A pesar de lo pretenciosos que somos y del postín que nos solemos dar, hay pocas ocasiones en que los artículos de un periodista cambien el curso de la Historia, pero a veces ocurre.
Uno de los ejemplos más esplendorosos es el de Januarius Aloysius MacGahan, un norteamericano de origen irlandés que medía casi dos metros, lucía un bigote frondoso, solía cubrirse con un gorro de astracán y aborrecía ferozmente todo lo que sonaba a injusticia y opresión.
Sus colegas le llamaban el «corresponsal cosaco». Entre sus virtudes se contaba la de hacer amigos con facilidad.
En 1876 comenzaron a circular por Estambul, la antigua Constantinopla antes Bizancio, rumores sobre desquiciantes atrocidades perpetradas por fuerzas turcas contra las poblaciones cristianas del sur de Bulgaria.
A esas alturas, Januarius MacGahan era ya un periodista de renombre, autor de algún libro sobre viajes, y fue comisionado por el Daily News londinense para que se desplazase a Bulgaria e indagase.
La región hervía de sentimientos independentistas. Más de doce mil hombres, mujeres y niños habían sido masacrados por los kurdos y bashi-bazouks, a los que las autoridades turcas habían dejado mano libre para suprimir la revuelta.
MacGahan entrevistó a cientos de supervivientes y envió un reportaje desgarrador:
«Creo que llegué con una actitud honesta e imparcial… Temo que ya no soy imparcial, y ciertamente no me siento en absoluto frío… Hay cosas demasiado horribles para poderlas investigar de forma calmada; hechos de tal vileza que los ojos se resisten a mirar y que la mente humana se niega a aceptar… Encontramos el cadáver de una muchacha de no más de quince años… Seguía cubierta con una camisa y llevaba medias hasta los tobillos, pero no llevaba zapatos… Debido a que el calor había resecado la carne en lugar de descomponerla, los pies eran casi perfectos… El procedimiento parece haber sido siempre el mismo: cogían a una mujer, le quitaban todo menos la camisa, la despojaban de toda joya, y tantos hombres como querían, disponían de ella… El ultimo violador se encargaba de matarla…»
Los informes de MacGahan provocaron una conmoción en la opinión pública mundial -especialmente entre los eslavos- y sirvieron de acicate para que Rusia, alegando razones humanitarias, declarase la guerra a Turquía, que se enfrentaba ya a una rebelión de los serbios y a serios problemas en Bosnia-Herzegovina.
El conflicto, desatado por los escritos de MacGahan, cambió la fisonomía de los Balcanes y liberó las fuerzas que en 1914 desatarían la Primera Guerra Mundial.
Poco después de la rendición turca, el periodista llegó a Estambul, donde contrajo el tifus y falleció. Los búlgaros, que le atribuyeron justamente un papel crucial en el nacimiento de su Estado, conmemoran todavía su muerte celebrando cada año una misa solemne de réquiem en Tirnovo.
Más de un siglo después, en la antigua Yugoslavia, una región que también formó parte del Imperio Otomano, pero esta vez con victimas musulmanas en lugar de cristianas, el periodista Roy Gutman realizó un trabajo humanitario y de investigación muy similar al de MacGahan.
Gutman es un solitario, como lo era MacGahan, aborrece la injusticia, como su predecesor, y, al igual que aquel, es norteamericano. Es bajito y no lleva bigote. Sus artículos en el Newsday neoyorquino, publicados a principios del verano de 1992, desataron una ola de indignación popular en media Europa y EEUU, al poner al descubierto la existencia de campos de concentración en los Balcanes.
Ha habido después enorme controversia sobre la verdadera realidad de campos como el de Trnopolje, donde un equipo inglés pudo filmar varias escenas y cuyas imágenes fueron portada en todo el mundo, pero lo cierto es que esa cobertura fue de esas mágicas, casi únicas ocasiones, en que un periodista hace girar el viento de la Historia. A Gutman, además, le dieron el Premio Pulitzer.
LOS EJECUTORES
Es curioso lo poco que cambia la historia y lo persistente que resulta la maldad humana. Algunos de los testimonios sobre violaciones masivas o masacres, que desveló primero Gutman y que recogimos posteriormente los que husmeamos en el pudridero del conflicto yugoslavo, se parecen extrañamente a los relatos que, en forma de cartas y entre el 28 de julio y el 16 de agosto de 1876, envió MacGahan.
A principios de 1993, en la cárcel de Sarajevo entrevisté a un hombre llamado Borislav Herak cuya historia personal o lo que le hacían recitar sus captores musulmanes tras muchas sesiones de tortura y lavado de cerebro, era el paradigma de todo el horror y la barbarie que libera una guerra.
Pasado el tiempo, con perspectiva, siempre he alimentado en el fondo de mi cerebro alguna duda sobre aquella historia. A lo largo de las cuatro décadas que llevo en esta profesión, tres cuartas partes dando tumbos por el mundo de guerra en guerra, sólo ha habido una vez en que de forma consciente he mentido.
Fue en el verano de 1979, en Nicaragua, donde los entonces idolatrados sandinistas acababan de asaltar el poder. Empezaba a operar la ‘contra‘ y una noche, a toda prisa, nos convocaron al Ministerio del Interior para mostrarnos al ‘contrarrevolucionario‘ que había asesinado a uno de los alfabetizadores en las montañas del norte.
Sacaron al tipo y apenas ponerlo a la luz, en el escenario, vi con nitidez en su membrudo cuello la infame marca morada que deja la goma, cuando los martirizadores te la aprietan una y otra vez hasta casi ahogarte en el interrogatorio.
La Semana Santa anterior, tras ser capturado por las tropas somocistas, yo había pasado tres días en las mazmorras del ‘Chipote’ y había visto la misma huella en las gargantas de los que volvían del ‘examen‘ (El bautismo de fuego y la inmortalidad).
Cuando me llegó el turno, lo que tenía que haber preguntado -alto y claro- a aquel desgraciado es si la confesión que musitaba con ojos espantados le había sido arrancada con tortura.
No lo hice. Me puse como todos los presentes a favor de las olas. Ni inquirí allí ni escribí después y me he arrepentido de ello. No sólo cuando descubrimos que los sandinistas robaban, reprimían y hasta algunos, como el presidente Daniel Ortega, abusaban sexualmente de sus hijas adoptivas.
La de Herat, como la de aquel ‘contra‘ que nos echaron de pitanza en Managua el siniestro Tomás Borge y su sicario Lenín Cerna, era una copnfesión demasiado redonda para ser verdad.
En aquellos años y en aquellos parajes, raro era el vecino que no se sumaba con entusiasmo al aquelarre y aquel retrasado habría participado en muchas cosas, pero no me cuadra todo lo que nos dijo. Entre otras razones, porque parecía un guión prefabricado para hacer titulares en la siempre expectante prensa internacional.
Con dudas sobre su veracidad, esto fue lo que me contó:
- La primera mujer que violó se llamaba Amela y tenia el pelo negro, pero lo que recordaba mas vivamente eran las últimas palabras de Osman y la ejecución de la familia Ajatovici.
- Osman era un musulmán bosnio y había sido capturado con otros dos amigos cerca de una aldea llamada Donja Bioca. Cuando Herak le ordenó tumbarse boca abajo, fue el único que imploró por su vida.
- «Me dijo que no lo matase -me explicó Herak-. Que tenía mujer y dos hijos pequeños, pero le hundí el cuchillo en el cuello y murió como los otros: en tres segundos.»
- A primeros de junio de 1992 Herak y otros dos milicianos serbios habían estado en la granja de Risto Pustivuk. El viejo granjero serbio les enseñó como se degollaba un cerdo sujetándolo por las orejas. Herak, sin aparente emoción y sin levantar la vista, admitía haber utilizado esa técnica con el aterrorizado Osman y los otros dos prisioneros.
- De la soleada mañana de junio de 1992 en que acribillaron a los diez miembros de la familia Ajatovici le había quedado grabada -según relataba como un autómata- la cara de una niña de diez años que trataba de esconderse tras su abuela.
- «Llevaba un vestido rojo…», aseguraba Herak, en el tono monocorde que emplearía un contable para describir el color de los sacos de una partida de cereales.
Borislav Herak tenía veintiún años, era serbio y desde el 15 de noviembre de 1992, cuando se equivocó de camino viajando de Vogosca a Ilidza, estaba preso en la cárcel de Sarajevo.
En el sumario, presentado por el fiscal en el juicio público al que fue sometido unos meses después, aparecía una lista de 29 asesinatos y se incluían al menos ocho violaciones, todas ellas cometidas en un destartalado motel llamado Café Sonia.
Vogosca era una población industrial controlada por los serbios a cuatro kilómetros del centro de Sarajevo, y el Café Sonia quedaba a las afueras, a un lado de la carretera que conectaba la capital de Bosnia-Herzegovina con Zagreb.
Herak permanecía sentado, inclinado hacia adelante, y hablaba sin pasión, sin manifestar remordimiento o miedo. En una ocasión nos pidió cigarrillos, y cuando le alargamos el paquete encendió uno y se guardó el resto en el bolsillo.
Le habían rapado el pelo. Tenía los brazos y las piernas muy largos, lo que le daba aspecto de ave zancuda. Apenas miraba, era muy pálido, barbilampiño, y se había mordido tanto las unas que llevaba las puntas de los dedos en carne viva.
Cuando un prisionero habla de sus propios crímenes como lo hacia Herak, es inevitable la sospecha de que confiesa bajo presión o para salvar su vida, pero el serbio daba la impresión de no pensar en nada. Su terrible historia -fuera cierta o imaginada- reflejaba con abrumadora exactitud el horror de la guerra en Bosnia-Herzegovina.
Fuera auténtico o inducido su testimonio y al margen de su origen, porque igual de perversos fueron serbios, croatas y musulmanes bosnios, Herak encarnaba, simplemente, como uno de los especímenes que sirvieron para consumar la «limpieza étnica».
Era o le hacían aparecer sus captores, como el ejemplo vivo del «ejecutor». En los meses posteriores, para reformar el relato, con cierta periodicidad, los militares musulmanes presentaban a la prensa internacional muchachas bosnias, supuestamente huídas del Cafe Sonia de Sarajevo, como prueba de las violaciones en masa.
LA HISTORIA OFICIAL
Hasta mayo de 1992, Herat vivió en el barrio de Pofacici y trabajaba acarreando bultos en una empresa textil. Había sido un pésimo estudiante, incapaz de pasar de primaria, solía beber y tuvo problemas cuando estuvo en la Marina yugoslava, pero nada hacia prever lo que después ocurrió.
«A mediados de mayo escuché en la radio que los musulmanes iban a matar a todos los serbios y decidí huir. Pasé a Vraca llevando una barra de pan bien visible, porque me habían dicho que esa era la señal secreta para que los milicianos serbios no me dispararan.»
El cruce del puente sobre el río Miljeka y el contacto con los chetniks serbios de Vraca produjo una mutación en el muchacho.
Uno de los motivos puede haber sido el miedo al enemigo, pero en Herak también pudo jugar un papel preponderante el deseo de tener cosas que hasta entonces nunca había podido poseer: mujeres, una televisión en color, marcos alemanes…
Como muchos otros, actuó convencido de que todo le estaba permitido siempre que la víctima fuera un musulmán. La muerte de los Ajatovici comenzó con la entrada de tres milicianos serbios en la casa de la familia en busca de divisas.
«Me encontré a una vieja sentada en una silla y le pedí su dinero… La mujer contestó que no tenían nada y le di un golpe con el fusil en la cabeza… Cuando se levantó del suelo, arrastró un armario y allí, en un hueco de la pared, estaba lo que buscábamos: quinientos marcos y algunos anillos y pendientes…»
Durante nuestra larga charla fue cuando me pareció más auténtico, nos confesó un poco avergonzado que nunca se había acostado con una mujer ni tenido novia hasta que se metió en la guerra y tuvo la oportunidad de visitar el Café Sonia.
«El motel había sido convertido en cárcel para mujeres y había allí unas cincuenta o sesenta musulmanas… todas jóvenes y muchas muy guapas. El capitán nos dijo que acostarse con ellas era bueno para subir la moral de la tropa y que en Sarajevo los musulmanes hacían lo mismo con las mujeres serbias.»
Hacía largas pausas, como si no quisiera entrar en detalles o buscara las palabras exactas que le habían dictado en la lección anterior y temiese equivocarse, pero nunca facilitaba respuestas muy largas.
«La primera vez fui con otros tres soldados y los guardias nos trajeron una chica… Se llamaba Amela y tendría unos veinte años y el pelo oscuro.»
Añadió que todo ocurrió un poco después del mediodía y que la chica se puso a llorar cuando la metieron en una de las habitaciones de la planta superior.
«Damianovic le dio una bofetada y después la desnudamos… Yo fui el tercero… Teníamos que sujetarla porque intentaba resistir… Fumábamos y bebimos coñac… estuvimos allí tres horas…»
Consumada la violación, comentó que la dejaron vestirse y se la llevaron en un coche a la montana de Zuc.
«El guardián nos dijo que no tenían mucha comida para las chicas y que era mejor matarla. La mandamos bajar del coche y uno de los otros le pegó un tiro en la cabeza… A algunas de las otras ocho no las matamos, pero eso es lo que se hacía muchas veces.»
Fuera verdad o no, la guerra es muchas veces así y no como la presentan casi siempre en el cine.