Por Javier Pardo de Santayana 

(Cartel de la película)

No la había visto hasta ahora. Me refiero a la película “Titanic”. Pero de alguna forma me habían llegado imágenes y comentarios por los que conocía lo fundamental del argumento; incluido el nudo amoroso de la trama. Lo que no había llegado a percibir fueron un par de aspectos que me sorprenderían. Uno de ellos, que para un film de gran impacto como éste no se eligiera una joven más apropiada para protagonizarla teniendo en cuenta la complejidad evidente del papel que desempeñaría. Y, naturalmente, el hecho de que, estando ya comprometida y viajando como viajaba acompañada por su madre y por su pretendiente, no se la viera con más temor a que se la viera acompañada por un joven sin apellido ni fortuna.

Pero también me sorprendió la larga, casi interminable, duración de la crucial secuencia del hundimiento del principal protagonista, que es, como se sabe, el transatlántico. Un relato admirable en sus detalles y por supuesto apropiado en su crudeza. Y generoso en cuanto a escenas de naturaleza apocalíptica que nos hacen vivir minuto a minuto la tragedia.

Todo lo cual es laudatorio y obliga a que nos preguntemos cómo puede alguien proponerse tal empeño, pero también si no podría haberse conseguido quizás un resultado parecido acudiendo a algunas simplificaciones propias del arte cinematográfico.

Con todo, lo que quisiera destacar ahora es la coincidencia de una tragedia tan brutal como la del “Titanic” con la situación que ahora vivimos. Así, por ejemplo, en su carácter totalmente inesperado, ya que en las dos situaciones la desolación surgiría en un contexto de encumbramiento del poder humano en el que a nadie se le ocurrió temer lo sucedido. O la coincidencia de ambas con un momento de excesos y de exaltación de los avances de la generación dominadora.

Recordarán seguramente el interminable final de la película, en la que todos – los pobres de tercera clase y los ricos de señoras empolvadas y caballeros con cuello de pajarita – se encuentran igualados en el rigor de la desgracia que en esos momentos lo domina todo. De verdad que no pude dejar entonces de acordarme de aquel lema propuesto por nuestros actuales gobernantes – aquello de que debemos de “aumentar la distancia social” – tan evidente en tiempos del Titanic, donde se marcaban bien las diferencias entre quienes disfrutaban de impresionantes camarotes y quienes se hacinaban en las bodegas del imponente trasatlántico. Como ocurre precisamente en nuestros días, cuando lo único que de verdad importa es salir vivos del coronavirus. En tal sentido la película nos muestra contrastes asombrosos con lo que ahora viene sucediendo.

Tampoco faltarán ejemplos de la superioridad de la belleza, que en el Titanic sobrevive en las expertas manos de los músicos que buscan su salvación serenamente en las dulzuras de la música mientras el agua se desploma por las señoriales escaleras del gran comedor iluminado. Aspecto éste que en nuestras actuales circunstancias tienen su mejor expresión en la ternura de los gestos que diariamente realizan las enfermeras de los hospitales. Momentos, pues en los que sobreviven determinadas virtudes esenciales que superan el dolor y la tristeza y, sobre todo, la  conmoción de la tragedia.

Sí, efectivamente, estamos viviendo un momento de preocupaciones esenciales que desbordan las grandes construcciones de los hombres. Lo digo porque nuestra sociedad, considerada como “del bienestar” hasta ahora – una creación que bien pudiera compararse con la del famoso trasatlántico – era también un exponente del progreso alcanzado por el ser humano que acabaría convertido en el juguete de una naturaleza resistente a nuestros gestos de grandeza; una naturaleza que en el caso del hundimiento del Titanic se nos mostraba en la forma de una gran masa de hielos permanentes  procedentes del polo – nada más sencillo que eso – y ahora lo hace en la forma de un ser que es invisible y no tiene conciencia de sí mismo: nada más aparentemente inofensivo. En el primer caso, la gran tragedia se fraguaba en un choque; en el segundo, bastaba con que cualquier persona aspirase sin querer un virus.

Con lo cual se demuestra que de poco valen todos nuestros cálculos y nuestras consideraciones de hombres sabios, todo el papel escrito y todas las discusiones de los gobernantes, en un planeta de por si peligroso y cuyas veleidades nos desbordan,  como desbordaron en su día sin piedad a a los artífices de aquel imponente trasatlántico que era  a la sazón un símbolo orgulloso del progreso del hombre.

 

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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