Destruyendo el pasado

Por Javier Pardo de Santayana

( 1920. Foto de curso)

Ahora que ando a vueltas con los recuerdos de mi vida me doy cuenta de las revoluciones sucesivas que ha experimentado la fotografía, que no es cosa de siempre sino que empieza no mucho más allá de mis propios bisabuelos, así que han tenido que pasar miles y miles si no millones de años de los que apenas se conserva recuerdo de la gente a menos que fueran faraones o reyes de tronío que merecieran el retrato de un artista. Y nadie supo ni cómo era él mismo si no fuera mirándose en el agua. Lo cual quiere decir que la inmensa mayoría de nuestros ancestros nunca supo de verdad como era él mismo porque se veía del revés, y además tan pronto como se iba de la orilla el agua de nuevo lo borraba.

Así ha sido la cosa, como digo, hasta que a alguien se le ocurrió el invento de la fotografía. Pero de aquellos tiempos pocos recuerdos nos quedan del ambiente, pues lo que casi únicamente se conserva son los retratos familiares. Se trata de fotos, muy buenas casi siempre, que se realizaban con posado y se montaban como un escenario. También solían ser bastante grandes, como para enmarcarlas y exhibirlas encima de los muebles de las casas, mas tan escasas que las que se conservan suelen corresponder a una por barba y esto en el mejor de los casos disponibles, ya que de cada ancestro suele quedarnos solamente una; eso sí, según he dicho, de buena calidad y buen tamaño.

Luego las familias se comprarían ya una máquina que utilizarían en general sólo de vez en cuando. Así transcurrió un periodo en el que se hicieron no sé porqué unas fotos muy pequeñas que afortunadamente pueden ya ampliarse y ser reproducidas en los ordenadores personales. El problema nos surgiría entonces cuando nadie escribía nada en el reverso de las fotos, de forma que se hace difícil conocer la ocasión y los nombres de quienes aparecen retratados. Entonces los establecimientos fotográficos vendían como churros las máquinas y los carretes, y revelaban las fotos a los particulares.

Esto ocurrió así hasta que se empezaron a vender las asequibles cámaras de cine que era capaces de conservarnos el recuerdo vivo de nuestros niños y de nuestros mayores. Se trataba de una cinematografía generalmente familiar y muy imperfecta pero que al fin y al cabo era capaz de registrar el movimiento de la gente aunque no la  palabra. Eran, en fin, los tiempos de los ocho milímetros y de las diapositivas, que mostrarían las escenas de nuestra vida a todo color y hasta ampliadas mediante su proyección contra una pared o una pantalla. Hasta se hicieron chistes sobre la paliza que solían darnos los amigos cuando regresaban de un viaje o nos hablaban de su veraneo. Por otra parte se popularizaron los magnetofones que registraban los sonidos. Todo en el limitado plazo de una vida.

Lo que es ahora de subrayar es que cada vez que surgió alguno de estos inventos admirables supusimos que los cacharros nuevos nos servirían para siempre, y sin embargo ocurre todo lo contrario. Es más, la obsolescencia de cada sistema utilizado fue tan rápida que ahora ya nos resulta incluso poco menos que imposible el recordar muchos nombres y palabras que en su día fueron.vocabulario nuestro habitual.

Y se pensaba que lo último sería ya lo definitivo cuando de pronto todo se perdería en el olvido: esto ocurrió con la fecunda aparición del móvil: un extrañísimo teléfono que ya no respondía ni siquiera a su nombre sino que era una parte de nosotros mismos capaz de hacer todo lo imaginable sin necesidad de carretes ni de cintas. Ni siquiera de máquinas de fotos.

Ni que decir tiene que las antiguas tiendas de fotografía se fueron al garete y tuvieron que transformarse en otra cosa, así muchos de los recuerdos conservados se convirtieron en materia inútil al no ser posible utilizarla. Ahora ya nos queda solamente la limitada posibilidad de acudir a especialistas en rescatar de alguna forma lo perdido mediante el correspondiente pago del servicio, mientras se pierden palabras que fueron populares pero que perderían su vigencia. Incluso los soportes más novedosos de nuestros reportajes familiares irían cambiando y arrojando muchos de nuestros recuerdos a los desvanes del olvido. Ahí tenemos, las cintas, los disquetes, las películas de 8mm y de Super 8, los CDRoms, los discos duros y tantos otros que ya se escapan de mi memoria para siempre.

Lo que parece proceder ahora es el reflexionar acerca de esa inexorable ley de vida que nos arrastra a destruir nuestros recuerdos por mucho que lo consideremos alevoso. Porque uno se pregunta si condenar al olvido unos retazos de vida que aún palpitan y que en su día fueron un regalo divino no será un improcedente gesto de desprecio a la fortuna. Ayer conté en mis anaqueles la considerable cifra de cincuenta grandes álbumes cuajados de fotografías debidamente presentadas y que aún así se han hecho insuficientes para albergar todas las fotos que acumulo. Y ahora me pregunto qué será de ellos en un próximo futuro si se conservan todavía y han de buscar acomodo en otras casas más pequeñas compitiendo con otras fotos propias o con la necesidad de espacio necesario para guardar la ropa de los niños.

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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