Para que lo trabajara y custodiase. 22. Remolacha

Por Carlos de Bustamante

( A las afueras de Valladolid. Acuarela de J.M. Arévalo. 36×45) (*)

He de manifestar primero que desconozco el inicio del cultivo de la remolacha azucarera. Sabe, sin embargo, el “amo de turno” que, en su tiempo de mandato en la labranza familiar, muchas de las tierras más feraces, ¡que las había en la Dehesa de Peñalba La Verde! Estaban esquilmadas por la insistente repetición de este cultivo. El rentero que tuvieron los abuelos, de cuyo nombre no quiero acordarme, a fe que trabajó este Edén en el valle del Duero. Pero de custodiarlo…, nada de nada.

Precisamente hoy, cuando escribo, que es la fiesta de San José Obrero, también llamado fiesta del trabajo, convendría, digo, hacer algunas consideraciones que mucho tienen que ver con lo expresado. Me perdonarán mis amigos y probables únicos lectores que vuelva a las andadas con los recuerdos más que solamente naturales que le sugirieron al amo de turno con la contemplación de la tierra y del mandato divino de que la trabajara y custodiase. Y es, que cuando después de desembolsos y trabajos mil con las remolachas sembradas en el Cacho del Olmo llegó la hora de “medir”, vio consternado cómo la producción fue tan menguada que no le dio “nian pa cubrir gastos”.

Fue entonces cuando se le “vinon” a las mientes, que cuando no se ama a la tierra y al trabajo que se realiza en ella, sucede lo del rentero, que la esquilma y empobrece. Que cuando importa más la riqueza que le reporta que, sin despreciar el rendimiento para el propio sustento y el de su familia, no se la custodia, entonces el amor a la Creación brilla por su ausencia.

Y recordó que, al presentarnos hoy la Iglesia a San José como modelo, no se limita a valorar una forma de trabajo, sino la dignidad y el valor de todo trabajo humano honrado. Bien hecho. En la Primera lectura de la Misa había escuchado la narración del Génesis. En ella, se mostraba al hombre como partícipe de la Creación. También se le “vinon” al pensamiento lo que nos dice la Sagrada Escritura: Dios puso al hombre en el jardín del Edén para que lo cultivara (trabajara) y guardase (custodiase). El trabajo, desde el principio, fue para el hombre un mandato, una exigencia de su condición de criatura y expresión de su dignidad. Es la forma en la que colabora con la Providencia divina sobre el mundo.

Sin duda que quien esquilmó el Cacho del Olmo por reiteración de remolachales un año tras otro, también trabajó; y trabajó duro…, pero sin amar la tierra que le daba pingües ganancias, a costa de dejarla tan “marrotada” como llenos de cuartos sus bolsillos.

Ensimismado en estos pensamientos recordó aún más, según lo que leyó este día en la meditación matutina: “lo que habría de realizarse de un modo apacible y placentero, después de la caída original se volvió dificultoso, y muchas veces agotador. Con todo, permanece inalterado el hecho de que la propia labor está relacionada con el Creador y colabora en el plan de redención de los hombres. Las condiciones que rodean al trabajo han hecho que algunos lo consideren como un castigo, o que se convierta, por la malicia del corazón humano cuando se aleja de Dios, en una mera mercancía o en «instrumento de opresión», de tal manera que en ocasiones se hace difícil comprender su grandeza y su dignidad. Otras veces, como en el caso, digo, del rentero, el trabajo se considera como un medio exclusivo de ganar dinero, que se presenta como fin único, o como manifestación de vanidad, de propia autoafirmación, de egoísmo…, olvidando el trabajo en sí mismo, como obra divina, porque es colaboración con Dios y ofrenda a Él, donde se ejercen las virtudes humanas y las sobrenaturales”.

Envuelto en las volutas de recuerdos, tuvo presente cómo sería-fue- el trabajo de José en el sencillo taller de carpintería en Nazareth: San José nos enseña a amar el oficio en el que empleamos tantas horas: el hogar, el laboratorio, el arado o el ordenador, el traer y llevar paquetes o el cuidar de la portería de aquel gran edificio… La categoría de un trabajo reside en su capacidad de perfeccionarnos humana y sobrenaturalmente, en las posibilidades que nos ofrece de sacar la familia adelante y de colaborar en obras buenas en favor de los hombres, en la ayuda que a través de él prestamos a la sociedad…

San José tuvo delante a Jesús mientras trabajaba. A veces le pedía que le sostuviera una madera mientras aserraba y, otras, le enseñaba a manejar el formón o la garlopa… Cuando estaba cansado miraba a su hijo, que era el Hijo de Dios, y aquella tarea adquiría un nuevo vigor porque sabía que con su trabajo estaba colaborando en los planes misteriosos, pero reales, de la salvación. Vuelto a la realidad de lo que en absoluto fueron ensoñaciones, sacó en consecuencia -como ya he insinuado- que no está la dignidad del trabajo en el egoísmo desmedido del enriquecimiento fácil, sino que puede y debe ser a la vez que medio de subsistencia, ocasión santificable y santificadora si, como el solo “carpintero”, es medio y ocasión de tener esa presencia de Dios dicha. La que él tuvo mientras ejercía su oficio con su Hijo al lado; y próxima su Esposa y Madre del Niño o Adolescente al que enseñaba la misma profesión.

Bien sabía -infelice-, que esa misma presencia no era posible en el esquilmado Cacho del Olmo, pero sí en el amor a la misma tierra que se propuso regenerar. Lo verán, si Dios es servido, en artículos sucesivos menos “troncosos” que éste, que ¡ya! finaliza.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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