Memoria histórica. Otumba (1519-1520). Y 4

Por Carlos de Bustamante

(Representación de Aztacuemecan en el lienzo de Tlaxcala)

Desde que existen las guerras o en menor escala los enfrentamientos armados, sean entre individuos aislados, entre pueblos próximos o entre naciones, las fases de guerras o enfrentamientos, guardan infinidad de similitudes.  Según los motivos de las guerras, enfrentamiento o peleas…, si los que contienden tienen el menos común de los sentidos, como es el sentido común, considerarán previamente si con su fuerza o medios son superiores o no a los de aquéllos   con los que pretenden enfrentarse.  Tras este estudio en las grandes lides o simple consideración en las menores, suele producirse el desafío.  Digo suele, porque hay un factor, en absoluto menor, que, por excepción, confirma la regla: A veces David, vence a Goliat.

Si esta victoria quedó imperecedera en los registros bíblicos, Fernando González Laínez nos narra con tal detalle tanto la gran batalla de Otumba como las ya referidas y las que, si Dios es servido seguirán, que, por la   cuasi irrepetible heroicidad de grandes genios en el arte de la guerra, debieran quedar registradas para memoria imperecedera.

Ergo, a las con sideraciones previas, la memoria histórica dicta otros factores tantas veces impredecibles que, sin embargo, deciden con frecuencia -y Otumba es un ejemplo- la suerte del combate: valor, dotes de mando, prestigio, inteligencia…

HUIDA Y VENGANZA

La muerte del ciaucoatl y la visión del estandarte en manos de los españoles esparcieron el terror y el desconcierto en el resto del ejército azteca, que dejó de luchar y escapó en desbandada. […] muerto aquel capitán que traía la bandera mexicana, y otros muchos que allí murieron, aflojó su batallar, y todos los de a caballo siguiéndolos, y ni teníamos hambre ni sed, sino que parecía que no habíamos pasado ningún mal trabajo; seguimos la victoria matando e hiriendo. La misma versión da el cronista López de Gómara: Cayendo el hombre y el pendón, abatieron las banderas en tierra, y no quedó indio con indio, sino que enseguida se desparramaron cada uno por donde mejor pudo, y huyeron, que tal costumbre tienen en guerra, muerto su general y abatido el pendón. A partir de ahí, los españoles explotaron el éxito, y con los tlaxcaltecas iniciaron la persecución de los indios en huida. Dice Prescott: Poseídos de un ciego terror, su mismo número aumentaba la confusión y se atropellaban unos a los otros, imaginándose tener al enemigo a la espalda. Repartiendo cuchilladas y lanzadas, dando gritos de venganza por sus compañeros caídos en la Noche Triste, los de Cortés se resarcieron de las penalidades pasadas acabando con cuantos enemigos se pusieron a su alcance, hasta que las primeras sombras de la noche detuvieron la implacable cacería.

Pablo Martín Gómez dice: «Estaban solos en el campo, mientras las aves carroñeras volaban sobre sus cabezas». Acabada la persecución, los vencedores dieron gracias a Dios, asombrados de seguir todavía vivos y haber acabado con tan gran multitud de guerreros enemigos juntos, como «no se había visto ni hallado en todas las Indias». Como cuenta Díaz del Castillo, allí se reunieron la flor de México y de Tezcuco y todos los pueblos que están alrededor de la laguna, y otros muchos sus comarcanos, y los de Otumba y Tapetezcuco y Saltocán, ya con pensamiento que de aquella vez no quedara roso ni velloso de nosotros. Después de Otumba, los conquistadores prosiguieron viaje por el desolado paisaje de la meseta que rodea la ciudad de México, por Apan y Hueyotlipan, hasta entrar en territorio de Tlaxcala, donde fueron bien recibidos y descansaron durante varios días. Fue un momento decisivo, porque Cortés, siempre desconfiado, no las tenía todas consigo y temía que los tlaxcaltecas aprovecharan la ocasión de ver a los españoles agotados y se volvieran contra ellos.

En sus Cartas, Cortés manifiesta la satisfacción que todos sintieron «de hallar los naturales de la dicha provincia seguros y por nuestros amigos, porque creíamos que viéndonos ir tan desbaratados quisieran ellos dar fin a nuestras vidas por cobrar la libertad que antes tenían». Es notable el laconismo y escaso énfasis con que Cortés relata la gran batalla en la segunda de sus Cartas de la conquista de México enviadas al emperador Carlos V, además de atribuir la victoria, como era corriente en aquel tiempo, a la Providencia divina: […] salieron al encuentro mucha cantidad de indios, y tanta, que, por la delantera, lados ni rezaga ninguna cosa de los campos que se podían ver había dellos vacía. Los cuales pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes, que no nos conocíamos unos a otros: tan juntos y envueltos andaban con nosotros. Y cierto creímos ser aquel el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban, por ir, como íbamos, muy cansados, y casi todos heridos y desmayados de hambre. Pero quiso Nuestro Señor mostrar su gran poder y misericordia con nosotros, que con toda nuestra flaqueza quebrantamos su gran orgullo y soberbia, en que murieron muchos dellos y muchas personas muy principales y señaladas; porque eran tantos, que los unos a los otros se estorbaban, que no podían pelear ni huir. Y con este trabajo fuimos mucha parte del día, hasta que quiso Dios que murió una persona dellos que debía ser tan principal, que con su muerte cesó toda aquella guerra.

En la batalla tuvo una destacada participación la sevillana María Estrada, una dama que iba con el ejército de Cortés y que peleó con una lanza en la mano como «uno de los más valerosos hombres del mundo». También, como en otras batallas, fue importante la ayuda de los perros de presa que acompañaban a los soldados, animales feroces entrenados para atacar que aterrorizaban a los indios. Los mexicas —resume Thomas— perdieron la batalla por su mala organización: «No eran capaces de enfrentarse a un ataque en campo abierto, por más exhaustos que se encontraran sus enemigos». En contraste, los soldados españoles permanecieron unidos, sin romper la formación. Su ventaja táctica estaba basada en las espadas de acero, picas, rodelas, cascos y armaduras, que los protegían de las flechas y las armas de obsidiana, aunque en Otumba no pudieron utilizar armas de fuego, por no disponer de artillería y traer toda la pólvora mojada cuando se retiraron de Tenochtitlan. Juan Miralles atribuye la derrota de los aztecas no solo al valor personal de los españoles, sino también a la debilidad de la estructura social de los indios, que, una vez caído su jefe, no supieron cómo reaccionar. Además, gran parte de la masa combatiente estaba formada por gentes de los alrededores de Teotihuacan, que nunca antes habían entrado en guerra y que fueron presa fácil del pánico.

Otumba tuvo unas repercusiones políticas enormes y decantó de forma definitiva el curso de la conquista de México. López de Gómara afirmó que «no ha habido más notable hazaña ni victoria de Indias desde que se descubrieron». Miralles comenta: Los españoles, que hasta el momento eran una partida de fugitivos, pasaron a ser los vencedores de la más grande batalla, en número de participantes, jamás librada en suelo mexicano […]. Acerca de Otumba, prácticamente todos, hasta los más acérrimos enemigos de Cortés, están de acuerdo en afirmar que el golpe de audacia de este resultó definitivo para el resultado de la batalla. Un factor también importante en el rápido derrumbe azteca fue la epidemia de viruela que diezmó a los mexicas poco después de la Noche Triste. Al parecer, la enfermedad fue llevada a México por un esclavo negro que iba en la expedición de Narváez, y acabó en poco tiempo con miles de aborígenes.

Después de la batalla de Otumba, y siempre contando con la ayuda de los tlaxcaltecas, Cortés reorganizó y reforzó su ejército con más soldados españoles llegados a Veracruz, y tras una demoledora campaña atacó Tenochtitlan el 30 de junio de 1521. La desesperada y casi suicida resistencia de los aztecas no fue suficiente para derrotar a los conquistadores.

La ciudad quedó arrasada, incendiada y cubierta de cadáveres, y el 13 de agosto, Cuauhtémoc, el último jefe de los aztecas, fue capturado en Tlatelolco cuando intentaba escapar por la laguna con su séquito en una canoa. El imperio azteca había dejado de existir.

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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