YO ASISTÍ EL MISMO DÍA A DOS MILAGROS
Tengo para mí que, a lo largo de mi vida, hubo varias personas que me alumbraron (algunos de sus comportamientos, gestas o gestos —he de reconocer sin ambages—, en concreto, me deslumbraron), cuando otrora las traté y coincidí con ellas en la realidad de la vigilia y del día a día; y que ahora lo siguen haciendo en otra ídem, la del sueño, pero de un modo menos habitual, esporádico.
Y, como para muestra basta con presentar un solo botón, daré un ejemplo, fray Ejemplo. Aclaro que llamo, de esa guisa, intermitentemente, a uno de los educadores y maestros que tuve en el seminario menor de Navarrete (donde estudié los tres últimos cursos de la Educación General Básica, EGB), Pedro María Piérola García, religioso camilo, tristemente finado, unas veces, y a otro de los tales, Jesús Arteaga Romero, ídem, felizmente vivo, otras. El monstruo (quédese el atento y desocupado lector, sea ella o él, con la sexta acepción que de dicha voz brinda el Diccionario de la Lengua Española: “persona que en cualquier actividad excede en mucho las cualidades y aptitudes comunes”, pues ambos lo fueron de distinto modo, a su manera), por tanto, era bicéfalo, bifronte.
Como en cierta ocasión asumí lo obvio, que un día mi actitud con Pedro María no fue la deseada y esperada, la ejemplar; y que él coligió lo cabal y oportuno, que yo no había estado a la altura de las circunstancias, acepté lo lógico y normal, portar el baldón que acarreo desde entonces, desde que él se sintió decepcionado conmigo, porque mi proceder, sin duda, lo defraudó. Recuerdo (resulta meramente imposible olvidar lo acaecido) que, tras haberme topado con él en la Plaza de los Fueros o Nueva, subí la tudelana calle Miguel Eza, la del cine Regio, y anduve el resto del camino hasta arribar a mi casa, reprochándome el feo gesto, la indigesta gesta, que tuve, al no haberle invitado a comer; y que, como castigo por ello, emulando al mítico Sísifo, porteo, desde entonces, otra pesada roca, tanto en el mundo real como en el onírico.
Quien no haya sentido aún una fascinación absoluta, íntegra, omnímoda, por Piérola y/o Arteaga es porque, una de dos, o no los conoció (no les fue concedida la gracia divina que otros sí obtuvimos) o porque no han escuchado hablar ni leído lo escrito sobre ellos.
Yo, verbigracia, por no extenderme más de la cuenta, cuento lo que vi con mis propios ojos: el mismo día, un martes, asistí a sendos milagros de ambos (quizá el segundo que narro fue una mera consecuencia del primero). Pedro María hizo reír a mandíbula batiente al más triste de los compañeros (algo inaudito, increíble e insólito para nosotros, sus émulos) que tuve en la citada localidad riojana; y Arteaga logró que el mismo, quien había conseguido vencer, como por ensalmo, el esplín refractario que padecía desde ni se sabe, se aprendiera la más extensa de sus reglas de ortografía (que, en sentido estricto —el propio Arteaga me lo confesó en medio de una larga conversación por teléfono—, fueron ideadas o pergeñadas por Piérola).
Ángel Sáez García
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