Pregunta de Guillermo Llona, periodista: Don Miguel, usted nos dejó en la Nochevieja de 1936. Partió de su casa de Salamanca, convertida en prisión, mientras en la calle nevaba y se mataban a garrotazos los ‘hunos’ y los ‘hotros’. Profesor, me pregunto cómo vivió aquellos últimos días de reclusión forzada y si, decepcionado con la República y con los que se sublevaron contra ella, aún conservó anhelos y esperanza. Si le acosaron la soledad y los remordimientos. Me pregunto qué ideas bullían en su cabeza justo antes de marcharse allí donde ahora está, cuál fue su último pensamiento, de quién se acordó cuando se le cerraron los ojos para siempre y ya no hubo más luz.
Respuesta de Miguel de Unamuno: Querido amigo Guillermo, me sitúas ante el punto central de mi vida. El más temido. Para la Historia queda cómo fueron mis últimos días: solo, clamando contra la incivil Guerra Civil o, mi último instante, cuando se me cerraron los ojos para siempre en plena conversación con un joven estudiante que vino a visitarme con el escudo falangista sobre el corazón y que se percibió de mi repentina muerte cuando olió a quemado y vio que tenía chamuscado el pantalón por estar sobre la estufa.
Recuerdo esos días de aullar al cielo en silencio, de no parar de escribir en constante convulsión… Y constato lo que sentía entonces: que estaba ante mi mayor fracaso. Que España, mi España, en la que me encarné para tratar de salvarla (y salvarme), se moría definitivamente. Peor aún, ¡se mataba! Mi fracaso fue tal que ni siquiera pude hacer nada cuando medié para salvar la vida de Atilano Coco, una maravillosa persona que dejaba viuda y cuyo único delito era ser pastor protestante y masón.
Es tal el dolor que aún siento que, para no seguir en catarata de luto, opto por callarme. Y en este silencio veo abrirse ante nosotros un rayo de luz que, no sé aún por qué, me hace sonreír…
Sí, ya conozco la razón. La veo, la siento. Es ahora, ahora mismo, 31 de diciembre de 1936. Pero es, al mismo tiempo, hoy, aquí. Estoy muriendo ante vosotros, queridos representantes de nuestro 2019. Muero hace 83 años en mi casa, en la calle Bordadores, y muero ahora, aquí, en mi casa grande, el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Miro por una ventana y sí, también intuyo a lo lejos mi Bilbao, pero el Bilbao de mi infancia, cuando tenía alma de pueblo antes que de ciudad y los carlistas nos amenazaban con la conquista de su vacío casticismo.
No siento remordimiento alguno. Me equivoqué mil y una veces, pero siempre apelé a la razón frente a la intolerancia y, aún mejor, a la pasión por la vida pura, íntima e irracional frente a la razón fría, esquemática y caduca. Fracasé un millón y una veces, pero, si miro con el corazón de 2019 al que estaba devastado en 1936, sé que vencí. Sí, vencí. Mi España, el rostro y el nombre que pongo para encarnar en realidad al mundo que me es concreto y querido, no murió entonces. Se deshumanizó, se descuartizó, pero al día siguiente hubo un rayo de luz. Y luego llegó la primavera, aunque fuera una primavera de hielo y hiel.
Y hoy estamos aquí todos. Me estáis abriendo el alma escritores, poetas, maestros, jueces, abogados, actores, cineastas, toreros, periodistas, científicos, políticos, familiares, descendientes de amigos muy queridos por mí… Cuando el escriba que os ha citado aquí para que me hicierais una pregunta cada uno, para luego él recoger todas nuestras palabras y sembrar en un libro una semilla de vida, todos habéis buscado entrever una rendija de nuestro mundo actual y pasado con la que interpelarme.
Me habéis devuelto a la vida. Por un instante, sí, pero un instante que es eternidad. Porque, al repensarme a través de vuestras preguntas, he escapado al fin del Miguel de Unamuno que, tras pensar infinitas veces en cómo sería ese momento (por lo cual muchas veces fantaseé con el suicidio, para saber de una vez por todas cuál era la cara de la muerte y si tenía o no revés), murió sin saber que se moría. Me fui en plena conversación con un joven que jamás imaginó que desempeñaría ese papel en mi historia vital. Me fui sin más. Sin pensarlo. Sin sentirlo.
Ahora, gracias a vosotros, pienso y siento nuestro 2019 y nuestro 1936. Más de dos décadas después, en nuestra España, en nuestro mundo, continúa imperando demasiadas veces la maldad, la injusticia, la mentira. Pero, al igual que Don Quijote luchó con todas sus fuerzas y en verdad venció aunque no derribara todos los molinos de viento, yo sé ahora, al fin, que mereció la pena desgastarme por amor (sí, por amor) a los demás. Porque, te voy a contar un secreto, mi san Manuel Bueno, mártir, murió en el último instante con fe. Agarrado a Blasillo el bobo más que a la cruz, al ver que se quería morir con él a quien todos tomaban por un pobre infeliz, supo nuestro santo que la verdad última es que siempre debe haber un rayo de luz al final de tanto camino de tormentas.
No hablo de la vida eterna, eso lo debéis descubrir vosotros, cada uno de vosotros. Hablo de que merece la pena, siempre y en todo momento, cargarse sobre las espaldas a los que sufren. Yo recogí del suelo a una España odiadora y, al final del todo, caí con ella. Pero hoy estamos aquí, ahora, los hijos de ese tiempo. Y de nuestro encuentro sale un sol entero que puede alumbrar a mucha gente buena.
Aquí y ahora me despido de todos vosotros, queridos amigos. Ya veo que viene a por mí mi hijo Raimundín, quien murió siendo niño y sin razón alguna, pero tan bondadoso como el entrañable Blasillo. Muero ahora, con vosotros. Ahora sí, pleno en mis facultades de conciencia, trascendencia, razón y pasión. No sé si volveré a veros o si abriré los ojos o no tras esta mi muerte final. Pero intuyo que amanece para muchos y que ha merecido la pena. Todo.
¡No dejéis nunca de luchar!
MIGUEL ÁNGEL MALAVIA