La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

La Roma de Ratzinger y la Roma de Bergoglio

No todos se aperciben de ello, pero hoy coexisten dos Romas en una: la de Ratzinger y la de Bergoglio. Y ambas son invisibles, pero igualmente bellas. Una es la de la pasión de la Cruz y la otra la de la alegría de la Resurrección.

La de la Cruz pertenece a Ratzinger, quien carga con el peso del madero pese a su aparente fragilidad. Ahora mismo, el alemán se erige desde las catacumbas y se aviene al Coliseo, para reposar un momento sobre el eco de los mártires que cantaban mientras se los comían los leones. Fortalecido con esta vibración del alma, retorna a posar su carga sobre el hombro, abriéndose definitivamente a la Roma más antigua y poderosa: cada ruina del fastuoso Foro Imperial es una estación en este particular Vía Crucis. Las antorchas las portan en esta ocasión Tito y Constantino desde sus arcos del triunfo, mientras los ángeles les susurran al oído que, en el fondo, son mortales y su éxito es pasajero. Bien aprendida tiene esta lección Trajano, quien se abaja de su columna labrada y, cual Cireneo, ofrece al viejo hombre de blanco el cáliz de paz de sus brazos.

También en este instante, Bergoglio florece con su alegría por el bullicio de Piazza di Navona, desde donde cruza al Campo de Fiori, entre los jóvenes que se entregan con fruición al homenaje a las copichuelas y la música callejera. Viene directo de la Piazza di Spagna y el Panteón, donde cenó en una tasca carnicera y compartió queso, jamón y vino con una pareja de ancianos de pensión errática. Su próximo destino es el Trastevere, al que llega cruzando el Puente Garibaldi. Los alumnos de Primaria de un colegio del extrarradio le reciben cantando el cumpleaños feliz.

Cuando el reloj da la medianoche, llega el momento. El mismo helicóptero que lo llevó al destino de convertirse en emérito, con la profética renuncia que inició una revolución singular en la Iglesia, trae a Ratzinger desde Piazza di Venezia, recogido justo en lo más alto del monumento a Víctor Manuel II. Al aterrizar en medio del Tíber, Bergoglio, al pie de la barca, recibe a su hermano con un abrazo. Poco a poco, remando con palos monumentales traídos de las basílicas de San Juan de Letrán, San Pablo Extramuros y Santa María la Mayor, los dos Papas llegan hasta los mismísimos muros vaticanos. El último tramo, a través de la Via della Conciliazione, lo han hecho directamente sostenidos por las gaviotas más gordas que uno se pueda imaginar.

Una vez en la Plaza de San Pedro, la multitud, que ha abandonado sin legañas la cama, se agolpa para presenciar un momento histórico: Ratzinger entrega la Cruz a Bergoglio y este, a su vez, susurra a su predecesor la entrañable letra de un villancico porteño. La sonrisa embarga el rostro del alemán, ahora sí entregado a la paz y el gozo de quien ha cumplido definitivamente su misión. Sale humo de la Sixtina, pero es del horno que prepara el banquete para la celebración. La fiesta, cómo no, concluirá con el pueblo reunido admirando la magia estática de la Fontana di Trevi.

Se cumple así el hecho único por el que las dos Romas se abrazan. En lo más alto de la cúpula de San Pedro, mientras las campanas estallan de esperanza, el Mediterráneo se aprecia como azul cielo. Apasionada y romántica, convulsa y eterna, Roma es Roma.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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