MEMORIA HISTÓRICA, AMENAZA PARA LA PAZ EN EUROPA

Jesús Laínz: «Memoria de la destrucción contra la destrucción de la memoria»

La mayor matanza colectiva en la guerra, antecedente de otras como la de Katyn, se cometió en Paracuellos de Jarama (Madrid)

Jesús Laínz: "Memoria de la destrucción contra la destrucción de la memoria"
Matanza en Paracuellos del Jarama. PD

A pesar del supuesto borrón y cuenta nueva de la Constitución de 1978, desde aquel momento la izquierda no ha descansado en su campaña de demonización del bando nacional de la guerra civil en los terrenos interconectados de la política, la prensa, la televisión y el cine. Poco a poco se ha ido construyendo una nueva historia de buenos y malos sin causas, explicaciones ni matices, y de presencia creciente, respuesta silenciada e implantación dogmática.

El Partido Popular, incapaz de comprender la importancia de la guerra cultural y temeroso de ser acusado de filofranquista, nunca se ha opuesto a estas medidas que han ido minando poco a poco el espíritu de la Transición y de la Constitución. E incluso ha colaborado con ellas: por ejemplo, la declaración condenatoria del alzamiento del 18 de julio aprobada por unanimidad en el Congreso de los Diputados el 20 de noviembre de 2002, gobernando con mayoría absoluta José María Aznar. Aquella deslegitimación del régimen franquista no fue acompañada, sin embargo, ni por la deslegitimación paralela de la revolución socialista de octubre de 1934, antecedente esencial de la guerra, ni por la de la deriva bolchevique del régimen republicano, que ahogó España en el caos a partir de las elecciones fraudulentamente ganadas por el Frente Popular en febrero de 1936.

Con la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero en marzo de 2004, el proceso se aceleró. La medida más importante fue la Ley de “Memoria Histórica” de diciembre de 2007, con la que se rompió el consenso plasmado en la Constitución. Se pretendió anular la amnistía de 1977 con el fin de perseguir a los dirigentes franquistas, se intensificó la propaganda, se reabrieron las heridas, se avivaron rencores apagados y el ambiente político se tensó de modo inimaginable hasta entonces.

Hoy, con la coalición socialcomunista en la Moncloa, sus dirigentes han creído llegado el momento de poner la guinda al pastel pacientemente cocinado durante cuarenta años de falsa reconciliación por parte de un sector considerable de la izquierda. Lo llaman Segunda Transición y consiste en la condenación absoluta y eterna del bando victorioso en 1939 y, por consiguiente, la deslegitimación de todo lo de él surgido, Constitución de 1978 y Monarquía incluidas.

Para conseguir este objetivo es necesario escribir –e imponer sobre todo a las nuevas generaciones– una historieta de buenos y malos de la que hay que borrar todo lo que pueda socavar el prestigio de una izquierda que pretende sembrar de este modo su hegemonía ideológica futura. Por eso se olvidan y ocultan los miles de crímenes, atentados, asaltos, incendios, destrucciones y violencias de todo tipo cometidos por los izquierdistas durante los años republicanos, sin lo cual no puede comprenderse el estallido de la guerra. Y, por supuesto, los inauditos crímenes cometidos durante los años bélicos en la retaguardia.

Por eso en estos momentos de creciente totalitarismo izquierdista es necesario recordar con singular insistencia precisamente aquello que se pretende borrar de la memoria de los españoles.

Ataques a los católicos desde la fundación de la República

Porque lo primero que destruyó la Segunda República fue el empleo, ya que una de las primeras medidas del Gobierno provisional fue cancelar todas las obras públicas comenzadas por Primo de Rivera, como los ambiciosos planes de embalses, carreteras (el Circuito Nacional de Firmes Especiales, que contemplaba una primera fase de 7.000 kilómetros de modernas vías), ferrocarriles, puertos y paradores nacionales.

Pero tan solo un mes después se iba a escribir el primer capítulo de las destrucciones por las que la República iba a pasar a la historia: las materiales. El 10 de mayo, cuando aún no había pasado un mes desde el gozoso parto del nuevo régimen, comenzaron en Madrid los incendios y destrucciones de iglesias y conventos. La chispa se prendió durante la inauguración del Círculo Monárquico en la calle Alcalá con la presencia de Juan Ignacio Luca de Tena, director del ABC. Sonó la Marcha Real, comenzaron los insultos y se acabó a golpes y tiros allí y frente a la sede de dicho periódico. El ministro de la Gobernación, el exmonárquico Miguel Maura, pretendió desplegar a la Guardia Civil pero se encontró con la oposición del presidente Alcalá-Zamora y de Manuel Azaña, ministro de la Guerra. Vista la inacción gubernamental, las masas izquierdistas comenzaron a incendiar edificios religiosos. Con letras de oro pasaron a los anales las palabras de Azaña: “Todos los conventos de España no valen la vida de un republicano. Si sale la Guardia Civil, yo dimito”. En dos días ardieron, entre conventos, iglesias y colegios, una decena de edificios religiosos; y entre otros muchos objetos valiosos, los 20.000 volúmenes de la biblioteca del Instituto Católico de Artes e Industrias y los 80.000 de la Casa Profesa de los jesuitas.

La furia destructora se contagió a otras ciudades, sobre todo en Levante y Andalucía. La ciudad más afectada fue Málaga, cuyo gobernador militar, el masón Juan García Gómez-Caminero, dejó hacer a los vándalos e inmovilizó a los agentes del orden. “Ha comenzado el incendio de iglesias. Mañana continuará” fue el telegrama que envió a Azaña. Llegaría a general de división y a Inspector General del Ejército.

El balance final de las jornadas de mayo de 1931 fue un centenar de edificios religiosos destruidos; varias bibliotecas y archivos incendiados; varios cementerios profanados; cientos de obras de arte –cuadros, retablos, esculturas– quemadas, destrozadas o robadas; numerosos comercios asaltados; varios dirigentes monárquicos detenidos; varios periódicos derechistas asaltados; El Debate y el ABC, dos de los diarios más vendidos de España, suspendidos por el Gobierno; cuantiosos heridos y una decena de muertos.

La prensa de izquierdas lo celebró como manifestación de la sana indignación del pueblo contra las provocaciones de curas, monárquicos y demás reaccionarios, que, al parecer, pasaban a carecer de derechos políticos en el nuevo régimen. He aquí el editorial de El Socialista del 12 de mayo:

La reacción se destruye a sí misma (…) La ofensiva antirrepublicana, de indiscutible táctica fascista, comenzó, sin embargo, bastante burdamente. El resultado de esa ofensiva, que es a todas luces un gran disparate, está reflejado con máxima elocuencia en los conventos e iglesias que han ardido (…) Quien pretenda hostigar, saliendo a la calle bien armado, a un Gabinete como el que hoy rige los destinos de España, actuará, antes que contra el Gobierno, contra el Pueblo (…) La reacción ha visto ya que el pueblo está dispuesto a no tolerarla. Han ardido conventos. Ésa es la respuesta de la demagogia popular a la demagogia derechista. Nada hubiera sucedido sin la provocación, torpe y suicida, de periódicos y gentes tan apegados al latifundio y a la reacción que no merecen la libertad que hasta aquí se les dio.

Tres años después llegaría el segundo capítulo: la revolución socialista de octubre de 1934, que dejaría a su paso cerca de dos mil muertos. Aunque las destrucciones y crímenes salpicaron a toda España, Asturias concentró la mayor parte de ellos. Por lo que se refiere al clero, fueron asesinados treinta y cuatro sacerdotes, monjes y seminaristas, y fueron incendiados cincuenta y ocho edificios religiosos. Singular importancia tuvo la voladura de la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, con la que se destruyeron extraordinarias obras de arte, reliquias y objetos históricos de muchos siglos de antigüedad. También dinamitaron la antigua Universidad de Oviedo y quemaron su biblioteca, una de las más importantes de España.

Pero lo más grave, con gran diferencia, estaba aún por llegar, pues tras la victoria fraudulenta del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 se desató el caos en toda España. Los diarios del presidente Niceto Alcalá-Zamora son una fuente, aunque no exhaustiva, insuperablemente autorizada para conocer su magnitud: desorden general, inaplicación de la ley; impunidad de los delincuentes; apoyo de las autoridades a los revolucionarios; persecución a personas calificadas como fascistas; listas negras de funcionarios; destrucción de periódicos, sedes de partidos y otros lugares considerados derechistas; profanaciones e incendios de iglesias y conventos; ocupaciones de fincas, incautaciones de fábricas y minas; robos y quemas de cosechas; saqueos, descarrilamientos, bombas, tiroteos, palizas, linchamientos, vejaciones, mutilaciones, asesinatos…

Con letras de sangre pasaron a los anales las dos relaciones que hizo Calvo Sotelo en el Parlamento, nunca desmentidas por el Gobierno del Frente Popular. En la primera (15 de abril) recopiló los hechos sucedidos desde el 16 de febrero, victoria del Frente Popular en la primera vuelta de las elecciones, hasta el 1 de abril: 58 asaltos y destrozos en centros políticos; 72 en establecimientos públicos y privados; 33 en domicilios particulares; 36 en iglesias; total de asaltos y destrozos, 199; 12 incendios en centros políticos; 45 en establecimientos públicos y privados; 15 en domicilios particulares; 106 en iglesias, 56 de ellas completamente destrozadas; 11 huelgas generales; 39 tiroteos; 65 agresiones; 24 atracos; 345 heridos; y 74 muertos. En su segunda intervención (6 de mayo) recopiló lo sucedido desde el 1 de abril hasta el 4 de mayo: 47 muertos; 216 heridos; 38 huelgas; 53 bombas; 52 incendios, en su mayor parte de iglesias; y 99 atracos, atentados y agresiones. Según palabras de su adversaria la republicana Clara Campoamor “aquel acto le costaría la vida”.

Todavía faltaban dos meses para su secuestro y asesinato por un grupo de policías y matones del círculo de confianza del dirigente socialista Indalecio Prieto, y el estallido de la guerra, momento en el que cayeron las pocas barreras que quedaban. Si bien las destrucciones se extendieron por doquier, la víctima principal fue una Iglesia católica en la que la propaganda izquierdista personificó todos los males que aquejaban a España desde siglos atrás. El 18 de agosto de 1936, un mes después del alzamiento, la moderada Izquierda Republicana de Azaña proclamaba en su órgano Política que “casi todos esos monumentos cuya caída deploramos son calabozos donde se ha consumido durante siglos el alma y el cuerpo de la humanidad”. Sus aliados socialistas, comunistas y anarquistas no se anduvieron con remilgos. Por ejemplo, tres días antes, Solidaridad Obrera, órgano de expresión de la anarquista CNT, había publicado estos párrafos:

En España, la religión se ha manchado siempre con la sangre de los inocentes (…) Los ensotanados han corrompido todos los hogares. En los confesionarios traman las artimañas más vergonzosas (…) Pero no se reducen las aberraciones religiosas a los crímenes más horrendos y a los actos de una moral pervertida (…) La burocracia eclesiástica es un nido de sátrapas. Nunca han defendido a los menesterosos (…) Sus bienes están mal adquiridos. Los han robado. Viven del chantaje puro. Arrebatan las chiquillas de los hogares. Envenenan a la juventud. Han estafado a la nación (…) La Iglesia ha de desaparecer para siempre. Los templos no servirán más para favorecer las alcahueterías más inmundas. Se han terminado las pilas de agua bendita (…) No existen covachuelas católicas. Las antorchas del pueblo las han pulverizado. En su lugar renacerá un espíritu libre que no tendrá nada de común con el masoquismo que se incuba en las naves de las catedrales. Pero hay que arrancar la Iglesia de cuajo. Para ello es preciso que nos apoderemos de todos sus bienes que por justicia pertenecen al pueblo. La Órdenes religiosas han de ser disueltas. Los obispos y cardenales han de ser fusilados. Y los bienes eclesiásticos han de ser expropiados.

Pero no fue a la expropiación a lo que se dedicaron los izquierdistas, sino a la destrucción y la muerte: 6.832 religiosos asesinados en menos de tres años; trece obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 frailes y 283 monjas, a los que hay que sumar muchos miles más de seglares que fueron asesinados por ser católicos. En suma, la mayor masacre de cristianos de la historia, superior a las persecuciones romanas, la Revolución Francesa y la Rusa tanto en cantidad como en ferocidad, puesto que muchos de ellos murieron tras tortura: apaleados, descuartizados, ahogados, enterrados vivos, quemados, toreados o arrojados a los leones de la casa de fieras del Retiro.

Matanzas de civiles indefensos

Las masacres cometidas en retaguardia fueron el factor principal de la progresiva pérdida de apoyo de unas potencias occidentales en principio recelosas ante un bando rebelde apoyado por Mussolini y Hitler. “Blood, blood, blood!” fueron las palabras que un asqueado Churchill espetó en Londres al embajador republicano Pablo de Azcárate. En su investigación La financiación de la guerra civil española, que mereció el Premio Nacional de Historia de 2013, José Ángel Sánchez Asiaín, presidente del Banco Bilbao Vizcaya y miembro de la Real Academia de la Historia, explicó que el espectáculo de los asesinatos, incendios y saqueos en Madrid y la huida a la zona rebelde de gran parte de la clase financiera y empresarial española fueron determinantes en la negativa del mundo financiero extranjero a conceder créditos al Gobierno republicano, como ya había temido el presidente Alcalá-Zamora durante los caóticos meses frentepopulistas previos a la guerra.

Consciente de este grave problema, al enterarse de la matanza de la cárcel Modelo de Madrid, perpetrada el 22 de agosto de 1936 a dos kilómetros de la sede del Gobierno, Indalecio Prieto exclamó: “La brutalidad de lo que aquí acaba de ocurrir significa, nada menos, que con esto ya hemos perdido la guerra”. En esa matanza de varias decenas de presos cayeron, junto a algunos militares detenidos por su participación en la rebelión, otros militares inocentes y varios diputados derechistas y republicanos moderados, algunos de los cuales estaban en ella como medida de protección sugerida por las mismas autoridades republicanas. El más destacado fue Melquíades Álvarez, expresidente del Congreso, fundador del Partido Republicano Liberal Demócrata, republicano y masón.

Algo similar sucedió el 25 de septiembre y el 2 de octubre en el puerto de Bilbao a bordo de los barcos-prisión Cabo Quilates y Altuna Mendi. Con la excusa de la ira popular debida a unos bombardeos, los milicianos y marineros izquierdistas asesinaron a más de un centenar de presos, la mayoría de los cuales fueron arrojados al agua. Uno de ellos fue el exdiputado liberal Gregorio Balparda, encarcelado por negarse a participar como abogado en juicios amañados contra los militares sublevados. Tres meses más tarde, el 4 de enero, fueron asesinadas en las cárceles de Bilbao cerca de trescientas personas, bastantes más que las víctimas del bombardeo de Guernica, si bien no tuvieron un Picasso que las inmortalizase. Lo que más horrorizó al peneuvista Telesforo Monzón, consejero de Gobernación del gobierno autónomo, no fueron los asesinatos, algunos de ellos previa tortura, sino el posible eco exterior: “¡Qué dirán de nosotros los ingleses!”. En otro barco-prisión, el Alfonso Pérez, anclado en Santander, fueron asesinadas 156 personas el 27 de diciembre de 1936, también con la excusa de una represalia por un bombardeo nacional previo que había provocado varias decenas de víctimas civiles.

Estas matanzas, sin embargo, fueron calderilla en comparación con lo sucedido en otros lugares. En Málaga, por ejemplo, de julio de 1936 a febrero de 1937 fueron asesinadas 3.406 personas, meticulosa cuenta compuesta por Antonio Nadal Sánchez, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Málaga (La guerra civil en Málaga, 1993). Entre esos asesinados hubo militares, civiles y religiosos, la mayoría de los cuales, como en los casos de Santander y Bilbao, no habían participado en el Alzamiento. La represión de los vencedores en Málaga, entre 1937 y 1940 causó más de 2.500 muertos, muchos de ellos implicados en las matanzas anteriores. Mientras honran a éstos, los partidos de izquierda se oponen a cualquier homenaje a los primeros. En la cercana Ronda, su famoso tajo, que aparece en tantas películas, anuncios y folletos turísticos, fue usado por los milicianos para despeñar a docenas de “enemigos del pueblo”.

En Barcelona, por los registros del Hospital Clínico, usado como depósito de cadáveres, se conocen los más de seis mil asesinados entre el 18 de julio y el 9 de septiembre. Por lo que se refiere a Madrid, Clara Campoamor, diputada republicana (1931-1933) que consiguió la aprobación del derecho de sufragio para las mujeres, fue testigo de las “espeluznantes ejecuciones en masa” efectuadas en la Casa de Campo, la Pradera de san Isidro y las carreteras cercanas: “El gobierno hallaba todos los días sesenta, ochenta o cien muertos tumbados en los alrededores de la ciudad”. Éste fue el motivo por el que la muy republicana Campoamor se apresuró a huir de la España republicana, aunque hoy la propaganda izquierdista difunda que huyó de Franco.

La mayor matanza colectiva, digno antecedente de otras como la de Katyn, ocurrió en el pueblo de Paracuellos de Jarama (Madrid), donde fueron asesinadas, según los cálculos más bajos, 2.500 personas, cincuenta de ellas adolescentes, en noviembre de 1936. Y el cementerio de Aravaca, donde reposan los cuerpos, la mayoría de ellos sin identificar, de más de ochocientas personas allí asesinadas durante varios meses. Entre los fusilados de Paracuellos y Aravaca destacan el pensador monárquico Ramiro de Maeztu, el dirigente falangista Ramiro Ledesma y el dramaturgo Pedro Muñoz Seca. Uno de los principales responsables de estas matanzas en masa, el dirigente comunista Santiago Carrillo, se benefició de un indulto general concedido por Franco en 1969 y participó como diputado en la elaboración de la Constitución de 1978.

Orgullosos de su barbarie

Por lo que se refiere a los edificios, fueron destruidos veinte mil iglesias y monasterios con todo su contenido artístico e histórico: retablos, cuadros, imágenes, bibliotecas, archivos, etc. Los que no fueron destruidos acabaron como mercados, garajes, cuarteles, refugios, polvorines, cuadras y pocilgas. Y se prohibió la tenencia privada de objetos religiosos. Un ejemplo entre mil: el bando del Comité Revolucionario de Játiva, constituido por la CNT y la UGT, de 24 de octubre de 1936:

El Comité Revolucionario de esta ciudad ordena a todos los vecinos que depositen en la plaza pública más inmediata a su domicilio, todos cuantos objetos, imágenes, estampas, etc., de carácter religioso tengan en su poder, con excepción de los que por ser de metales preciosos o corrientes o de cualquier otra materia aprovechable puedan tener valor material, de los cuales se desprenderán igualmente entregándolos en el Departamento de Orden Público de este Comité. Se concede para estas operaciones el plazo de cinco días, pasados los cuales se realizará investigación en todos los domicilios y en el que se encontrasen objetos de los indicados serán declarados facciosos sus moradores y en tal carácter serán pasados por las armas.

Cataluña fue singularmente castigada por la furia antirreligiosa, como confesó satisfecho el presidente de la Generalidad, Lluís Companys, al preguntarle una periodista francesa por la posibilidad de reabrir los tempos al culto católico una vez pasados los primeros furores tras el 18 de julio: “Oh, este problema no se plantea siquiera ―respondió el esquerrista Companys―, porque todas las iglesias han sido destruidas”.

El abad de Montserrat, Antoni Maria Marcet, escribiría algún tiempo después que “aquellos tres años fueron los más terribles y gloriosos de la historia de España, durante los que toda una civilización milenaria estuvo en peligro de hundirse en la más desenfrenada de las barbaries”. Marcet habló sobre hechos que vivió en directo: el saqueo e incendio de miles de iglesias y conventos, el asesinato de cientos de personas, los periódicos izquierdistas proponiendo la destrucción de la abadía de Montserrat, etc. Testigo de todo ello fue el socialista inglés George Orwell, llegado a Barcelona en diciembre de 1936 para, según él, “luchar contra el fascismo”:

Casi todos los templos habían sido destruidos y sus imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas de obreros se dedicaban sistemáticamente a demoler iglesias (…) La realidad es que los templos fueron saqueados en todas partes como algo muy natural, porque estaba perfectamente sobreentendido que el clero español formaba parte de la estafa capitalista. Durante los seis meses pasados en España sólo vi dos iglesias indemnes.

Una de esas dos iglesias indemnes fue la Sagrada Familia, lo que Orwell lamentó por considerarla “uno de los edificios más feos que he visto en el mundo entero (…) Creo que los anarquistas demostraron mal gusto al no dinamitarla cuando tuvieron oportunidad de hacerlo, en lugar de limitarse a colgar un estandarte rojinegro entre sus agujas”.

Peor suerte corrió el adyacente taller del arquitecto de la Sagrada Familia, Antoni Gaudí, incendiado por las turbas mientras profanaban la tumba de Josep Maria Bocabella, promotor y fundador del templo. En aquel incendio desaparecieron planos y maquetas dejadas por Gaudí para la continuación de las obras. También fueron profanadas las tumbas de otros egregios catalanes como Wifredo el Velloso, el filósofo Jaime Balmes, el obispo Josep Morgades, restaurador del monasterio de Ripoll, y el obispo Torras i Bages, con cuyo cráneo jugaron al fútbol.

Pero la destrucción no se limitó a las iglesias. Respecto a las casas de campo aragonesas, “lugares de gran nobleza”, Orwell escribió que “a veces uno sentía una especie de oculta simpatía hacia los expropietarios fascistas al ver cómo trataba la milicia los edificios confiscados. En la Granja, toda habitación que no estuviera en uso había sido convertida en letrina, un horrible amontonamiento de muebles destrozados y excrementos”.

Prohibido el recuerdo de los hechos

La mayoría de las iglesias destruidas por los republicanos fueron restauradas por el nuevo régimen, y hasta en los más alejados rincones de España pudieron leerse las placas conmemorativas con la leyenda “Destruida por las hordas rojas. Reconstruida por la España Nacional”. A lo largo de los últimos cuarenta años todas esas placas han sido eliminadas; y con ellas, una de las páginas más sangrientas de la historia de España. El mismo destino han seguido las cruces, las placas y los monumentos que recordaban a las decenas de miles de asesinados en una represión en ocasiones tan sádica como injustificada, pues no se detuvo ante monjas, niños, mujeres y ancianos indefensos.

Y en esto precisamente consiste la solemnemente bautizada, en su primera fase, Memoria Histórica, y en la nueva, Memoria Democrática: eliminar el recuerdo de las víctimas y de sus asesinos. Ahora el Gobierno PSOE-Unidas Podemos, con respaldo de ERC y PNV, quiere castigar con cárcel y multa a quienes osen recordar lo que debe quedar oculto: las matanzas efectuadas por los falsos defensores de la democracia. Como si España hubiera quedado tras el Telón de Acero y hoy siguiese siendo una dictadura comunista.

Jesús Laínz

Jesús Laínz (Santander, 1965) es abogado y escritor. Se dio a conocer al público español con la publicación en 2004 de Adiós España, un profundo y exhaustivo ensayo de más de 800 páginas en que estudiaba los mitos y las falsedades históricas en que se basaban los separatistas vascos y catalanes. En esta línea de investigación, ha publicado otros títulos: La nación falsificada (2006), Desde Santurce a Bizancio. El poder nacionalizador de las palabras (2011), España contra Cataluña. Historia de un fraude (2014) y Negocio y traición. La burguesía catalana de Felipe V a Felipe VI (2020). En 2019, pronunció una conferencia en el Parlamento Europeo organizada por el grupo ECR titulada Cataluña, región de España.

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ABSTRACT

El autor enumera las principales destrucciones y matanzas ejecutadas por las izquierdas desde la misma proclamación de la Segunda República en 1931 y hasta el final de la guerra civil, en 1939. Quemas de iglesias, bibliotecas y cosechas, torturas y matanzas de miles de presos desarmados bajo custodia del Gobierno republicano… Estos crímenes fueron borrados de la memoria colectiva en los últimos cuarenta años, y mediante la Ley para la Memoria Democrática la izquierda pretende encarcelar y multar a quienes los recuerden.

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