MOSCÚ SIN BRÚJULA

El hotel de las pesadillas (XX)

Al inicio de la década del ‘90’, eran monstruosos: tenían centenares de habitaciones, cuartelillo del KGB camuflado en el interior, cucarachas a manta y no ofrecían servicio alguno

El hotel de las pesadillas (XX)
Alfonso Rojo, en Moscú, en el ya demolido Hotel Rossía, con el Kremlin de fondo. IGOR MIHALEV

Los hoteles de «lujo» soviéticos solían ser establecimientos de pesadilla.

Al inicio de la década del ‘90’, eran monstruosos: tenían centenares de habitaciones, cuartelillo del KGB camuflado en el interior, cucarachas a manta y no ofrecían servicio alguno, como no fuera un nutrido contingente de hermosas putas en el bar, una cabina en el vestíbulo desde la que teóricamente se podía poner conferencias internacionales pasando la tarjeta de crédito por una ranura, y una serie de chiringuitos en los que vendían desde The Herald Tribune a pretenciosos abrigos de visón.

En Moscú, una socorrida posibilidad era alojarse en el Penta, el Iris o uno de los flamantes locales regentados por empresas alemanas, austriacas o francesas, donde solía haber sauna, piscina climatizada, lavandería decente, cuartos modernos y el televisor con mando a distancia captaba la CNN o Sky News.

El problema es que estaban lejos del centro, costaban un ojo de la cara y eran decepcionantes, artificiales, asépticos y europeizados.

Podía uno consumir su vida como huésped sin enterarse realmente de lo que se cocía en la URSS terminal.

Otra opción eran los hoteles-paquidermo de corte estalinista como el Moscú, el Intourist, el Pekín, el Rossía o el Ucrania, enclavados en el llamado casco urbano, con recepciones faraónicas, camas desvencijadas, controles en las puertas, precios inapropiados y un vetusto teléfono en cada cuarto. Si tenías un amigo como Igor Mihalev, que era mi caso, te salían por unos céntimos.

Cada aparato de teléfono tenía línea directa con la ciudad y su propio número de siete cifras, como el de las casas particulares, pero resultaba absolutamente inútil si se pretendía hablar con el extranjero.

Un cartel de la III Internacional Comunista.

Lo que distingue al periodista del ciudadano corriente no es involucrarse en excitantes aventuras, sufrir espeluznantes impresiones o vivir trepidantes acontecimientos.

Cualquier alocado conductor que derrape en carretera, embista a un rebaño de ovejas y termine en una zanja, recibe una experiencia más intensa, variada, impactante y turbulenta de los hechos que el más consumado reportero que se acerque minutos después a cubrir informativamente el accidente.

La diferencia es que el periodista relata a la gente lo ocurrido y ese acto de contar es lo que caracteriza su actividad profesional.

Para narrar es necesario que la historieta figure en letra impresa en las páginas del diario y para ello es imprescindible comunicar con la redacción.

Eso explica la enfermiza obsesión que teníamos los corresponsales veteranos por los teléfonos, télex o fax y por qué, a la hora de elegir emplazamiento, primaba mucho más la eficacia de la operadora, que la calidad del restaurante o los cócteles del barman.

Advertido del caos telefónico soviético, el 19 de agosto de 1991 decidí que lo menos malo sería un establecimiento moderno, organizado y funcional y me registré en el Iris.

Para mi desgracia estaba a una veintena de kilómetros del Parlamento ruso, el Kremlin y las calles donde a esas horas se fraguaba el destino de la URSS. Afortunadamente, la cuestión no fue peliaguda, porque se pudo subsanar.

Haciendo cola para comprar vodka en la URSS, antes de colapso.

Los primeros días ni siquiera retorné al hotel para dormir. Los pasé a pie de obra en las empalizadas del Parlamento o correteando entre el Kremlin y el aeropuerto de Vnukovo.

Transmití sin problemas desde la casa de Palmer, el mallorquín gordo, sensato y apacible que dirigía nuestra corresponsalía en Moscú. Y gracias a los apaños de Igor Mihalev y por cuatro perras, conseguí una especie de ‘suite comunista’ en el Hotel Rossía, que estaba frente al Kremlin y que en la época, con 3.000 habitaciones, era el hotel más grande del mundo.

Después, cuando amainó el temporal, impulsado por la malsana curiosidad, recalé brevemente en un edificio fascinante: el hotel donde Stalin cometió algunos de sus crímenes más repugnantes.

El local quedaba en el centro de la capital, en el número 10 de la calle Tverskaya, que hasta el ascenso de Yeltsin a las alturas del Kremlin se llamaba Calle Gorki.

Erotismo y anuncios en la URSS.

Cuando se denominaba Hotel Lux, servía de residencia a la III Internacional Comunista, el famoso Komintern. Allí se urdieron las grandes conspiraciones comunistas de los años 30.

Para borrar todo rastro del Komintern, disuelto en mayo de 1943, el establecimiento cambió de nombre apenas concluida la II Guerra Mundial.

Cuando llegué, guiado por Igor, en agosto de 1991, se llamaba Hotel Central —«Gastinitsa Zentralaya»—, y cuando solicité un cuarto me miraron como si fuera un marciano y se apresuraron a solicitar por adelantado el pago de una noche: 40 rublos.

A la entrada había algunas molduras doradas, una barandilla de mármol negro y dos polvorientas figuras de bronce, recuerdo de esplendores pasados.

Leon Trotsky.

El Lux, antes de que León Trotski lo cediera al Komintern a principios de los años 20, era uno de los hoteles de postín de Moscú.

La recepción, con aire de taquilla de estación de autobuses tercermundista, estaba en el primer piso, donde había también un quiosco en el que ofrecían postales, muñequitos y frascos de colonia barata.

El edificio tenía seis plantas y por los pasillos arrastraban los pies, haciendo que limpiaban, pesadas babuskas, de esas que parecen haber vivido todas las gestas patrióticas incluida la Revolución de 1917.

Aquel agosto, sólo se alojaban allí pacientes de un cercano hospital, pétreos comerciantes uzbecos de visita en la capital y turistas escasos de recursos.

Pelea de golfillos en las calles de Moscú, en tiempos de la URSS.

No quedaba una sola pista, ni un simple indicio, pero entre 1921 y 1945 en el Lux residió el «gotha» del comunismo mundial. Allí recalaron los grandes nombres de la revolución proletaria: Dolores Ibárruri Pasionaria, Ho Chi Minh, Josef Tito, Santiago Carrillo, Chu En Lai, Togliatti, Maurice Thorez, Bela Kun… Todos alojados en exiguas habitaciones, con el lavabo camuflado tras la puerta del cuarto y un baño colectivo, como monjes rojos.

En su libro Prisionera de Stalin y Hitler, Margareta Huber-Neuman relata con detalle la noche del 27 de abril de 1937, cuando tres hombres de la Cheka penetraron en su habitación y se llevaron a su marido, Heinz Neuman, una de las grandes figuras del KPD alemán, quien había llegado a Moscú huyendo de los nazis y nunca reapareció, como no lo hicieron centenares de líderes comunistas mundiales que se extraviaron en el perturbado cerebro de Stalin.

El dirigente comunista húngaro Bela Kun, asesinado por la Cheka de Stalin.

La comunista austriaca Ruth von Mayenburg, que vivió en Moscú de 1938 a 1945, explica en su libro Hotel Lux que las ratas corrían por todos lados.

Ellos, los monjes rojos, consumían las grisáceas tardes en interminables conversaciones sobre el luminoso porvenir de la revolución proletaria y las largas noches temblando aterrados cada vez que rechinaban los tablones del corredor.

«Nadie dormía realmente. Cuando se escuchaba el ruido del ascensor en medio de la noche, nos despertábamos», escribe Ruth.

«Nos estremecíamos bajo las mantas, tratando de adivinar la dirección de los pasos.»

Por la mañana notaban que una puerta ya no se abría o que los empleados bajaban cajas de cartón con objetos personales al sótano, pero nadie hacía preguntas.

Entonces volvía la angustia y cada uno se interrogaba a sí mismo, anhelando no ser el siguiente en la lista de la muerte.

La comunista austríaca Ruth von Mayenburg y su libro 'Hotel Lux'.

 

Entre 1937 y 1939 la firma de Stalin aparece en más de 400 listas, que incluyen los nombres de 44.000 personas, altos jefes del partido, funcionarios, figuras de la cultura y comunistas extranjeros que habían buscado refugio en Moscú.

Entre estos últimos están Bela Kun y la mayoría de los líderes húngaros, los jefes comunistas polacos y la plana mayor del partido yugoslavo, con excepción de Tito. El búlgaro Dimitrov, como tantos otros silenciosos cómplices en la «purga», escapó de milagro, pero no sus camaradas Popov y Tanev.

Es una terrible paradoja, pero la mayoría de los activistas comunistas europeos, que vivieron en la URSS a finales de los años 30, perecieron, y en cambio muchos de los que estuvieron encarcelados en sus países natales sobrevivieron.

La «educación política» se desarrollaba en una sala de la primera planta que los ilustres huéspedes denominaban el «ángulo rojo».

Entonces la pieza estaba adornada con banderas y retratos de Lenin, Stalin, Marx y Engels. En 1991 era un salón anodino, con cortinas raídas y muebles desfondados.

Al principio les daban clases de ruso, pero en 1938 fueron suspendidas, porque Stalin no admitía los contactos entre los intelectuales extranjeros y sus súbditos.

Un personaje que fascinaba a los inquilinos del Lux era el joven alemán que residía en la habitación 19. Se hacía llamar Ika y consagraba buena parte de las noches a dictar, caminando sin parar, textos a una secretaria. Tenía una pierna más corta que la otra y sus vecinos le oían taconear hasta el alba.

El misterioso Ika aseguraba ser periodista, como Lenin. En realidad, se llamaba Richard Sorge y fue el mejor espía de la historia de la URSS.

El espía comunista Richard Sorge, alias 'Ika', ejecutado por los japoneses.

Operaba en China y Japón y fue el hombre que advirtió a Stalin, con fecha y hora incluidas, que Hitler invadiría la Unión Soviética el 22 de julio de 1941.

Gracias a su carnet de prensa y a su amistad con el agregado militar de la embajada alemana en Tokio, fue capaz de revelar a Stalin inapreciables datos sobre los planes de guerra de Hitler.

El contraespionaje nipón lo detuvo el 16 de noviembre de 1941 y, tres años y muchas sesiones de tortura después, lo ejecutó.

Con la ritualidad y ese singular sentido de la puesta en escena que tienen los hijos del Sol Naciente, los verdugos japoneses efectuaron el ahorcamiento el 7 de noviembre de 1944, coincidiendo con el XXVII aniversario de la Gloriosa Revolución de Octubre.

Los desganados empleados, las recepcionistas con pinta de sargento, el reumático portero y las viejas limpiadoras, parecían haberse contagiado de la amnesia general que afligía a todos los que tuvieron algo que ver con las purgas del pasado, y se encogían de hombros, pero se rumoreaba que la municipalidad de Moscú había puesto a la venta el edificio.

Decían que el alcalde Popov veía con buenos ojos una oferta de la Cadena Hilton para transformar el antiguo vivero de la revolución planetaria en un hotel con fulanas, donde realmente funcionasen la televisión y los teléfonos.

El ya demolido Hotel Rossía de Moscú.

No se que habrá sido de él, pero si tuve la oportunidad de volver a alojarse en el Rossía y ver como lo liquidaban en 2006

Nadie podía imaginarse que bajo el Hotel Rossía, el monstruo más espantoso de la arquitectura soviética, se escondían algunos de los secretos del Kremlin.

La sorpresa se la llevaron los obreros moldavos y tayikos encargados de destruir este símbolo del mal gusto, que rompía toda la perspectiva de la Plaza Roja.

Bajo la mole  construida en la década de los sesenta para que se alojaran los delegados a los congresos del PCUS, que se celebraban en el vecino Kremlin, se ha encontrado la entrada a un gigantesco búnker que podría albergar a unas 4.000 personas y un túnel que llega hasta el mismo Kremlin.

La demolición del Rossía formó parte del intento de lavar la cara a Moscú. Los grandes hoteles céntricos se contaron entre las primeras víctimas, como el Intourist, ya desaparecido, que se elevaba frente al Kremlin. El Moscú -frente al Parlamento y al Kremlin- también fue demolido, pero a diferencia de los otros dos renació con su fachada original.

 

PD

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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