Virgen Guadalupana. Y 9

Por Carlos de Bustamante

( Antigua basílica de la Virgen de Guadalupe) (*)

Les dije, mis amigos y probables únicos lectores, que los artículos con esta denominación serían una miniserie. Creo haber cumplido, aunque haya sido a costa de un no pequeño esfuerzo para no continuar escribiendo sobre la Virgen. He de finalizar.
Me perdonarán que este último de la que es miniserie, no sea todo lo alegre que quisiera. Sin cambiar el título, tampoco será triste, pues no en vano el día que muere un santo, la Iglesia lo denomina “dies natalis”. Sin cambiar el título he dicho. Y este 9º lo es con toda propiedad sobre la Virgen Guadalupana. Aunque una “miaja” largo, lean por favor lo que escribió el sucesor de san Josemaría, el beato Álvaro del Portillo:

En 1970 el que sería San Josemaría Escrivá de Balaguer (“el Padre”) contemplaba en Méjico la imagen de la Virgen de Guadalupe y dijo a uno de sus hijos que le acompañaba: “Así querría morir, mirando a la Santísima Virgen y que Ella me diera una flor”. El 26 de junio de 1975, último día de su vida en la tierra, el Padre se levantó a la hora acostumbrada. Celebró, ayudado por don Javier Echevarría, la Misa votiva de la Virgen en el oratorio de la Santísima Trinidad, a las siete y cincuenta y tres minutos. “A la misma hora – testimoniaba don Álvaro del Portillo- celebraba también yo en la sacristía mayor, porque aquella mañana nuestro Fundador deseaba ir con don Javier y conmigo a Castelgandolfo, para despedirse de sus hijas de Villa delle Rose, ya que estábamos a punto de salir de Roma. Se encontraba físicamente bien, y nada hacía prever lo que sucedería poco después.

Hacia las nueve y treinta y cinco, el Padre salió en coche hacia Castelgandolfo, acompañado de don Javier Echevarría, de Javier Cotelo, al volante, y de mí. En cuanto salimos del garaje, comenzamos a rezar los misterios gozosos del Santo Rosario. Terminamos antes de llegar a la carretera de circunvalación y nos pusimos a charlar: nos dijo, entre otras cosas, que podíamos ir por la tarde a Cavabianca, la nueva sede de nuestro Centro internacional de formación, porque deseaba ver algunos detalles del oratorio de Nuestra Señora de los Ángeles que había sugerido, para hacer la decoración más armónica y el ambiente más recogido y piadoso.

El viaje duró más de lo acostumbrado, a causa de un gran embotellamiento en la circunvalación. Hacía mucho calor. Javier Cotelo le habló de unos sobrinos suyos que habían estado en Roma poco tiempo antes. El Padre le escuchó con atención y se interesó cariñosamente por otros asuntos de su familia.

Hacia las diez y media llegamos por fin a Villa delle Rose. Algunas hijas suyas le esperaban en el garaje. El Padre, como siempre, les llevaba unos regalos: la figura de una pata en cristal labrado y un paquete de caramelos. El Padre solía distribuir entre los demás los regalos que recibía.

Comentó, por el pasillo, que eran sus últimas horas en Roma, antes del verano; y que oficialmente no estaba ya para nadie, pero para sus hijas sí. Se encaminó a saludar al Señor, permaneció arrodillado ante el Sagrario unos momentos, besó la cruz de palo, y se dirigió hacia la sala «de los abanicos», donde iba a tener un rato de tertulia.
Al entrar, dirigió su mirada a un cuadro de la Virgen; una pintura al óleo en la que el Niño aparece peinado con esmero, mofletudo y sonrosado, abrazado al cuello de su Madre, que le ofrece una rosa de té. Este cuadro pertenecía a la familia de los Escrivá y se encontraba en la habitación del centro de la calle Diego de León donde murió la madre de nuestro Fundador. La divina Providencia quiso que la Virgen del “Niño peinadito” recibiese también una de las últimas miradas de nuestro Fundador.

Sus hijas respondieron con voz alta al saludo del Padre, y le dijeron que estaban muy contentas de que hubiera ido. El Padre les comentó sonriente: ¡Qué buena voz tenéis! Después se sentó en una silla, y me cedió a mí el sillón que le habían preparado. Repitió que estaba a punto de marcharse de Roma, y añadió: Tenía muchas ganas de venir. Estamos terminando estas últimas horas de estancia en Roma para acabar unas cosas pendientes; de modo que ya para los demás no estoy: sólo para vosotras.

La reunión fue breve: duró menos de veinte minutos, porque nuestro Padre comenzó a sentirse cansado. Antes de terminar, renovó el acto de amor a la Iglesia y al Papa que había pronunciado en tantas ocasiones. Pocos minutos después se sintió peor. Don Javier y yo le acompañamos a la habitación del sacerdote, donde descansó un poco. Nosotros, y también las directoras del Centro, le insistíamos para que descansara otro rato. El Padre se negó, quizá para recordarnos, una vez más, que los sacerdotes del Opus Dei sólo están en los Centros de mujeres el tiempo indispensable para cumplir su ministerio sacerdotal. Enseguida, cuando parecía que se había repuesto, salimos hacia Roma en el coche, después de haber pasado al oratorio, donde nuevamente se detuvo unos instantes para despedirse del Señor. Mientras iba hacia el garaje, se interesó por las hijas suyas con las que se iba encontrando y, con su buen humor habitual, bromeó: Perdonadme, hijas, por la lata que os he dado. Después, desde el coche, saludó cariñosamente a las que nos abrieron la puerta del garaje: hijas mías, adiós. Eran alrededor de las once y veinte.

El Padre volvía de Villa delle Rose indudablemente cansado, pero sereno y contento. Atribuyó su malestar al calor. Pidió a Javier Cotelo que le llevase a Roma «per breviorem», por el camino más corto. Mientras tanto continuó charlando con nosotros, aunque fue una conversación un poco discontinua, porque estábamos impacientes por llegar cuanto antes a Villa Tevere y hacerle descansar. Javier condujo deprisa, pero con cuidado, para evitar un posible mareo. Llegamos a casa en poco más de media hora.

A las once y cincuenta y siete entramos en el garaje de Villa Tevere. En la puerta nos esperaba un miembro de la Obra. El Padre bajó rápidamente del coche, con el rostro alegre; se movía con agilidad, tanto, que se volvió para cerrar personalmente la puerta. Dio las gracias al hijo suyo que le había ayudado y entró en casa.

Saludó al Señor en el oratorio de la Santísima Trinidad y, como solía, hizo una genuflexión pausada, devota, acompañada por un acto de amor. A continuación-próximo ya el mediodía- subimos hacia mi despacho, el cuarto donde habitualmente trabajaba y, pocos segundos después de pasar la puerta y después de dirigir la mirada al cuadro de la Virgen de Guadalupe, llamó: ¡Javi! Don Javier Echevarría se había quedado detrás, para cerrar la puerta del ascensor, y nuestro Fundador repitió con más fuerza: ¡Javi!; y después, en voz más débil: No me encuentro bien. Inmediatamente el Padre se desplomaba en el suelo.

Pusimos todos los medios posibles, espirituales y médicos. En cuanto advertí la gravedad de la situación, le impartí la absolución y la Unción de los enfermos, como deseaba ardientemente: respiraba aún. Nos había suplicado con fuerza, infinidad de veces, que no le privásemos de aquel tesoro.

Fue una hora y media de lucha, llena de amor filial: respiración artificial, oxígeno, inyecciones, masajes cardíacos. Mientras tanto, yo renové varias veces la absolución. Bajo la dirección médica de don José Luis Soria, nos turnamos varios miembros del Consejo General –Dan Cummings, Fernando Valenciano, Umberto Farri, Giuseppe Molteni– y el doctor Juan Manuel Verdaguer. No podíamos creer que se cumplía la hora de este grandísimo dolor.

Seguíamos esperando contra toda esperanza. Llamé por teléfono a la Directora central, para que se reunieran urgentemente en sus oratorios todas las que vivían en Villa Sacchetti, y rezaran con muchísima intensidad, al menos diez minutos, por una intención muy urgente. Y continuamos intentando lo imposible. Nos resistíamos a convencernos de que había fallecido. A pesar de nuestros esfuerzos, el Padre no se recuperó del paro cardíaco. Nos resignamos cuando vimos que el electrocardiograma era plano.

A la una y media salí de la habitación, e invité a los otros miembros del Centro del Consejo General, que estaban en la antigua sala de reuniones rezando y llorando contenidamente, a que entrasen a rezar ante los restos de nuestro amadísimo Fundador.
Para nosotros, ciertamente, se trataba de una muerte repentina; para nuestro Fundador, en cambio, fue algo que venía madurándose –me atrevo a decir–, más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor la frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia y por el Papa.

Estoy convencido de que el Padre presentía su muerte. En los últimos años repetía frecuentemente que estaba de más en la tierra, y que desde el Cielo podría ayudarnos mucho mejor. Nos llenaba de dolor oírle hablar así –con aquel tono suyo fuerte, sincero, humilde–, porque mientras pensaba que era una carga, para nosotros era un tesoro insustituible.

Nunca se había preocupado por su estado de salud, aunque en los últimos años se le agudizó la insuficiencia renal y cardíaca; sabíamos bien que no tenía miedo a la muerte, y que estaba desprendido de la vida. La meditación frecuente de los Novísimos, desde su juventud, había dispuesto día a día su corazón enamorado para la contemplación de la Trinidad Beatísima.

Desde hacía muchos años ofrecía a Dios su vida y mil vidas que tuviera, por la Santa Iglesia y por el Papa. Era la intención de todas sus Misas, y lo fue también de la que celebró el 26 de junio de 1975: aquel día el Señor aceptó su ofrecimiento.

Nuestro Fundador nos había confiado algunas veces que pedía al Señor la gracia de morir sin dar la lata: por cariño a sus hijos, quería evitarles las molestias de una larga enfermedad. Dios acogió también esta petición suya y murió –según el espíritu que había predicado desde 1928–, trabajando por el Señor, “¡ut iumentum!”.

A las tres había llamado por teléfono también al Cardenal Secretario de Estado, para informarle de la muerte de nuestro Fundador. El Cardenal Villot se quedó muy impresionado, me dio el pésame con gran afecto y me aseguró que se lo diría inmediatamente al Papa, que en aquel momento estaba descansando. Éste fue el primer anuncio oficial del fallecimiento de nuestro Fundador. Desde aquel instante la noticia fue pública, y empezó a circular rápidamente por Roma y por todo el mundo”.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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