MOSCÚ SIN BRÚJULA

Del Imperio Soviético al ‘Imperio de los Sentidos’ (XLXI)

A pesar del tiempo transcurrido y del desplome del comunismo, en Rusia seguía sin saberse lo que era el «sexo».

Del Imperio Soviético al ‘Imperio de los Sentidos’ (XLXI)
Catalina la Grande de Rusia. PD

En 1988, durante uno de aquellos programas por satélite que realizaba Phil Donahue simultáneamente en la URSS y EEUU, el histriónico presentador norteamericano preguntó a su audiencia rusa si en el Imperio Soviético había «sexo».

Tras unos segundos de embarazoso silencio, una mujer mofletuda, con pinta de funcionaria y de haber pasado con creces los 50, se incorporó muy seria y afirmó con voz chirriante: «¿Sexo? ¡ Aquí no hay de eso!»

Había quien sostenía que a pesar del tiempo transcurrido y del desplome del comunismo, en Rusia seguía sin saberse lo que era el «sexo».

A juzgar, sin embargo, por las enormes colas que se formaban en diciembre de 1991 ante el Cine Moscú, resultaba innegable que los moscovitas sentían al menos una ardiente curiosidad por los secretos de la entrepierna.

Desde el 1 de diciembre de 1991, cuando comenzó en la cochambrosa sala un festival de cine erótico, destinado según los organizadores a «enterrar 70 años de tabúes sexuales», hasta la Nochevieja del 31 de diciembre, fecha en que se clausuró la muestra, no hubo día que no se agotasen las entradas.

Mitos del sexo en la URSS.

El precio de cada localidad eran 15 rublos. Para un ruso, una cantidad astronómica, lo que no fue óbice para que día y noche, de principio a fin de mes y para escarnio de Maiakovski, el poeta de la Revolución Bolchevique cuya estatua preside la plaza, se formara una larga cola ante la taquilla del cine.

En España se veían en esa época, antes de que internet facilitase todo y acabase con el negocio,  muy pocas mujeres entre los espectadores que asistían a la proyección de películas pornográficas.

Esto era consecuencia en parte de difusas presiones sociales o religiosas y en gran medida a que el argumento y la sinfonía de gemidos, acrobacias y lametones estaban y están diseñados pensando en la calentura del varón y suelen aburrir mortalmente a las féminas.

En diciembre de 1991 pasé al menos ocho veces frente a la taquilla del Moscú y nunca vi una mujer haciendo cola.

Rasim Darquiak, organizador del festival «El Sexo Existe» y director de la sala, justificaba el chabacano montaje argumentando con socarronería que en un país en el que no hay pan, no está de más que la gente se divierta un poco.

«Durante setenta años el lema oficial, impuesto a base de duchas frías y latigazos, ha sido: el sexo no existe en la URSS».

«Afortunadamente para todos, con la llegada de Gorbachov y el comienzo de la perestroika, fue abolida la censura moral y eso permitió a numerosos cineastas hacer sus pinitos y rodar escenas eróticas, que hasta hace poco les hubieran supuesto unas vacaciones pagadas en el Archipiélago Gulag.»

En la época de Stalin la frigidez femenina era un fenómeno masivo.

El pionero en los «pinitos» fue Vasyli Pitchul, quien abrió brecha en el espeso muro de la «estrechez» soviética con una película mundialmente conocida: ‘La pequeña Vera’.

En el film intervenía como actriz principal Natalia Negoda, que posó en cueros después para la portada de la revista Play-Boy provocando un revuelo nacional.

Hasta la perestroika, la norma de obligado cumplimiento era que no podía aparecer en pantalla un cuerpo «desnudo», una escena «audaz» o ropa interior «sugerente».

Ni las películas extranjeras, que concurrían a los festivales internacionales, lograban escapar intactas al celo censor y las tijeras de los pudibundos aparatchiks.

Los altos líderes del pueblo, que en eso como en todo se consideraban por encima de la multitud proletaria, gozaban del privilegio de ver en sus dachas, en salas de proyección privadas, películas pornográficas traídas en valija diplomática directamente desde Hamburgo, Amsterdam y otras capitales «verdes».

En el lenguaje cotidiano, a esas películas se las denominaba klubnitchka, que quiere decir algo así como «pequeña fresa».

Todo —la doble medida, la represión de la sexualidad femenina y el cínico puritanismo— llamaba especialmente la atención si se tenía en cuenta que el Estado Soviético se proclamaba ateo, rechazaba la moral burguesa y fue uno de las primeros del mundo en dotarse de una Constitución que garantizaba teóricamente la igualdad de la mujer.

Eso en un país de clima helado, donde el follar a destajo había sido una de las aficiones más notorias de algunas de las heroínas de su historia.

Erotismo en la URSS.

Hay multitud de ejemplos. La zarina Isabel, hija de Pedro el Grande, necesitaba para poder conciliar el sueño que todas las noches le metieran un semental fresco en la cama.

Según sus contemporáneos, no renunció a esa actividad ni siquiera cuando estaba en el lecho de muerte.

El caso más notable, con abismal diferencia, es el de Catalina la Grande, quien tras pasar ocho años a dos velas porque su marido el zar adolecía de una fimosis exagerada y prefería trasegar vodka hasta perder el sentido que arriesgarse a sufrir punzadas en la punta del pene, descubrió los embriagadores placeres de la carne.

Al principio con perseverantes amantes fijos y después cambiando de garañón con frecuencia. El procedimiento era bastante ingenioso.

Una vez seleccionado el favorito y para ahorrarse desilusiones, la emperatriz hacía que lo estrenara a calzón quitado una de sus «probadoras».

Una vez cumplido el trámite, ésta informaba puntualmente a Catalina de las capacidades sexuales del individuo, de sus proporciones y aficiones, a partir de lo cual y si se le consideraba apto, entraba en juego el médico de la corte.

Catalina La Grande, la emperatriz ninfómana.

El doctor examinaba al favorito y si no encontraba en él rastro de enfermedad venérea u otra dolencia vergonzante, le daba el visto bueno.

Catalina nombraba al nuevo favorito «ayuda de campo», lo que le permitía tenerlo permanentemente a su lado e instalarlo en un apartamento conectado a sus aposentos por una escalera interior.

Mientras cumplía su papel en el tálamo y no flojeaba, el elegido recibía un sueldo mensual de 12 000 rublos y los honores de la corte.

Cuando comenzaba a aburrir a la licenciosa emperatriz, era despedido y despachado a un destino lejano. Hubiera bastado una película verité sobre las ardientes peripecias de Catalina, para dar al festival de Rasim Darquiak renombre internacional, pero la obra maestra inédita y atrevida brilló por su ausencia.

El soldado y su novia, bailando con música de transistor.

Para colmo, ese mal crónico llamado falta de divisas obligó a los organizadores de «El Sexo Existe» a trampear groseramente en la selección.

Para empezar programaron medio centenar de filmes soviéticos, de los que si se exceptúan ‘La pequeña Vera’, ‘Stan’ de Alexandre Aristov, ‘Madame Bovary’ de Alexandre Sokurov, y ‘El otoño’ de Andre Smirnov, ninguno rozaba la categoría pornográfica de una klubnitchka vulgar.

Convencidos de que el sufrido público no iba a soliviantarse, dieron gato por liebre.

«Si la gente no protesta por el pan, que es de lo que entiende, mucho menos va a quejarse por la falta de algo como la buena carne que no ha visto en su vida», comentó burlón Rasim Darquiak, cuando le preguntamos si no le parecía osado anunciar como «salvajemente erótica» la infumable ‘Orquídea salvaje’ del pérfido Mickey Rourke.

Elena Kondulainen, protagonista del primer desnudo postsoviético.

Afortunadamente para los asistentes, Rasim y los suyos tuvieron la gentileza de incluir entre las diez películas extranjeras a ‘Belle de jour’, de Luis Buñuel, y de reservar para la apoteosis final ‘El imperio de los sentidos’, del japonés Nagisa Oshima.

Los espectadores moscovitas no saborearon porno duro, pero al menos se enteraron de que «el sexo existía»: en el paraíso de celuloide capitalista.

 

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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