Batalla de las Navas de Tolosa. Memoria histórica. 1 

Por Carlos de Bustamante

 

(Monumento a la batalla de Las Navas de Tolosa en La Carolina, Jaén)

«Suena en los oídos de todos el clamor de la horrenda amenaza, verdadero toque de alerta para todo aquel que no tenga obnubilada la mente» ( PAPA ALEJANDRO VI, bula “Clamat in auribus”).

Corría el año 1212 y nunca se habían enfrentado en la península Ibérica ejércitos tan numerosos. Además de ser la batalla más importante entre cristianos y musulmanes en España, Las Navas de Tolosa cambió el signo de la contienda y marcó el declive irrecuperable del islam en España. A partir de ese momento, los musulmanes de Al-Ándalus se batieron a la defensiva y ya nunca recuperarían el terreno perdido. Las fuerzas combatientes fueron, por un lado, el imperio almohade, con tropas bereberes, saharianas y andalusíes; y por otra, los reyes de Castilla, Navarra y Aragón, a los que se unieron en un primer momento contingentes de cruzados procedentes de Francia y de otros países de Europa. La batalla tuvo como escenario los llanos o navas entre las actuales poblaciones de Santa Elena y Miranda del Rey. Más exactamente, en una planicie rodeada de altozanos a cinco kilómetros de Santa Elena, el pueblo más al norte de la provincia de Jaén, junto al paso de Despeñaperros, que en aquel tiempo era llamado el Muradal. Un territorio frontera de moros y cristianos desde hacía tres siglos.

El desencadenante inmediato del choque fue la cruzada organizada por el rey castellano Alfonso VIII, el arzobispo de Toledo y el papa Inocencio III tras la terrible derrota del ejército de Castilla en Alarcos (1195), que llevó la frontera de Al-Ándalus hasta los Montes de Toledo. Pero la génesis de la batalla, en realidad, empezó mucho antes de 1212, cuando el califato de Córdoba se fragmentó en pequeños reinos de taifas, momento en que los reinos cristianos, que avanzaban desde el norte, aprovecharon para extender sus fronteras hasta el Tajo y tomar Toledo sin apenas resistencia. EL ATAQUE AFRICANO Por aquel tiempo, los almorávides (castellanización del árabe al-muravitub: ‘devotos’, ‘ermitaños’), una agrupación de tribus islámicas procedentes del norte del Sáhara, habían formado un imperio que se extendía por Marruecos, Argelia, Mauritania y Senegal. Ante el avance cristiano, el rey Al-Mutamid de Sevilla pidió ayuda al sultán almorávide. Una petición que entrañaba graves riesgos: una vez en la Península, los combativos musulmanes salidos del desierto podrían querer apoderarse de lo mismo que habían venido a defender, como ha ocurrido frecuentemente en la historia.

Pero Mutamid pensaba que no tenía otra opción. «Prefiero ser camellero en África —dijo— que porquero en Castilla». El empuje inicial de los almorávides desarboló por completo la resistencia de Castilla, el principal reino peninsular. El ejército castellano sufrió una importante derrota en Zalaca (1086) y, como muchos musulmanes de España temían, los vencedores barrieron a los débiles reyes de taifas y anexionaron Al-Ándalus a su imperio. Pero hacia la mitad del siglo XII se repitieron las divisiones internas en la Andalucía musulmana. El imperio almorávide se resquebrajó y parecía incapaz de hacer frente al creciente poder de los hispanocristianos. La decadencia almorávide propició la aparición de un nuevo grupo de tribus: los almohades (del árabe al-Muwahidun: ‘unitaristas’), que sostenían estrictamente la unidad de Dios. Procedentes del Atlas, conquistaron buena parte del Magreb y se lanzaron sobre la Península. Fue el santón bereber Muhammad Ben Tumarit quien les infundió nuevos bríos fundamentalistas como reacción ante la relajación religiosa de los almorávides, y sus califas adoptaron el título de Amir-ul-Muminin, o «príncipe de los creyentes», que los cristianos llamaron Miramamolín. ALARCOS En el tiempo en que los almohades llegaron a la península y acabaron con la gobernación de los almorávides, en Castilla reinaba Alfonso VII, quien a duras penas consiguió impedir el avance de los nuevos invasores más allá de Sierra Morena y murió en el puerto de la Fresneda cuando regresaba de una expedición militar. Le sucedió su hijo Alfonso VIII, quien sufrió una estrepitosa derrota en Alarcos (1195), a unos diez kilómetros de la actual Ciudad Real, al lanzarse a la batalla sin esperar los refuerzos prometidos de Alfonso IX de León y Sancho VII de Navarra. El califa almohade, Yusuf al-Mansur, murió en la contienda y, crecidos con su victoria, los norteafricanos conquistaron la plaza fuerte de Calatrava, mataron a toda su guarnición y alcanzaron la línea del Tajo. Pero su capacidad logística se había tensado demasiado y tenían problemas en la parte africana de su imperio, por lo que firmaron en 1197 una tregua de diez años con el rey de Castilla. Alfonso VIII, monarca bien valorado históricamente, frisaba los sesenta años en el momento de la batalla y acababa de perder a su primogénito, Fernando, víctima de fiebres. Casado a los quince años de edad con Leonor de Inglaterra, hermana de Ricardo Corazón de León, que le dio once hijos, aprovechó el tiempo de la tregua para recuperarse del desastre de Alarcos y arreglar diferencias con los reyes de León y Navarra, con quienes mantenía continuas disputas fronterizas.

Con Aragón, Alfonso selló en 1179 un acuerdo que establecía los límites de la expansión y la frontera común de ambas coronas. Extinguida la tregua pactada con los almohades, se reanudaron las hostilidades. El monarca castellano atacó Jaén y Baeza, y la orden de Calatrava se adueñó de Andújar. Para impedir que otros reinos hispanos atacasen Castilla mientras luchaba en Andalucía, Alfonso VIII consiguió que el papa Inocencio III declarase «cruzada» la guerra contra los almohades. Con esto, cualquier monarca cristiano que osara atacarle sería excomulgado ipso facto, y sus súbditos quedaban exentos de la obligación de obedecerle. La bula papal ordenaba a los reyes cristianos que aplazaran sus discordias para favorecer la empresa común contra el islam y alertaba a toda la cristiandad del peligro común que representaban los almohades, «que no solo pretenden la destrucción de España, sino que además amenazan con ejercer su crueldad en otras tierras de cristianos y borrar, si pueden, el nombre cristiano», como escribió el papa Inocencio III en una carta a los arzobispos de Toledo y Santiago en demanda de ayuda.

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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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