Bodas antiguas y modernas

Por Javier Pardo de Santayana

(Las bodas de Caná. Óleo de Paolo Caliari “El Veronés” )

Dos bodas en una semana. Dos celebraciones sin embargo distintas, porque la primera era una celebración de cincuenta años de matrimonio: lo que llamamos unas “Bodas de Oro”. Cena por todo lo alto, o sea de esmoquin para los caballeros y de largo para las señoras, y servida por la izquierda y no confeccionada de antemano metiendo los dedos en el plato. El entorno, un envolvente ambiente mágico de luces y de plantas difícil de explicar. Los invitados, personas de cierta edad con aspecto de gente de postín, y jóvenes bien trajeados sirviendo y atendiendo una organización magnífica. Total refinamiento.

Y la ocasión se lo merece, pues hoy es raro que los matrimonios duren tanto. Así que reflexiono sobre el hecho curioso de que cuanto más se gasta en nuestras bodas menos dura su efecto. Y por ejemplo me pregunto qué harán él y ella después de separarse: si conservarán o no las fotos que se hicieron y aquellos videos profesionales que les costaron poco menos que un riñón, como también aquellos reportajes del viaje de novios a Tailandia o las Maldivas, o los costosos adornos florales que lucirían en el templo.  O el aparatoso ramo de la novia, que  ésta lanzaría más tarde a las solteras. O si se lamentarán de haberse gastado el dineral que costó la cena de aquel día; un dineral del que aún no se habrán totalmente resarcido. Efectivamente se preguntarán si aún procede conservar algún recuerdo, o si mejor será hacer tabla rasa de lo sucedido.

De ahí que los diez lustros de buena convivencia merezcan sobradamente el recordarlo por mucho que en realidad suponga un gran esfuerzo organizativo y económico.

En cuanto a la segunda boda, se trata de dos novios con toda una vida por delante. Un acontecimiento en el que no faltará absolutamente nada: la misa, por supuesto, en este caso, seguida de una cena espléndida pero que poco tiene que ver con la citada. Es más, tampoco tiene que ver con otras bodas más recientes, pues hasta hace relativamente poco una boda no era, como ahora, un acontecimiento dominado por los amigos de los novios. Efectivamente, ahora éstos ya se hacen ver desde el primer instante de la fiesta recibiendo a los contrayentes con grandes alharacas cuando entran en el lugar del ágape enarbolando servilletas y haciéndolas girar con garbo sobre sus cabezas al tiempo que emiten cánticos más o menos alusivos. También harán comentarios medio en broma medio en serio sobre los contrayentes, y de cuando en cuando, pero siempre en medio de la cena, promoverán algún revuelo acompañado por los pareados y los gestos. También es de temer que haya un momento para el reparto de regalos, no – como pudiera imaginarse – al nuevo matrimonio, sino a determinados invitados y miembros de las dos familias que recibirán probablemente un par de zapatillas para las señoras y un botellín de licor para los hombres. O alguna otra cosa seguramente inútil, por supuesto.

Empecé a conocer este tipo de ritos y estridencias cuando, tal como me atreví a contar en este mismo blog hace algún tiempo, mi mujer y yo fuimos invitados a la boda de un joven pariente que estudió cinematografía en Estados Unidos. Entonces los novios irrumpieron en el comedor al son de un musical peliculero, y a medida que avanzaban por la sala se les iban incorporando grupitos de jóvenes amigos que aumentarían la cuota de danzantes; todos ellos perfectamente coordinados, de tal forma que al final aquello era como ver un film de Hollywood. Pero ahora ya se tiene la impresión de que ceremonias de este tipo se han extendido de forma misteriosa para volverse rutina en nuestras bodas.

Nada que ver, como usted bien puede imaginar, con nuestra experiencia personal, puesto que no hubo entonces cena sino un sencillo cóctel, eso sí, en la impasible serenidad del claustro de Los Jerónimos: un lugar de esencia noble y trascendente. Y para mayor abundamiento, pasados muchos años, cuando abrimos un día nuestro álbum de bodas con el deseo de recordar aquel día glorioso, nos dimos cuenta – horror – que nos casamos sin una sola flor como ornamento. Entonces mi mujer recordó que el sacristán – un conocido de toda la vida – la había recomendado no comprar los adornos puesto que nuestra boda encontraría ya la iglesia engalanada por otra boda precedente. Pero evidentemente no sucedió lo que él pensaba. Quizás este fracaso explicaría los elogios que tras la boda nos dedicaría el oficiante, amigo por lo que se ve de enlaces más austeros que los habituales hoy en día.

Lo que no sé hasta qué punto seguirá de moda son las costumbres de determinados barrios y pueblos españoles que mi mujer y yo tuvimos ocasión de presenciar como invitados. Recuerdo que al terminar la cena el pueblo entero fue pasando por delante de la madre de la novia, que permaneció sentada y con el bolsillo abierto. Así iría la señora recogiendo de sus invitados los billetes y monedas que la iban entregando sus vecinos. Por descontado que se formó una larga cola de donantes.

Mas no quedaría ahí la cosa, puesto que acto seguido, el novio tuvo que quitarse la corbata para someterla entre carcajadas a un rifa entre los asistentes. Tal como a continuación se haría, para igualar las partes, con una prenda de la esposa a la que no tengo el valor de referirme.

 

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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