Por Carlos de Bustamante
(Vacunación)
La por lo general potente memoria de los que rebasamos los ochenta años, me permite recordar detalles nimios; pero que ante los sucesos que nos ofrece en imágenes el portento de los modernos medios de comunicación, son de una nitidez asombrosa.
Por poner uno de los muchos ejemplos, me referiré a las vacunas.
Se llamaba Longinos. Era, o me lo parecía, un anciano venerable. A cualquier hora de un día cualquiera, se le podía ver circulando pausadamente en su bicicleta, por cualquier calle de Valladolid. Era practicante. Finalizada su jornada laboral en el hospital militar, acudía sin prisa y sin pausas a `jeringar´ a una muy numerosa clientela del Valladolid de toda la vida. Familias enteras, por entonces y con mucha frecuencia numerosas, solicitaban sus servicios, para inmunizar al personal de las pandemias de la época: tifus, viruela, tosferina, difteria, sarampión… que, con singular virulencia diezmaba a la población infantil.
Ese día cualquiera, llaman a la puerta de casa: mal, pero así lo hizo: ¡Señoraaaa…!, Longinooos! Como si hubieran tocado zafarrancho de combate, niño por entonces este hoy anciano foramontano, corría que se las pelaba por los interminables pasillos de las casas militares. Tapando la calle mi señora madre con las muchachas (que así se denominaban entonces a las hoy empleadas de hogar), la huida finalizaba sin remedio en las manos de los `verdugos´. Longinos avanzaba inexorable hasta el lugar de la ejecución…
Ceremonia luego que el niño contemplaba con los ojos tan desencajados que se le salían de las órbitas.
Abría Longinos la cartera que por lo sobada parecía haber participado en mil batallas, y, parsimonioso con silencio sepulcral, sacaba despacio, como en un rito, el instrumental de tortura: una cajita metálica en cuyo interior contenía `la intemerata´. Jeringa de cristal transparente y varias agujas -banderillas- de grosor y longitud variados. En silencio de funeral, seguía impertérrito su labor. La tapadera servía de hornillo. Bien sujeto para impedir cualquier intento de fuga, el rapaz de 4-5 años, contemplaba los instrumentos de tortura puestos al fuego. Espectacular como el encendido del pebetero en nuestros juegos olímpicos, Longinos mojaba el dedo índice-regordete- en alcohol. Con un `mechero´ -sin mecha- que en su larga vida jamás encendió cigarro alguno, se prendía el dedo. Y éste en llamas, comunicaba los ardores a la tapadera rebosante de alcohol. Las burbujas del agua hirviendo en la caja, jugaba con los temerosos adminículos de checa. Con pulso de chaval, Longinos los sacaba ayudado de unas pinzas esterilizadas también en el fuego del diminuto infierno. Fuego que al niño se le antojaba el de los condenados. Concluida la total esterilización, estas mismas pinzas le servían para pasar suavemente el recipiente por encima del hornillo. El infierno se apagaba como por arte de magia.
De pronto, con voz salida de ultratumba (¿del averno?) Longinos exclamó sonriente, amedrentando al reo y a los raptores: ¡¡Que te calles!! Parálisis general en los que, expectantes, niño incluido, no habían dicho `ni pío´.
Aflojada la presión por el sobresalto, la víctima, escapó como alma que lleva el diablo. Madre, muchachas y practicante, -éste jeringa en ristre con la aguja puesta- corrieron en persecución implacable tras el crío espantado. Lo demás fue rápido: inmovilización absoluta, cachete previo en salvo sea la parte y pinchazo en todo lo alto. Luego, risas y calma. Como corderitos, los demás hermanos pasaron por el mismo suplicio sin carreras y sumisos.
La figura oronda y callada de Longinos, se despidió sonriente con un lacónico: ¡Adiós doña Eugenia!
Al anciano que hace tropecientos años fue niño, le rechinan los dientes ante los mil y un pinchazos que ha de ver- ¿Por qué tantas veces? – en la televisión. ¡¡Señores, que sí, que hay que vacunarse!!, pero ¿no es cuasi masoquista esa exhibición de rehileteros pinchazo tras pinchazo? Pues eso… Es que hay que roerse ¿eh?