AHÍ VA UNA APODÍCTICA CERTEZA
(¿APARENTANDO EXPIAR ASÍ SUS CULPAS?)
Ahí va, atento y desocupado lector (seas ella o él), una apodíctica certeza. Está claro, cristalino, que todas las personas mentimos. Prueba a buscar y a hallar a quienes hayan seguido y visto/oído algunos episodios de la serie televisiva “House”, la del detestable y sugestivo (a partes iguales) doctor en Medicina (a quien, como regla general, unas concretas palabras, pronunciadas por otro/a o por él mismo, sobre otro asunto, fungían o funcionaban de serendipia, pues solían venir a inspirarle, inesperadamente, tanto que daba, por arte de birlibirloque, con la causa, clave o porqué de la enfermedad que, más o menos gravemente, aquejaba al paciente que atendían su equipo y él), y comprobará que ninguno de ellos (hembras y/o varones) se ve capaz de refutar dicha verdad.
Asimismo, está claro cristalino, que el fin de las mentiras humanas es diverso, variopinto. Algunas, pocas, gozan de una utilidad de por vida. Otras, bastantes, que benefician a corto plazo, acaban siendo desastrosas a medio o largo. Otras, desde el inicio, perjudican a todos, al que la profiere y a cuantos la escuchan.
Igualmente, está claro, cristalino, que los escritores de ficciones mienten, pero el grueso de los tales (ellas y ellos) lo hacen con el propósito de contar una verdad, de narrar una historia verosímil. Esta es la tesis que sostiene (y nadie, que yo sepa, ha logrado objetar por el momento a) Mario Vargas Llosa en su gozoso e inmarchitable ensayo “La verdad de las mentiras”.
Los autores de textos de no ficción, con más razón, si cabe, que sí, que cabe, pretenden tres cuartos de lo mismo. Esto es, poco más o menos, lo que vino a hacer Emmanuel Carrère con/en “El adversario”, donde detalla el acervo o cúmulo de falsedades ideadas por Jean-Claude Romand, con las que embelecó a todo quisque (supongo que el propio Carrère, que mantuvo correspondencia epistolar y varias interviús en prisión con él, no se libró de sentir un hormigueo o la sensación de llegar a pensar que él también pudo ser objeto de algún intento de engaño por parte de Romand), padres, esposa, amante, amigos,…, haciéndose pasar por un alto funcionario de la Organización Mundial de la Salud, OMS, en Ginebra.
Tras estafar a deudos y a amigos, crédulos, a quienes prometía que les iba a conseguir una alta rentabilidad del dinero que le entregaban, que usaba para vivir (del cuento), cuando vio que su luengo rosario de patrañas se desmoronaba cual castillo de naipes, en lugar de acabar con su sucia existencia, un completo fraude, decidió terminar con las vidas de sus padres, esposa e hijos.
Recientemente, ha vuelto a ser noticia, porque la Corte de apelación de Bourges concedió a Romand la libertad condicional el pasado 25 de abril. El falso galeno ha decidido vivir (¿aparentando expiar así sus crímenes?) durante, al menos, dos años, en una joya del arte románico, la abadía benedictina Notre-Dame de Fontgombault.
Hace muchos años escribí un relato corto en el que a cierto personaje, que tenía un parecido tal que había sido confundido varias veces con Jorge Luis Borges, le hacía decir a un empedernido impostor esto: “La primera vez que me engañaste la culpa la tuve yo; de las restantes, si las hubo, el único culpable fue quien las oyó y se las creyó”.
Nota bene
Evidentemente, el impostor que ideó mi magín nada tiene que ver con Enric Marco, cuya mole de mentiras relató Javier Cercas (y le valió el Premio al Libro Europeo) en “El impostor”.
Ángel Sáez García