Amor, sentimentalismo, afectividad. III 

Por Carlos de Bustamante

(Acuarela de Eva Carballares en Hispacuarela de Facebook)

Continúo   con la magistral exposición  del profesor José María Yanguas (Profesor de Teología Moral. Pontificio Ateneo de la Santa Cruz), a la luz, naturalmente cristiana de las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer de quien fue alumno aventajado.

Dice la sabiduría   popular que `de bien nacidos es ser agradecidos´.  Porque quisiera contarme entre ellos, y por la claridad de ideas expuestas por el mucho saber del profesor José María Yanguas, aprovecho también esta entrega para pedir disculpas a don José María por el atrevimiento de difundir sin su permiso el trabajo sobre lo que sí, antropológicamente   es de gran utilidad   y provecho, no lo es menos desde un punto de vista cristiano. Digo en mi descargo, que, por las continuas o frecuentes alusiones a la doctrina cristiana, también quiero   participar   de las palabras de Jesucristo en el Evangelio y del merecimiento que no creo le moleste compartir: “En suma, a todo aquel que me reconociere y confesare por Mesías delante de los hombres, yo también le reconoceré y declararé por él delante de mi Padre que está en los cielos”.

Horizonte doctrinal de la enseñanza de san Josemaría

-La Humanidad Santísima de Jesucristo

Si queremos que la afectividad, el variado mundo de los sentimientos superiores ocupe en la vida cristiana el lugar que le corresponde, sin caer en ninguno de los dos extremos apenas señalados, no tenemos otro camino sino fijar la mirada en Jesucristo. Sí, porque la equivocación que está en la base de esos errores no es otro que el desconocimiento del significado exacto y completo de la Encarnación del Verbo eterno de Dios, el misterio de Jesucristo Señor nuestro como verdadero Dios y verdadero hombre. «Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Ioh I,14)».

Tomar en serio que el Hijo de Dios se ha hecho carne y que habitó entre nosotros, significa para san Josemaría que los hijos de Dios, que han de imitar a Cristo, han de ser muy humanos y muy divinos. Eso explica la insistencia con que recuerda que «vivir en cristiano no es dejar de ser hombre», y el vigor con el que invita a no «abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo».

La importancia que las virtudes humanas poseen en el modo característico de san Josemaría de vivir el Evangelio, hunde sus raíces en la profunda intuición de la centralidad del misterio de la Encarnación para la vida cristiana. Con frase incisiva afirmaba:

«Nuestra fe confiere todo su relieve a estas virtudes que ninguna persona debería dejar de cultivar. Nadie puede ganar al cristiano en humanidad».

El misterio de la Encarnación desautoriza de raíz cualquier intento de vida cristiana que no haga del bautizado un ser «íntegramente humano». Cuando afirmamos la perfecta Humanidad de Jesucristo nos estamos refiriendo a una persona con inteligencia y voluntad, pero también con un rico mundo de sentimientos y afectos. «Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús», escribe San Pablo.

Es lo que descubrimos apenas abrimos los Evangelios. Enseguida advertimos que «la indiferencia no es tener el corazón seco… como Jesús no lo tuvo». Tiene «un corazón de carne como el nuestro», como lo demuestran las numerosas escenas de la vida del Señor a las que san Josemaría recurría para poner de manifiesto cómo es el amor de Cristo: la resurrección del hijo de la viuda de Naín, que pone al descubierto toda su capacidad de compasión; la curación del paralítico; el llanto por la muerte de Lázaro; la compasión por las multitudes que lo siguen y no tiene que comer; su trato con los pecadores… Con trazos apretados nos ofrece un cuadro del mundo íntimo de Cristo:

«Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía donde reclinar la cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía. Jesús llora por la muerte de Lázaro, se aíra con los mercaderes que profanan el templo, deja que se enternezca su corazón ante el dolor de la viuda de Naín».

Lo más extraordinario y conmovedor en este punto es que en esos gestos humanos podemos descubrir los gestos de Dios, porque Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto: «en lo humano nos da a conocer la divinidad»; en las manifestaciones de amor del Corazón de Cristo tiene lugar la definitiva manifestación del amor de Dios a los hombres:

«(…) el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un Corazón humano. (…) el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús».

Esta es la verdadera escuela donde san Josemaría, según sus mismas palabras, ha aprendido a amar y donde los hombres debemos aprender a liberar nuestros corazones del odio y de la indiferencia. El modo de amar de Cristo será siempre el modelo para el amor del cristiano. Sólo así nuestra conducta recordará a Jesús y evocará su «figura maravillosa».

-La unidad de la persona, cuerpo y espíritu, gracia y naturaleza.

San Josemaría no ha formulado ciertamente una teoría antropológica ni propugna una determinada noción de hombre. La concepción del hombre que subyace en sus enseñanzas es la que suministra la fe y la buena teología, una idea profundamente unitaria. Cuerpo y espíritu, como naturaleza y gracia, no son realidades que se superponen o entran en contacto esporádicamente. Son realidades distintas e inconfundibles, pero de tal manera entrelazadas en la persona del cristiano que ésta es real e indivisiblemente una. El alma informa todo el cuerpo; la unión substancial de ambos tiene sus efectos tanto en el mundo espiritual como en el corporal. Por su parte, la gracia sana, perfecciona y eleva la naturaleza humana: el hombre entero, cuerpo y espíritu, inicia una nueva existencia. Pero el acto de fe es acto del entendimiento humano y el acto de caridad es acto de la voluntad y del corazón humano. La semilla de la gracia está llamada a permear toda nuestra humanidad y nuestra entera existencia. Como la gota de aceite se extiende sobre el papel, así irá extendiendo la gracia su radio de influjo, primero a nuestra inteligencia y voluntad, raíz y sede de la libertad; después, si no se opone resistencia, terminará por alcanzar nuestros sentimientos, nuestra afectividad.

La doctrina de san Josemaría es necesaria conclusión de esta visión del hombre sugerida por la Revelación y encuentra en sus palabras enérgicas, al mismo tiempo, delicada expresión:

«Para que se os metiera bien en la cabeza esta verdad, de una forma gráfica, he predicado en millares de ocasiones que nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural».

Es esta una doctrina que repetirá frecuentemente en sus obras. Esa profunda compenetración de naturaleza y gracia que le lleva a decir y a repetir frecuentemente a sus hijos en el Opus Dei que sólo siendo muy humanos podrán ser muy divinos. De ahí que debamos dirigirnos a Dios nuestro Señor con todo los que somos: «nuestra alma, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, nuestros trabajos y nuestras alegrías».

Con gran fuerza proponía esta enseñanza en clave ascética en el año 1967, en el curso de la homilía que pronunció en la Santa Misa celebrada en el campus de la Universidad de Navarra:

«¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser — en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales».

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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