Análisis del testamento de Isabel la Católica (II)

Por Carlos de Bustamante

(Isabel la Católica, por Juan de Flandes, c. 1500. Óleo, 63 × 55 cm, Palacio Real de Madrid)

Expuesto en un primer artículo el inicio del análisis del testamento de Isabel la Católica, proseguiré para mis amigos y probables únicos lectores los pormenores de este ejemplar testamento. Lo hago guiado en su mayoría por el exhaustivo conocimiento que tiene Luis Suarez Fernández de cuanto se refiere a la venerable   sierva de Dios, reina de España. Creo importante hacer constar en este segundo de la miniserie que mucha de la documentación –incluida la presente, que os expongo- ha   ido acompañando a la presentada ante la Santa Sede, para el proceso de beatificación lastimosamente interrumpido durante años y en ocasiones diversas por motivos que, habiéndolos, no creo que sea el momento de pormenorizar. Tal vez en otras entregas que, si Dios es servido, os haga, podréis conocerlas detalladamente. Hoy y ahora, proseguiré con el análisis que, de la mano del eminente profesor, no tiene desperdicio.

En los últimos meses de vida Isabel barajó dos clases de soluciones, y de ellas tenemos constancia por consultas al Consejo: una, la de designar sucesor a Fernando, y después a sus hijos o nietos; la otra, de pasar los derechos de Juana a uno de los hijos de ésta, preferentemente el segundo, actuando el rey como regente.

Se ofreció a Felipe la entrega de Nápoles a cambio de esto, pero él se negó. De ahí la decisión final del Testamento. Juana sería «reina verdadera y señora natural, reconociéndose a Felipe únicamente los honores y dignidad que le correspondían «como su marido». Habría un rey consorte. Además, todos los oficios, cargos y dignidades laicos o eclesiásticos se reservaban para los naturales del país; esto significaba que los españoles iban a ser gobernados por españoles y no por extranjeros. Y el «trato y provecho» de las Islas, Tierra Firme de la mar Oceana y Canarias, se reservaba como monopolio a los «reinos de Castilla y León. No se estaba eliminando a los moradores de la Corona de Aragón, que tenían reconocido desde 1478 a estos efectos la equiparación con los castellanos, sino a la Casa de Habsburgo y a sus servidores, de cuya concupiscencia tenían pruebas bastante sobradas. En definitiva, el Testamento se precavía contra la aparición de un rey de extraño país y extraño lenguaje, pues ésta no debía significar la entrega del reino a una administración extranjera.

La comparación subliminal entre Felipe y Fernando era una verdadera obra maestra en el arte de la retórica: se decía todo sin uso de palabras. Pero el propósito no es difícil de adivinar. Los méritos de Fernando, sus excelencias y extraordinaria capacidad humana no tenían comparación. Así pues, tras explicar el asunto del trato y provecho de las Indias y de evitar que fueran a parar a bolsillos flamencos, la Reina ordenaba a sus súbditos que, aunque Granada, las Islas, Tierra Firme y Canarias fuesen, por bula legítima, entregadas a Castilla; pero teniendo en cuenta «tan grandes y señalados servicios» como Fernando prestara en su adquisición, reconociesen al rey de Aragón la mitad de estas rentas. De modo que aun en el caso de que Juana pudiera gobernar, lo que ella no creía, la posición económica y política del Rey Católico quedaba suficientemente reforzada.

Un regalo lleno de intención como lo era la mención del nieto. No de Carlos, al que no se nombra, sino de Fernando, nacido en Castilla con nombre castellano: de las rentas reales se detraían dos millones de maravedís para montar su casa. Se trataba de lograr de este niño, que apenas berreaba en la cuna, una vinculación con la tierra de su nacimiento que le indujera a permanecer en ella. La meta prevista era que Fernando, el Rey, siguiera conservando el protagonismo, en nombre de la hija, como lo tuviera en nombre de la esposa.

El Testamento es un mensaje de amor conyugal, aquel que se desarrolla sobre el eje dimensional de los deberes, el apoyo recíproco, la convivencia respetuosa. Dejando aparte almibaradas leyendas, Fernando e Isabel se casaron por razones políticas y fue el suyo un matrimonio de pura conveniencia en el sentido más noble de la palabra. Pero con el tiempo, al hacer del matrimonio una dimensión de cumplimiento religioso, pasando por encima de circunstanciales infidelidades del marido, ambos se comprendieron y, al comprenderse, se amaron. Los historiadores tenemos que perder el miedo a ciertas palabras. Al acercarse el momento de su muerte, Isabel tuvo la conciencia de que una de sus mayores fortunas había sido poder contar con tal marido.

Mientras Isabel agonizaba. el comendador Fuensalida, embajador en Flandes, iba desvelando la trama de un plan de Felipe para obligar a Juana a firmar el documento que le transmitía todos los poderes, algo a lo que ella firmemente se negó. El 23 de noviembre un correo especial trajo una terrible carta que, me parece no fue dada ya a conocer a la Reina. El mismo día firmaba ésta un codicilo que era la respuesta a las intrigas borgoñonas.

Cuando Juana no estuviese en los reinos o «estando en ellos no quiera (caso del documento solicitado por Felipe) o no pueda (caso de incapacitación formal) atender en la gobernación»., de ésta se haría cargo Fernando. Para que no hubiera duda se añadió que así lo habían solicitado las Cortes de Toledo, Madrid y Alcalá en los años inmediatamente anteriores, y así lo habían aprobado prelados y grandes reunidos en Consejo.

Desde el punto de vista del codicilo y sus disposiciones no cabe duda de que Felipe cometió después con ayuda de nobles y prelados una usurpación de funciones. Con independencia de esta previsión, Isabel ordenaba a Juana y su marido que mostrasen obediencia y honor a Fernando porque el «excelente rey» era su padre y estaba «dotado y ungido de tales y tantas virtudes», así como de «mucha experiencia», lo que le convertía en la más útil persona. Al disponer su enterramiento en Granada —su Granada— encargó que también, en su momento, se llevase allí el cuerpo del marido para que el ayuntamiento que tuvimos viviendo y en nuestras almas.., en el cielo lo tengan», según «espero en la misericordia de Dios». Encima una losa sencilla con sus nombres, sin escultura alguna, para que los visitantes supiesen que se hallaban en la presencia humilde y descarnada de una majestad que, llegada a su fin, rendía cuentas a Dios. Este deseo no sería respetado. Primero, Carlos V decidió que se hiciese el mausoleo que ahora conocemos.

Después, los soldados de Napoleón abrieron las tumbas, y al no hallar otros tesoros que ceniza, polvo y nada, las aventaron.

En la determinación del orden sucesorio hay un detalle que parece debe ser destacado: primero estaban los hijos de Juana, pero si faltaban éstos pasa el derecho a María, la reina de Portugal, y en su defecto a Catalina. Pero María era más joven que Catalina y, por tanto, no se seguía el orden correcto. Es indudable que María tuvo un trato de privilegio: aunque con la dote recibida las infantas brindaban un finiquito de sus posibles derechos sobre el patrimonio real, a ésta se autorizó a retener una renta anual de cuatro millones de maravedís en Sevilla.

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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