhueso, cuando no estábamos escuchando atentos al otro; se nos pasaron las dos horas en un pispás. Así que a mí me dio por escribir, ya en el hotel, por la noche, este teorema matemático: 120 minutos = (es igual) a 1 santiamén.
Ángel Sáez García