Memoria familiar. 13. Más de la familia

Por José María Arévalo

(1952. Rosina y Sule con los abrigos de piel) (*)

Los niños en la Zamora de entonces éramos de la Borriquita, con lo que entrábamos en una afición a sus procesiones que se ha hecho famosa, y que llenó una parte importante de la adolescencia de nuestra pandilla, de aquella primera de San Torcuato y de la última, la de los guateques. Tienen gracia las fotos de mis hermanas, tan pequeñas, con las túnicas de hebreas que parecía iban a explotar, porque debajo llevaban los abrigos de piel típicos del invierno zamorano. Después – no en la procesión, claro- debajo del abrigo llevarían los cancanes, que también hacían redondita su figura. Y nosotros, pelando frío con pantalones cortos y unos calcetines de lana que nos llegaban hasta las rodillas. En cambio no teníamos que sufrir el martirio de hacernos bucles en el pelo con las tenacillas ardiendo.

(1945. El tío Pepe, mi padrino, conmigo en brazos) (*)

Además de la familia de Carbonero, la de mi padre, que veíamos todos los veranos en el pueblo, a lo que dedicaré otro capítulo, contaba mucho en nuestra infancia la familia de mi madre, aunque fueron escasas las veces que pudieron visitarnos en Zamora por lo lejos que los teníamos. Mi tío Pepe vivía en Tánger, a donde fuimos toda la familia cuando yo ya había empezado en la Universidad, ya les contaré. De él solo recuerdo una vez que vino, recién hecha mi primera comunión. Como era mi padrino, me trajo un regalazo, un barco velero de los que no se veían por entonces, que me dejó boquiabierto. No llegué a hacerlo navegar porque me precipité a montarlo y me cargué el timón, que era clave. Pero lo conservé muchos años como oro en paño.

Además, contábamos con la familia de Barcelona, la tía Cachón que era hermana de la abuela Antonia, el tío Vicente, su marido, comisario de policía, y sus dos hijos María Rosa y Paco, que vinieron varias veces por Zamora. Paco vino en más ocasiones, con el taxi que le compró su padre cuando ya no quiso estudiar más y lo único que le gustaba era conducir, tanto que se largó a Francia con un conche alquilado que después tuvo que pagar el tío Vicente. Lo del taxi fue una buena solución, asentó la cabeza y formó una familia, yo fui padrino, a mis 14 años, de uno de sus hijos, Jorge, al que nunca volví a ver, ya lo siento.

(1953. Mariasun con la palma floreada y el tio Vicente, en Barcelona) (*)

Por Semana Santa nos llegaba de Barcelona todos los años un gran paquete con palmas llenas de rizos, para el Domingo de Ramos, las primeras de este tipo que se vieron en Zamora; además, unas monas de Pascua, tradición catalana, y un tarro enorme de anchoas con el tapón más grande que había visto. La mona no era más que un bollo con un huevo duro dentro, pero las anchoas en salmuera estaban para morirse.

(1954. Paco Ricart Ginestar) (*)

Los tíos de Barcelona nos invitaron, cuando yo tenía 10 años, a veranear en un piso que tenían en Premiá de Mar. Allí me enamoré por primera vez, de una niña rubia y con el pelo rizado, Lidia, hija de unos amigos de mis tíos, que también veraneaban en Premiá, y que jugaba con mis hermanas en la playa y en nuestro piso. No volví a verla hasta el bautizo de Jorgito, en el que para mi sorpresa resultó ser la madrina. En Premiá no me había atrevido a decirle nada de mis sentimientos, y cuatro años después ya me parecía mayor que yo, así que casi ni le dirigí la palabra.

(1954. En la playa de Premiá, de pié Lidia y yo) (*)

El viaje a Premiá lo hicimos en avión para mi desgracia, un cuatrimotor en el que vomitaba cada vez que daba un bache, en el que parecía que el avión se caía en el vacío, y dio bastantes tanto a la ida como a la vuelta. Un año después vi los billetes del viaje, hurgando en un cajón, y volví a vomitar creyendo que todavía olían a avión. Pero me había compensado disfrutar aquel Mediterráneo de Premiá. La primera vez que vi el mar fue en el Peñón de Ifach, en viaje, también familiar pero en tren, a Ondara, el pueblo de la abuela Antonia, al que ya me referí en la memoria de ella. De este Mediterráneo recuerdo el olor a los erizos que comimos allí mismo, en la playa inmediata al Peñón de Ifach, que me encantan y los sigo disfrutando en mis viajes al Cantábrico asturiano. Por cierto, en Premiá estaba con nosotros mi primo Rafael, nieto de la tía Maria Rosa, la otra hermana de la abuela Antonia y que conocí en Ondara en aquel viaje anterior. De mi misma edad, hicimos buenas migas, siento no haber vuelto a verlo.

De aquellos años de la infancia no me queda ya más que contarles que los veranos en el pueblo, Carbonero el Mayor, en la casona del abuelo Paco, al que dediqué el tercero de estas memorias familiares. Los recordaré en el próximo artículo de la serie.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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