Has caído frente a mi casa, abatido, pero no derrotado ni vencido, y al hacerlo he sentido una voz que mi nombre susurraba.
Entonces he imaginado tus ojos buscando los míos y -cobarde– he bajado la mirada; tal vez por no ver tu rostro herido, o acaso por no querer saber que era a mí a quien llamabas; pero no has insistido, porque Tú nunca avasallas.
Y volviendo los ojos al Cielo ya no has dicho nada, tan solo he sentido un mudo silencio, tan solo roto por el suspiro de una lágrima que escapa. Una lágrima por ti que me ha dolido como al corazón le duele la espada.
Y al sentir como la vergüenza incendiaba mi cara, por segunda vez he vuelto a bajar la mirada, y al hacerlo he creído oír un apagado quejido…, un ahogado gemido y luego nada, tan solo el sonido de tus pasos que -vacilantes- cuesta arriba se alejaban.
Pero espera, no te vayas, que ligero te sigo, por no llevar más equipaje que mi maltrecha alma que hoy pide ser crucificada contigo, anónimamente, lejos de focos y cámaras, porque me he negado a mí mismo y ya no necesito nada, tan solo que me des tu aliento, mientras la sombra que de mi queda, camina feliz a la muerte abrazada